BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

sábado, 27 de febrero de 2010

UNA REBELIÓN



Todo esto de querer muchas cosas que, en el fondo no se conocen bien, o no se sabe lo que son... He aquí una tendencia muy de ahora. Quizás es que tantas cosas se desean que no hay tiempo para verlas bien. Un afán que acaba de atropellar al afán de ayer, es ya atropellado por el afán de mañana. En fin, no sabemos aquietarnos. Aquietamiento no es inmovilismo, sino probablemente lo contrario. Creo que late una dinámica asombrosa en el fondo del espíritu de muchos hombres pacíficos, tranquilos. La serenidad es una poderosa fuente de energía. Los místicos –por poner un ilustre ejemplo– son una prueba elocuente de actividad honda, operante y a veces avasalladora. Pero ahora no podemos permitirnos esos lujos del espíritu. Es una pena que confundamos movimiento con desplazamiento de lugar. La devoción hacia la velocidad viene de ahí. El uso del automóvil o el avión, asidua e irremediablemente, hacen que se crea que un hombre de negocios tiene el alma más activa que un filósofo. Lamentable confusión de planos. Kant, a lo largo de su vida, no viajó nunca cien kilómetros más allá de su ciudad, Koenisberg. En cambio, ¿no existe una especie de inercia en la disposición anímica de muchos ejecutivos?

Puede que si ahora se padecen más infartos sea porque el corazón se vuelca en emociones de intenso ritmo intermitente y no en pasiones de ámbito ancho, de largo alcance. Las personas excesivamente inquietas no saben que para pensar y sentir de verdad la vida hay que pararse de vez en cuando un poco. ¡Cuánto movimiento hacia adentro, genuinamente fértil, cabe dentro de cada una de estas paradas!

Me planteo esta cuestión en este tiempo de Cuaresma. No me da rubor, no experimento ninguna vergüenza, diciendo que la Cuaresma me sienta bien. Estas costumbres del viejo cristianismo son muy sabias, ayudan a detenerse en la carrera, a abstenerse en el mercado. Los ascetas, además de fortalecerse mediante una vida coherente cristiana hecha de renuncias, alcanzaban casi siempre la vejez porque se guardaban como una tentación de toda abundancia. Este mundo se ha puesto demasiado rico. Nuestra pobreza consiste en que queremos ser tan ricos como el mundo lleno de incitaciones por todas partes. Deseamos demasiado; ahí radica todo el mal. San Francisco, Santo Domingo, San Bernardo, San Juan de la Cruz, enseñaban al hombre a concentrar sus múltiples deseos en un solo y grande deseo. Lograr esto es más difícil ahora, cuando el mundo aumenta la oferta de sus comodidades y el tamaño de sus goces. Es como si el mundo se hubiese hecho tan atractivo que se presentase como el rival de Dios. Decía François Maruriac que si la lujuria es gran pecado, ello obedece a que el fulgor deslumbrante de sus goces, ciega de tal manera que, momentáneamente oculta la perenne y fuerte luz del Señor. Cabe decir igual de infinitas exuberancias que nos rodean. Vivimos en el reinado de las cosas, más potentes que nunca en la historia. Disimulan todas su entidad, al fin poco significante con bellísimos disfraces. Del mundo creado por Dios queda, en su antigua pureza, nada más el campo. La civilización ha puesto una linda máscara a todo lo demás. ¿Nació la civilización para ayudar al hombre, para dignificarlo en su lucha contra la Naturaleza? Sí, pero abusó de su encargo. Ya la civilización está humillando, aboliendo al hombre. Dio su “golpe de Estado”...

Véase por qué, la Historia hoy necesitaría de una universal y generalizada cuaresma. No es preconizar otra Edad Media –que, en cierto modo, el medioevo fue eso– porque todo es irrepetible. Pero es obvio que no sabemos aquietarnos, entre tanta riqueza ambiental que estorba el paso entre la radical pobreza de los hombres uno a uno y la verdad sin fallo de Dios. Tenemos que “movernos” hacia Él. No sabemos por qué nos paralizan las múltiples e insaciables inquietudes de pequeñísimo radio que nos cercan.

Contemplo la reproducción de un dibujo al carbón de Alberto Durero. Figura el esqueleto de un jinete guerrero sobre un caballo también esquelético. Dinámico y furioso juego de huesos en acción de lucha. Se titula el dibujo “Memento mei” y está fechado en 1505. La intención del dibujo de Durero parece clara: “Todas nuestras guerras a cualquier escala –sobre todo a escala personal– ¿qué son sino pequeña lucha de la muerte, cabalgando sobre la muerte contra la muerte?”. El dibujo invita al recuerdo de la vanidad que yace sobre muchas de nuestras acciones y anhelos en lucha para la conquista de las cosas.

Deduzco que hay que reaccionar contra el mundo excesivo, optando por enriquecernos no a costa del mundo, sino a expensas de nosotros en la esperanza del Señor. Oigo la réplica a coro de los muchos posible contradictores: ”¿Vamos entonces a renegar del mundo, obra divina, vamos a espiritualizarnos hipócrita y orgullosamente, olvidando estas realidades que nos cercan, nos acarician, lastiman, atraen y levantan en dionisíaca y pánica exaltación vital?”. Me sé de memoria estas objeciones. Las conozco desde muchacho. Pero sí: es cierto que este mundo es obra de Dios y hay que quererlo. No tenemos que esforzarnos; lo queremos ya todos, espontáneamente. Pero no se trata de prevenirse contra el mundo del Señor, sino de advertirse contra ese otro mundo superpuesto, más bien ortopédico, que nos tapa nuestro fondo, que nos borra la perspectiva de las verdades y el afán de Dios. Tampoco es cosa de luchar contra una civilización que nos enmarca. Es que, como civilización y cultura han pasado a una postura dominadora, como han desviado su misión, resulta que cualquiera de las facultades humanas que conforman la auténtica libertad están en situación de “alguaciles alguacilados”. Y todo esto pide una solución, un remedio. Pide una cuaresma. Que es tanto como pedir una rebelión.

(Diario IDEAL, 25 de marzo de 1977)

miércoles, 24 de febrero de 2010

CUARESMA, TIEMPO FUERTE




Una bella, noble reflexión en el último número de “Galduria”. Se le llama a la Cuaresma «tiempo fuerte». Ni gustoso, ni penoso, ni difícil ni agradable, sino sencillamente, simplemente FUERTE.

Y es que la Fortaleza es virtud-base en el Cristianismo. El verbo hecho Hombre, vino a redimirnos; y para hacernos dignos de nuestra salvación quiso que nos liberásemos por dentro; nos pidió que volteásemos nuestro espíritu alzando lo hundido y abatiendo el pobre énfasis de lo que se exhibe encaramado. Las Bienaventuranzas entraman ese volteo épico. Y digo épico porque su cumplimiento significa la mejor hazaña. El paganismo ponía como modelo, como paradigma, los Siete Trabajos de Hércules. Lindas fábulas para el asueto y divertimiento literarios. Pero Cristo, que no es mito, sino Eternidad e Historia al par, nos propone los Ocho grandes Ejercicios Cristianos de la Bienaventuranzas.

Sublime ascesis, gran entrenamiento para presentarnos fuertes ante el Fuerte. «¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal!». Queriendo la pobreza, la mansedumbre, la paz, la limpieza de corazón; exprimiendo las lágrimas hasta sacar de ellas clara esencia de identificación cristiana; haciendo del hambre y sed de justicia no una protesta agria, sino un programa de constante, serena y generosa atención; reconociendo en la humildad (no proclamada en banderas, sino entrañada y vivida, sin gesto y con naturalidad, en el fondo del espíritu), la auténtica credencial que nos ratifica la propia fe..., entonces somos fuertes. Fuertes más allá de la alegría de papel, es decir, de la alegría de placer. Fuertes más allá del llanto inútil, para saber ceñir el dolor a los lomos de la clara comprensión de un Amor que espera con la fe. O de una esperanza que cree firme con el Amor. O de una fe que espera ardientemente en el genuino Amor.

La Cuaresma nos invita a la Fuerza, al vigor, a la juventud de ánimo, a la energía renovada del Bien cimentado en la gracia del Señor: sustentada por el Vino que, en hervorosa –fervorosa– expresión paulina, «engendra vírgenes».

Y todavía hay por ahí gente, obtusa de tópicos, que cree que la Penitencia que predica la Cuaresma, es dimisión y desistimiento, envejecido hábito de debilidades mojigatas. Todavía, Dios mío, hay cristianos –y precisamente los que se proclaman más avanzados– que no han entendido el Cristianismo.

(REVISTA “GALDURIA”, 1978)

martes, 23 de febrero de 2010

PUNTO DE MEDITACIÓN



(Por estas fechas, hace cuarenta y siete años.... Grandes daños en Andalucía por la violencia del temporal. Hablan los ministros, dan cifras. Muchas familias han quedado sin hogar. Cuatro mil novecientas casas convertidas en escombros.)


... Las provincias andaluzas han rivalizado en la catástrofe. Sarcástica rivalidad. Una zona muy afectada ha sido la Loma de Úbeda. Por los cerros famosos, también ha hecho acto de presencia la desgracia Aún no terminada la recolección de aceituna, el temporal flageló los olivares y los cultivos, hasta alcanzar aproximadamente unas pérdidas de veintisiete millones de pesetas. Está abril, ¡ay!, aguardando en la puerta y, este año la primavera va a llegar enlutada... Hoy hacía sol. Un sol todavía acorralado por las nubes, afanoso de romper el cerco. He salido al campo. Pero... ¿no habéis visto alguna vez un olivo muerto? Yo vi esta mañana más de uno abatido, arrancado, hundido entre el barro. Todavía con sus aceitunas sin recoger, circunstancia que hacía más patética, más impresionante su drama.

Luego he pasado junto a los restos de muralla islámica que circundan la ciudad. Los árabes amurallaron Úbeda y, después, en el reinado de Sancho el Bravo, fue reconstruido el recinto. Desde hace tiempo la muralla, leprosa, es nido silencioso, en ruinas, de evocaciones y nostalgias. Ahora el vendaval, ha ironizado a costa de sus piedras. ¿Quién se acuerda del Valí de Jaén, Hacxen-ben Abdakazis, que la mandó edificar? Los sillares que se amontonan hoy junto a una humilde vivienda son contemporáneos suyos. Hoy..., ya veis lo que ha pasado ayer: un alud de historia jubilada que se despeña sobre este remedo de casa, sobre esta imitación de hogar.

¿Cuántos sucesos semejantes en el Sur de España? ¡4.900! Esta cifra nos señala un punto de meditación. Son muchos los pueblos andaluces en los que la autoridad ha dispuesto el alojamiento de los siniestrados en los edificios públicos. Uno de ellos es Ubeda. Así, la situación de emergencia se ha resuelto. Ahora se aguarda el remedio definitivo y eficaz, Y ocurre pensar que, quizás, este temporal ha sido un aldabonazo. No se puede vivir “en alegre y confiado” mientras hay viviendas de gentes sobre las que se cierne la amenaza; ésta, situada junto a la fallecida muralla árabe (en período avanzado de descomposición), es todo un símbolo.

Hay daños que, probablemente, no pueden evitarse ni prevenirse. De tal especie son los que el temporal ha infringido a los campos. Ante el olivo arrancado, hundido en el barro; ante los trigales tronchados, ante los arrasados cultivos, ¿qué podemos hacer sino remediar el mal en lo posible? Pero, en cualquier caso, nos declaramos irresponsables, impotentes para evitar que el mal pueda llegar a producirse algún día. No obstante, a la vista de unas viviendas, de unas cuevas, de unas chabolas devastadas por la lluvia y el viento, al hombre, a todo hombre, incumbe un tanto de culpabilidad.

(ABC, 1963)

viernes, 19 de febrero de 2010

LLUEVE EN LA CIUDAD



Pienso que la lluvia nos vuelve más íntimos y nos amiga; nos une con nosotros mismos. Es estupendo sentirnos en paz; comulgar con lo más antiguo y noble que en el propio ser existe. ¿No es éste el primer paso para complacernos, amigos, de cuanto nos rodea?. La envidia, más que tristeza del bien ajeno es mal humor de la infecundidad propia. Mal humor que, de rechazo, arremete contra cuanto advierte en torno. ¡Qué curiosa cosa es el mal humor! Se resiste peor que el dolor. Y se puede vivir con una tristeza siempre a cuestas y entonces, la tristeza se ahorma al alma que la lleva, pero el mal humor es una aspereza interna de la que, en cierto modo, nos sentimos autores y responsables. Por eso nos hace tanto daño.

Está lloviendo. Una lluvia lenta que trae conciencia de nuestros profundos silencios. Una lluvia para darnos cuenta de aquella “música callada” y de aquella “soledad sonora” que yacen bajo el estruendo implacable en que se consuma el eclipse: el “ocultamiento progresivo del hombre” que denunciaba Miguel Delibes. ¿No se habla demasiado del subconsciente? ¿no se pretende hacer de sus erupciones el motivo primario de la manera de ser que termina venciendo, antes o después, a la manera de estar?. Sin embargo, más hondo está el espíritu. El espíritu zona para la paz cuando se le deja, cuando no se le amordaza.

Esta lluvia fina, cernida; esta melancolía de la tarde gris –gris sin remedio–, me inclina a pensar que existen también auténticas represiones del espíritu . El espíritu, más centro que el subconsciente, es magma ardoroso, fluido, versátil. Y cabe argüir que si el subconsciente sufre la censura de la conciencia y del super-yo, el espíritu –aún más oculto, más tapado– soporta una presión, un acoso mucho mayor. Rara vez se siente libre. Siempre es él el censurado. Realmente, el alguacilado es él. No es él el alguacil.

Está lloviendo. Y en la tarde plomiza se lavan los recuerdos. Y todo el pasado, purificado, se nos acerca. ¿Pasó el pasado para siempre? Ciertamente, hay extensiones inmensas de tiempo lejano anegadas en el olvido. Hay un tiempo que se fue irremisiblemente. Pero hay otros ayeres que se nos quedaron, que llenan nuestros huecos, que nos asisten e iluminan. Es lo pretérito que se pasa por el corazón, que eso es el recuerdo : recuerdo. “A soñar, pues, lo que se queda”, escribía Miguel de Unamuno.

Y como no todos los ayeres se desmayaron definitivamente, sino que hay sucesos, lances, emociones que entran a formar parte, probablemente para siempre, de nuestro caudal, acaece entonces que tales vivencias, al incorporársenos, ganan luego en pureza lo que pierden en actualidad. Lo que se queda, desvinculado ya del tiempo, hila y devana la honda textura del alma. Con lo que queda, desprovisto de inminencias y de urgencias, vamos haciendo nuestro patrimonio, componemos las ideas y sentimientos que de verdad son genuinamente nuestros.

Porque no nos pertenecen del todo las sensaciones que, incesantes, nos cercan con su reclamo. La actualidad es sensacional y sensacionalista, tiene color, calor y ruido. Y son esos accidentes los que obstaculizan el oculto ímpetu de lo mío, exclusivamente mío. Y así la actualidad, cuando ya no es actualidad, cuando pasó, se ha llevado lo que es de ella y nos deja lo nuestro. Una cosa es el pasado, y otra muy distinta, nuestro pasado.

No se acierta a explicarlo bien, pero lo experimentamos: una tarde de lluvia nos sitúa en el margen intemporal del espíritu, nos comunica delgada, delicada, misteriosamente con la pura desnudez propia, íntima. Soledad, silencio y un tanto de nostalgia, hacen clima a verdades que no aciertan a sostenerse de pie entre el zarandeo bullicioso de los pujantes días estivales.¿Hay más vida en el verano que en el otoño o en el invierno? Si; se derrama la vida en las madrugadoras mañanas de junio. Pero falta por saber si aquélla vida supernumeraria, desbordada, es mejor que esta concentrada vida esencial a que nos hace regresar la lluvia de una tarde de noviembre...

“Llueve en mi corazón como llueve en la ciudad”, poetizaba Rimbaud. La vida endurece; nos esclerotizan –y quizá nos mineralizan, nos llenan de usos y costumbres opacas, con apagamiento de la luz interior–, nos hacen un poco de piedra, digo, los dolores y alegrías que vienen y van. ¿No sirve entonces la humedad de los recuerdos –la lluvia cordial– para reverdecer primaveras?. ¡Qué paradoja! Se puede uno sentir más joven entre la lluvia ya que ella –la sin tiempo– quita lastres a la persona y la reduce a su limpia agilidad, facultándole para cualquier evasión.

Nadie debe pretender la constante juventud. Eso –decía Keyserling– es casi una obscenidad, si la juventud se entiende como la apoteosis fisiológica de una insultante y avasalladora buena salud. Hay, en cambio, otra juventud de la que se puede seguir viviendo, aun cuando la muerte esté cerca, aun cuando la muerte venga y a por los arrabales, y que no consiste tampoco en la alegría que viene de la carne o de la sangre, sino que más bien procede de la limpieza de corazón. Y está claro que esto de la limpieza de corazón es, en casi todos los casos, un don del espíritu para el espíritu. Y compatible –¿por qué no?– con un bello apagamiento de sutil tristeza.

Yo alguna vez he llegado a imaginar que en Dios se da la síntesis de alegría y tristeza en decantación purísima. Quiero creer que hay en el Señor una alegría sin placer y una tristeza sin dolor; es decir, una verdad esencial de Amor sin accidentes. Y por eso siento no sé qué especie de aleteo divino entre la lluvia.

Está la calle en soledad. Resbalan, uno sobre otro, los silencios. Hay en el alma una apertura de melancolías. Nostalgia de lo que fue. Nostalgia de lo que no ha llegado. Llueve en la ciudad, llueve en el corazón. Y entre la lluvia germina un fervor nuevo, de radio infinito.

Oír, oler, ver, mirar la lluvia hasta lograr quedarnos con su lección.

(Diario ABC, 1974)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Alvaro)

martes, 16 de febrero de 2010

ANECDOTARIO DE CARNAVAL... (EN 1950)



Uno se figura siempre a sus antepasados como unos señores muy formales. Uno los ve en los viejos, amarillentos, retratos familiares. Tienen un gesto, amenazador casi, presidiendo la sala o el recibidor. Quizás esgrimen, como un sermón en contra de la “frivolidad” del bigotito moderno, la pronunciada solemnidad de sus patillas decimonónicas. Hasta puede que ostenten, como una enseña, su alto, magnífico, grandilocuente, prosopopéyico sombrero de copa...

Uno se figura siempre a sus antepasados envarados y arrogantes, ceremoniosos y ordenancistas. Y sin embargo... sin embargo nuestros antepasados, cuando llegaban estos días de Carnaval, abandonaban por lo visto su engolamiento, dejaban el sombrero de copa encima del sofá y sacaban de esos viejos baúles del desván, el policromo, maravilloso traje de Arlequín... ¿Os figuráis a esos rostros adustos, de los antiguos retratos, ocultos tras una grotesca carátula, coloradota y absurda? Pues es de suponer que sí, que más de una vez esos antepasados renunciaron a su gesto para la posteridad, a su gesto de retrato, para lanzarse, escudados por el antifaz, a las más increíbles travesuras... Huían de ellos mismos, cuando huían de la formalidad. Tenían de sí mismos un concepto elevado, y para hacer algo que no les pareciese apropiado, procuraban, por todos los medios a su alcance, no ser ellos. Sentían entonces la necesidad de cubrirse con el antifaz.

...Había algo que los diferenciaba de los tiempos de sus descendientes. Nuestros antepasados decían, cuando se sobrepasaban: “Esto está mal, pero me gusta”. Nosotros decimos: “Esto me gusta... luego está bien”.

...¿Serán ciertas estas diferencias? ¿Será por eso por lo que, desde sus retratos, nuestros antepasados –a pesar de sus travesuras de carnaval– parecen mirarnos con gesto amenazador?

...Porque en aquellos tiempos puede que el carnaval fuese una cosa que mereciese la pena; algo bonito. No se explica si no, que ellos, tan serios, abandonasen, por el disfraz, el sombrero de copa. Aquello desapareció, como desapareció luego también el Carnaval. Los que ya no somos unos jovencitos asistimos a su defunción. Todo había ido ya degenerando... El carnaval resultaba una válvula abierta a la chabacanería. Las comparsas habían degenerado en murgas. De la máscara no restaba mas que la mascarada, la diversión se reducía a alboroto... En definitiva, nosotros alcanzamos a ver el Carnaval cuando ya el Carnaval se había quitado el antifaz; un carnaval desarrapado y sucio, sin gracia y sin arte, que desde luego no hubieran aceptado nuestros dignos antepasados... Se quitó, digo, su máscara el Carnaval, se destocó de toda delicadeza, de toda galantería. Ya no pudo engañar a nadie...Y se fue.

(...O eso creíamos.)

domingo, 14 de febrero de 2010

FÚTBOL EN ÚBEDA




(...) El deporte, o se hace, se practica, o no es deporte. Esa legión de aficionados que sin jugar al fútbol, sin ver fútbol, pasan la semana comentando los últimos partidos y resultados de la Liga, no pueden llamarse propiamente aficionados.

(...) El deporte, reducido a la lectura de la prensa deportiva, se convierte en una pasioncilla vulgar... Todos, confesémoslo, hemos tenido esa época de acaloradas discusiones, dignas de mejor causa, sobre el valor de tal o cual figura futbolística. Iparragorri, Quincoces, Regueiro... que eran antes; ahora, Mundo, Campos, Germán... ¡qué se yo!

(...) Afortunadamente, la noticia que nos llega de que en Úbeda habrá pronto un equipo de fútbol, ha llenado de alegría a la afición. No será sólo en el “Marca” donde la juventud pueda buscar el espectáculo de los goles. Dejará de ser para muchos el deporte del fútbol una cosa inasequible, casi romántica. Todo volverá a su sitio. Nos ocuparemos menos del Valencia y del Atlético de Bilbao y pensaremos en lo que tenemos cerca. Nos interesará menos Germán –por ejemplo– que “Botarras”...

(Diario JAÉN, 2 de febrero de 1943)

martes, 9 de febrero de 2010

ACEITUNEROS



Importa –importa mucho– el "fenómeno social" del aceitunero. En nuestra provincia se ha escrito bastante, hemos escrito todos mucho, acerca del olivo. La economía, la poesía, el folklore, la liturgia incluso, tienen en el olivo un buen tema. Pero, ¿y el aceitunero, qué?

El aceitunero –y por supuesto, la aceitunera– despiertan cada mañana, en nuestros campos, la sonrisa del alba. Porque el alba amanece seria y yerta. Pálida. No sonríe hasta que las aceituneras con su júbilo hondo, con sus cantos, fuerzan la salida del sol y la música de los pájaros. El olivar se ha aquietado en la noche bajo la escarcha, y su silencio es patético como un gemido. Pero llegan los aceituneros al "tajo" y el aire, entonces, se hace aire de fiesta. ¿Fiesta? No será porque el trabajo es leve; no será porque los aceituneros vengan al olivar en viaje de placer; no será porque el hielo de las veredas no haya flagelado antes manos y pies y rostros y palabras. Pero la alegría sopla donde Dios quiere, y estos valerosos hermanos nuestros –estos hombres y mujeres del olivar– conservan todavía, impresa en lo hondo de sus vidas, una receptividad para la dicha original, prístina, no contaminada, que la naturaleza y sólo la naturaleza sabe repartir. ¡Cuántas mañanas, nosotros, gentes de la ciudad, nos debatimos en el último sueño, alanceado de pesadillas, que precede al despertar! Pero ellos, los aceituneros, desperezados ya, pasan mientras bulliciosos ante nuestra ventana y bajo nuestro balcón. Pasan desplegando la bandera de su afán, de su laboriosidad. Pasan alegres porque "van a trabajar". ¿Nos hemos puesto s pensar alguna vez en el drama íntimo de unos hombres que buena parte del año no encuentran trabajo; y en que, por eso, el trabajo hallado representa para ellos un placer? ¡Ah! Nuestro placer es muchas veces el descanso. El descanso adornado de diversiones... Y estos aceituneros se divierten pensando en el importe de un jornal, de unos jornales capaces de redimir necesidades familiares urgentes: los zapatos del niño, el abrigo de la moza, el jersey del chaval. Cuando no el pan nuestro de cada día, cada día regateado...

¿Por qué habíamos de ponernos lacrimógenos? Lo que va escrito no es para el fomento de la literatura sensiblera. Lo que va escrito es una realidad. Innumerables hombres de la provincia de Jaén viven mal todavía y su nivel económico no es, ni mucho menos, deseable. La recolección de aceituna es una "ocasión" que se brinda a estas gentes –a estos hermanos nuestros, a estos hombres a los que estamos obligados a amar como nos amamos a nosotros mismos– para remediar un tanto su precaria situación. Ellos van alegres y cantando al "tajo". Van contentos porque Dios lo quiere. Pero esta alegría debe avergonzarnos, debe sonrojarnos a muchos. A todos cuantos para estar contentos necesitamos no ya el pan cotidiano, sino el "más" cotidiano. A todos cuantos hacen posible la extrema pobreza con su extrema riqueza. A todos cuantos nos debatimos en el último sueño, torpedeado de pesadillas, mientras ellos caminan recibiendo en sus rostros el saludo del sol recién izado sobre las lomas, sobre los llanos...

(ASÍ, 26 de enero de 1969)

martes, 2 de febrero de 2010

EL SILENCIO DE DIOS



Nuestro tiempo no tiene la virtud del silencio. Hoy, todo se dice, nada se calla: todo se publica. Contra la virtud del silencio, el vicio de la publicidad. Si hubiera que simbolizar a la época con un objeto, con un instrumento, no cabe duda que elegiríamos el micrófono. Es decir, en un tiempo en que la predicación sagrada no está de moda, hay cátedra abierta, hay púlpito, no ya para todas las novedades ideológicas, científicas o literarias, sino para todas las marcas de vinos, de detergentes y de hojas de afeitar. Y la mercería –si atendemos a una emisión de televisión o leemos el periódico– tiene mucho más predicamento que la Filosofía...

Esta es la causa de que produzca cierto “escándalo” entre las gentes el silencio de Dios. Porque resulta que es Dios el único que no grita en medio del griterío. En esta algarabía, en esta promiscuación de voces desgañitadas, en esta asamblea indisciplinada de ruidos, no suena, no se deja oír la música divina. ¿Por qué?

Algunos cristianos impacientes, más o menos ingenuos, quisieran que Dios, de pronto, empezara a hacernos señales claras, visibles, que evidenciaran su presencia. Pero, ¿cuándo Dios ha dado en el mundo señales así? No las dio en Belén, no las dio en Nazaret, no las dio en el Calvario. Si sus señales hubieran sido alguna vez evidentes, nadie hubiera dudado de El. Pero El murió en la cruz, precisamente porque renunció a las señales visibles. El nos redimió, huyendo, precisamente, de toda publicidad. Murió y vivió sin “periodistas”... ¿Acaso se dio a conocer a los historiadores? ¿Qué cronista romano dedicó un capítulo entero a Cristo?

Pienso que supone una tremenda ignorancia el creer que Dios va un día a romper su silencio. Desconocen su esencia quienes pretenden un Dios siempre manifiesto, esgrimiendo acá y acullá el argumento del milagro, por ejemplo. Milagros hubo y hay. Milagros indiscutibles existieron y existen. Pero los milagros son excepciones del maravilloso silencio de Dios. Y, de otra parte, los milagros rara vez sensacionalistas –como los querría el mundo–, son casi siempre, por así decirlo, milagros disimulados... Lo exige así la índole de Dios. Dios que, por ser cierto, no es exhibitorio. Dios que, al ser verdad, no busca la “propaganda”. Después de la Transfiguración, Jesús dijo a Pedro, a Santiago y a Juan: “Callad, no digáis nada de lo que habéis visto...” He aquí una postura, una actitud radicalmente opuesta a la que adoptan los líderes políticos, los artistas, los deportistas y los simples fabricantes de un nuevo pienso artificial.

Es que Dios es siempre y ante todo, otra cosa. Y sus Categorías no son nuestras categorías. Es inútil buscar al Señor entre el ruido vociferante. Es completamente inútil. A Dios hay que hallarle en lo hondo del silencio y en lo profundo del corazón. En lo hondo del silencia y en lo profundo del corazón es donde la voz del Señor suena. Porque –lo dice la Escritura– adoramos a un “Dios abscóndito”, a un Dios escondido. Se le oye en la soledad. Y esto es lo que hay que predicar a voz en grito a los cristianos: Haceos un espacio de soledad, un espacio de silencio para que en él se manifieste el Señor.

¿Por qué impacientarse por el “silencio de Dios”? El silencio es el estilo, es la señal de Dios. Es su signo. Los mismos Sacramentos que nos dan la Gracia, ¿qué son sino milagros disimulados que a diario opera el silencio divino? Sólo se publicará patentemente Cristo en el último día, cuando vuelva “rodeado de pompa y majestad a juzgar a los vivos y a los muertos”. Antes, no.

(16 de febrero de 1969)