BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

jueves, 27 de mayo de 2010

LOS SILENCIOS DE ÚBEDA




Todavía quedan silencios en Úbeda. Hay mucha gente que va en busca del ruido, del alboroto, pero, en el fondo, quizá lo que buscan es el silencio. Claro: es que la gente se confunde. Ha oído muchas veces lo del «silencio de las tumbas» y le da miedo de la palabra. No; pues no señor. El silencio no es muerte, sino espacio de la vida. De vida interior, de vida de dentro. El silencio es el sitio de los grandes hallazgos para el amor y para el conocimiento. El silencio es el lugar donde nos enteramos de quiénes somos, de quién es Dios y de quiénes son los demás. Esto que digo no es literatura: esto es verdad. Si usted, amigo mío, no se calla un rato cada día, si no se retira para unirse consigo mismo, si no avanza a su rincón interior doblando el ramaje de ocupaciones y preocupaciones y frivolidades que impiden y estorban la toma de contacto de su intimidad, pues, usted, perdone que se lo diga, está perdiendo el tiempo lastimosamente, y, a lo mejor, algún día se muere sin haber llegado a enterarse de quién es.

Pero es que para el silencio se necesita ambiente. Por eso nos gusta de vez en cuando encontrar sitios para el aparcamiento. Dejar los vehículos de ideas confusas, de pasiones, de ambiciones que nos traen y nos llevan –¿nos traen y nos llevan a dónde?– y dedicarnos unos instantes no a la acción, sino a la contemplación. Bien. Pues Úbeda que fue el lugar de tránsito del contemplativo Juan de la Cruz – quizá el contemplativo más ilustre de todos los tiempos– es «buen suceso», es «ocasión», para decir lo de «ahora voy a descansar». Bien entendido que el descanso –este descanso espiritual de que yo ahora hablo– no es la pereza, ni precisamente el ocio. Este descanso que da, que induce o que contagia Úbeda, es otro trabajo. Ahora bien, trabajo fecundo, estimulante, en el fondo gozoso, de pararse para ver mejor lo de afuera y lo de dentro. No seamos frívolos. No se trata de decir solamente que los monumentos de Úbeda, que el arte de Úbeda, que la historia de Úbeda, que la belleza de la ciudad, son un excelente marco. Marco para unos Juegos Florales, o para una procesión, una representación clásica, un amor… No: eso no sería todo. Tampoco hay que poner demasiado ahínco en favorecer un turismo mayoritario en la ciudad. Sería muy comercial, pero destruiríamos los silencios de Úbeda –los de las plazas y calles de la parte antigua del pueblo– que es lo que más interesa. El día que veamos el interior de El Salvador invadido, en todas sus estancias y capillas, de rubios anglosajones despechugados, máquina fotográfica en banda…, nos darán en cifras el aumento turístico de Úbeda, pero la ciudad convertida en pasto público del ansia viajera –más bien histérica– que ahora nos contagia, perdería muchos de sus encantos. Esta claro que Úbeda debe ser más conocida. Pero los «silencios» de Úbeda se vendrían abajo si sus visitantes van a pertenecer a esa clase de personas que no saben llevar un silencio dentro de sí mismos.

Unamuno escribía de las ciudades «reposaderos». Úbeda es una ciudad así. Úbeda infunde serenidad. Mirar la fachada del Palacio de las Cadenas es un sedante. Nos causan mucha más y mejor simpatía los visitantes que se ponen a mirar, a mirar –a mirar y admirar– a Úbeda, a Úbeda en sí misma, que los que vienen a patearla en función de las fotografías que de sus monumentos van a obtener, retratando a su mujer, a su novia o a sus chavales, con El Salvador o la Casa de las Torres de fondo. Les importa la fotografía y no les importa el monumento. El tiempo que deberían emplear en callarse para ver – para ver y sentir, para sentir y soñar o rezar– lo emplean en enfocar, colocar el grupo, graduar la cámara, repetir que todo es estupendo, pero que ya han visto bastante. ¡Eh, que no! Que en Úbeda nunca se ve bastante... Que si usted viene a Úbeda nada más que para hacer cuatro fotografías y preguntar luego cual es aquí el plato típico, se va usted de Úbeda sin enterarse. ¡Que usted, amigo, debe venir a Úbeda principalmente para mirar y callar hasta que le suene dentro esa «soledad sonora» y esa «música callada» de que escribía San Juan de la Cruz!

Y punto y aparte.

(Publicado en Diario Jaén, el 27 de septiembre de 1973)

(Fotografía: Miguel Ángel Lechuga Álvaro)

martes, 25 de mayo de 2010

LAS CRISIS




Cuando yo era niño la palabra “crisis” se aplicaba casi exclusivamente a los Gobiernos y a las pulmonías. Estas hacían crisis a los siete días después de declaradas y los enfermos, entonces, o se morían o iniciaban una “franca mejoría”. En cuanto a los Gobiernos, la “crisis” —volcado el ministerio de turno por situación parlamentaria adversa— llevaba anejo el espectáculo de las “consultas”. Llamado por el Jefe de Estado —rey o presidente de la República— desfilaban por palacio las personalidades políticas más destacadas de la nación y cada uno hacía, a la salida, sus declaraciones a los periodistas. Subsiste este uso en los países de régimen democrático, sobre todo en Italia, donde los gobiernos suelen estar en situación de crisis la mitad aproximadamente de su vida. En cuanto a las pulmonías, desde el invento de los antibióticos acá, carecen ya de aquellos tremendos días críticos. Casi todas se resuelven sin drama y a veces con menos complicaciones —como todo el mundo sabe— que los catarros.

Pero ahora las crisis, en un mundo caracterizado por su inestabilidad, están a la orden del día en todos y en cada uno de los aspectos de la existencia. La palabra salta a cada instante, cualquiera que sea el tema de una conversación, de un libro, de un discurso, de un artículo de periódico. ¿Conocen ustedes algo, ahora, que no esté en crisis? Si se ha pasado la tarde trabajando habrá comprobado que en la parcela de su actividad todo o algo se cuartea: en el campo, en la economía, en la industria, en la productividad, en el comercio, en la política, en la enseñanza. Pero es que si usted (para hacer un paréntesis) ha decidido divertirse un rato o unas horas, enseguida, a su alrededor, suena igualmente la palabra impregnada de las mil adherencias del descontento. ¡Pobre cine! Está en crisis. ¡Ay, del “planeta de los toros”! Esto se acaba. En cuanto al fútbol, ¿cómo vamos a superar la situación? Lea el periódico. La primera pregunta que se hace siempre a un hombre célebre es si la literatura está en crisis, si se dedica a escribir; si está en crisis el teatro, si es actor o autor; si está en crisis la familia, si se trata de un moralista o de un padre de familia numerosa. De crisis religiosa hablan los sacerdotes, de crisis de la ciencia los científicos, de crisis metafísica los filósofos y... de crisis depresiva, usted, yo, cualquiera en una de las “horas bajas” que a todo el mundo acometen.

Parece claro que bastantes de estas crisis, declaradas, peroradas, llevan mucho cuento dentro. Mucha de la pomposa problemática actual cuando se la mira detenidamente, cuando se le buscan las tripas, ¿no recuerda el “parto de los montes”? Porque hay muchos profesionales de la problemática, empeñados en sacar punta afilada e hiriente a múltiples sucesos cotidianos que carecen de importancia. Y hay mil cosas que se resuelven solas, pero una legión de problematizadores se empeñan en que no. Por ejemplo, hace unos días ha caído en mis manos el libro de un pedagogo. El libro se titula aproximadamente así: “Problemática que plantea el aprendizaje de la lectura a las luces del estructuralismo”. Y yo he pensado: Pero, hombre, si siempre, antes o después, los niños aprendían a leer, y la problemática se reducía al trabajo del maestro y al talento del chiquillo. Pero no me hagan ustedes caso. Actualmente son numerosísimos los adeptos a la problemática del estructuralismo. Si se empeñan en demostrarle algún día que el estructuralismo es indispensable, no ya para el estudio comparado de las literaturas, sino también para la organización de su excursión dominical o para la sistematización de su aperitivo, yo le aseguro que usted entra por el aro. Ya que el apostolado estructural, como antaño el apostolado cristiano, se preocupa de todas las vertientes de su actividad y de los rincones todos de sus ideas.

Cierto que se predicen crisis que no lo son y que vivimos un tiempo en que se presume de ellas, y que hay quien las ostenta como sortijas deslumbrantes para llamar la atención. Sin embargo, ¿cómo negar que en sus cimientos, nuestra Cultura, nuestros usos, nuestras ideas, nuestros supuestos éticos se tambalean? Y esto sí que es verdaderamente grave. No es preocupante que un cantante, un torero o un futbolista se lamenten de los problemas más o menos artificiales de su reducido —pero bien voceado— mundo. Sí lo son, en cambio, sí son para consternar, las “crisis” que “sotto voce”, en libros no publicitarios vaticinan los hombres de pensamiento, con respecto al futuro de una Humanidad que tiende a desustanciarse, a vaciarse de sí misma. Husserl ha escrito de la “crisis de la Ciencia como expresión de la crisis radical de la vida de la humanidad”. Es que nos fallan todas las teorías que han servido de cimiento a nuestra civilización, al tiempo que se abren posibilidades asombrosas a la técnica, a la Cibernética. Falla desde Plank el “continuismo físico”. Falla desde Heissemberg el principio de determinación. Falla desde Einstein la concepción clásica del espacio. Diríase que el suelo de la Ciencia se volatiliza, pero que quedan rodeándonos —y quizás ahogándonos y deshumanizándonos— todas las aplicaciones técnicas de unos principios que parecían eternos. Es decir, huyen las leyes que presidieron la creación de la maquina y queda la máquina, pólipo inmenso capaz (?) de suplantarnos.

Peor aún que las crisis, remontando la Ciencia, ataquen los subcielos y los cielos metafísicos. ¿Se tambalean las leyes físicas? Peor si se tambalean los conceptos. ¿Periclita Newton? Parece más irremediable que se eclipse o que decline Descartes. Y eso se deduce de quienes postulan la “lógica de la contradicción”, trasladando a la filosofía los terremotos de la ciencia.

Bien. Cuando se demuestre que las leyes físicas del Universo no son tales que los conceptos carecen de entidad propia, queda la apelación a lo teologal. Pero ¿para quienes? La Teología no tiene prensa. Uno entiende, no obstante, que puede ser, que será, el último reducto de una Cultura de la que fue el primer asidero. Ciencia y Filosofía —emancipadas— fueron desmontando poco a poco los sillares teológicos. Ahora, desmontadas piedra a piedra las teorías filosóficas y científicas, ¿no habrá que recurrir de nuevo a la “credibilia”? La esperanza hoy consiste en creer que no va a perecer Sansón agarrado a las columnas del templo que destruye. Pero para eso Sansón necesita de Dios.

(IDEAL, 26 de octubre de 1972)

martes, 18 de mayo de 2010

Temas andaluces. SOBRE EL TRABAJO



Lo de un gitano:

–Mira, payo; yo, listero o algo así. Un empleo de poco trabajo y muy lujurioso.

Y quería decir muy lucrativo.

La lata es que cuando se habla de personas que no dan golpe, mucha gente de por ahí piensa en Andalucía como en la patria adoptiva de los “calés”. (Pero, ¿es que no hay gitanos en Valladolid o en Gerona?) Lo que indigna un poquito es que la frase de castigo a la galbana venga dirigida –por mor de un tópico patinado de siglos– a la “tierra de María Santísima”. Así es que si luego nos excusan del coscorrón es en gracia del bollo, si nos perdonan lo de listero es por lo de “lujurioso”.

Viaja uno, no más lejos de Segovia a lo mejor, y lo primero que le sueltan respecto de Andalucía es:

–Mucho latifundio por allí, ¿eh?

Y luego, enseguida, con descaro:

–Muy pocas ganas de trabajar...

¡Pocas ganas de trabajar! Pues claro que, en general, el andaluz no ostenta su trabajo como un dije, no lo enseña como una sortija de brillantes. No dice "mi trabajo" orgullosa, enfática, solemnemente, como quienes lanzan lo de... “mi señora2 al hablar de su mujer. Pero esta fama...

–Sí; tienen ustedes fama de eso.

Vacilan algo al decirlo, pero se reponen y añaden con asombrosa audacia:

–Fama de eso y de... fulleros.

Me ha ocurrido oír tales cosas más de una vez, bien que disimulado el improperio entre filaterias de sonrisas y de distingos.

Examen de conciencia al canto, andaluces. ¿Somos...?

La teoría del “trabajo púdico” puede –por ejemplo– servir de respuesta. No formuló la teoría un andaluz, sino un... catalán: Don Eugenio d' Ors. Vino a decir, poco más o menos:

–El andaluz sabe que el trabajo no nos viene de gracia, sino que se nos impuso de castigo. Y si se trata de un castigo, ¿por qué vamos a esgrimirlo como una ejecutoria? Por tanto, el andaluz se esfuerza como quien más; pero, si puede, oculta su afán laborioso como el que recata, una vergüenza. Porque el trabajo es muy digno y muy necesario, todo lo digno y necesario que es cumplir una condena; no más.

Naturalmente, tiene el trabajo su anatomía, fisiología e higiene. Ahora bien; sus “formas” no hay por qué ceñirlas y ajustarlas hasta extremos de provocación. Disimuladas y tapadas están mejor. En cuanto a la fisiología, al funcionamiento, al rendimiento, ¿qué tantos añade a la producción la palabrería? Trabajar con la lengua fuera es hacerlo de una manera poco estética. Con el gesto no se producen espigas, ni aceitunas, ni kilovatios. El andaluz lo sabe desde dentro. El –puede que lleve razón don Eugenio d'Ors– piensa, que el trabajo, como se decía del buen paño, en el arca se guarda; es decir, en el reducto cotidiano y personal se demuestra. No es para mostrado, para “presentado en sociedad”.

Porque eso es lo que no pretendemos por aquí: hacer del trabajo una duquesa, embobarnos ante un prestigio o una belleza. Estupendo es poder decir: trabajo para vivir. Y, sin embargo, es necio pensar: vivo para trabajar. No es una corona el trabajo, sino una cadena... perpetua. No supone una glorificación; más bien implica una ascesis.

“¡Mi dinero, mi dinero¡” exclamaba a cada paso el señor Pantalón de la comedia benaventina. Parientes suyos parecen los que a cada momento gritan: ¡Mi trabajo, mi trabajo!

Es más fino, más andaluz, decir, serena y meditativamente: El trabajo.

(ABC, Edición Andalucía, 27 de febrero de 1963)

domingo, 16 de mayo de 2010

LA ASCENSIÓN



Se dice: «el cofre de la Tradición»; se ensalza: «el preciado tesoro de las costumbres ancestrales»; se reitera: «el encanto inmarcesible de lo típico»...

No es ciertamente «el cofre de la tradición», una caja de Pandora. No reserva sorpresas ni sobresaltos. Al contrario, sus motivos —motivos sahumados, con fragancia quieta de estancia cerrada— implican siempre un retorno sumiso «a lo de siempre», a lo conocido, a lo doméstico; llega uno de estos días de fiesta, tradicionales, y el alma se aparta de su ruta —torrencial ruta— para intentar describir el gracioso meandro romántico, un poco nostálgico, de lo costumbrista... Lo malo es que el costumbrismo empieza a ser ya una flor de trapo, un adorno artificioso de nuestros días metálicos, agrisados, de nuestra vida niquelada, con inerte brillo mineral...

En Úbeda, el día de la Ascensión nos lleva a San Millán, a la calle Valencia, a la Plaza de los Olleros... Recorre el barrio la procesión de «La Virgen de la Soledad». En el barrio está hoy, como no, todo el mercado —carrillos pintados de azul, con ruedas de bicicleta— de la chuchería: avellanas, garbanzos tostados, «coquitos», pipas, caramelos con futbolista, paquetes de «Ideales»... Y, ¡cuantas «mocicas», feas y guapas, Señor, cuántas «mocicas»!

Uno quiere ambientarse. La «tasca» del «Rubio» no está lejos.

Sillas de enea; mesas mugrientas de madera; vino en jarro de cerámica tosca. Tres hombres de blusa congregados junto a un tonel —el tonel les sirve a ellos de mesa— hablan apaciblemente de esas incidencias vulgares de que está tejida la existencia.
Lo «vide» ayer en Valdejaén. Me dijo que había «mercao» el mulo en la feria de La Carolina... Oye tú, «Rubio», que no «haiga» que decírtelo, hombre, que no «haiga» que decírtelo...

Y el «Rubio», sin prisa —¡oh esa prisa de los «bares» modernos!— abre la espita del tonel, llena el jarro, y sin decir palabra, lo alarga a los tres hombres apacibles...

* * *

—¡Padre, padre!, ya viene la Virgen, ¡ya viene la Virgen!
La nena ha entrado como una exhalación. Trae un vestido rojo, un lazo azul, unos calcetines blancos, unos zapatos de charol, un pirulín envuelto en el pañuelo, un fulgor de vida plena en la mirada. Es la nieta del tabernero.

—Padre; ya viene la Virgen, ¡¡ya viene la Virgen!! Y él, el tabernero, con la baba caída, poniéndose en cuclillas, abriendo los brazos para recibirla:

—Ven aquí, ¡«amapola»!

Y pasa la procesión…

(Firmado como “Anselmo de Esponera”)

(Revista VBEDA, mayo de 1950)

(Fotografía: Rafael Melero)

sábado, 15 de mayo de 2010

EL GOL ES PELIGROSO



«Tomar el deporte demasiado en serio, acarrea peligro de muerte.»
(Doctor Robert Browning)

El buen doctor londinense no se anda con chiquitas. Porque resulta, según él, que no ya el ejercicio activo del deporte, sino su sola contemplación, en el estadio e incluso en la pantalla televisiva, puede producir «stress» y enfermedades. ¿Un «córner» puede elevar la tensión sanguínea? Así cabe deducirlo de las afirmaciones de Browning. Pero entonces, ¿hasta dónde nos puede llevar la peligrosidad del «penalty»? Y no digamos nada del «gol». Inocentes de nosotros que creíamos a pie juntillas que el mayor contribuyente para la producción en gran escala del infarto de miocardio era el tabaco. ¡No, el tabaco no! ¡El gol, el gol!

¿Es por eso por lo que el consumo del gol disminuye notoriamente? Los viejos aficionados andan consternados. Cada vez los tanteos son más endebles. Recuerdan con nostalgia los ocho a uno y los cuatro a tres de antes de la guerra. Es preciso que el partido sea de fiesta y demasiado amistoso —como el celebrado recientemente entre las selecciones de Europa y América— para que el marcador funcione con la frecuencia de antaño. Salvo excepciones, los goles escasean de manera alarmante. Pero, si se hacen tanto de rogar, cuando uno viene al fin, la emoción que produce es mayor, por lo insólita. Y ahí está la cosa. No porque haya menos goles va a haber menos síncopes. Al contrario. Al hacerse de desear, van a causar más impacto. Cuando ya no son costumbre, sube su virulencia. Quién sabe. Llegará el día en que, sometidos como estarán los espectadores al hábito del cero a cero, la «goleada» del uno cero se aproximará a la catástrofe. Va a haber pocos corazones que la resistan.

Es por eso —porque el gol empieza a ser un mirlo blanco— por lo que se le mima asombrosamente cuando, de tarde en tarde, se realiza. Ya el gol tiene más fotografías que la más bella «vedette». ¿Cuántos goles —cotizables o no en quinielas— se producen cada domingo? Para todos hay su fotografía en la prensa y en la televisión. Sobre todo en televisión. Ah, lo que es la televisión, no habrá gol que se queje de ella. Las «cámaras» retratan a todos los goles de la Liga, de frente, de espalda y de costado. A ritmo normal y a ritmo lento. Luego los repiten. Luego, a la medianoche del domingo, se les reproduce. Después, el lunes, vuelven a dársenos en nueva edición. Por si fuera poco, ¿no han observado ustedes que los medios audiovisuales han montado, como añadidura, un «espacio» que actúa de «laboratorio», laboratorio para el gol? Se estudia al milímetro, en ese espacio, en ese laboratorio, cada gol de la Liga. Se le analiza con precisión, con técnicas infalibles montadas al efecto, para ver si se encuentra en cada uno un germen de duda que haga discutible la decisión del árbitro que lo dio por válido. De la misma manera que en las clínicas modernas se estudia sin margen de error el número de glóbulos o el porcentaje de urea, no hay en los laboratorios del gol posibilidad de no ver y saber claro acerca del mismo. Porque no es el gol sólo lo que se ofrece en los televisores. Ya que el «gol» es en cierto modo —y que nos perdone Ortega y Gasset— un «yo» con su «circunstancia». Y todas las circunstancias antecedentes, consecuentes y concomitantes se investigan y luego se hacen públicas en el espacio televisivo de marras.

Los deportes son cosa estupenda. De por sí, constituyen «juegos», maniobras o actividades de diversión. Siempre se dijo: «jugar» al fútbol, o «jugar» al tenis. Sin embargo, lo que sucede es que ya nadie los toma de verdad como juegos. Los toma demasiado en serio. Y es esto lo que denuncia el doctor Browning. Muchísimos hombres ponen en el fútbol la pasión que no saben poner en un ideario, en una creencia, en un amor. A esta malversación de los afanes y de la emotividad de las gentes, responde el «mimo» que los medios de publicidad hacen a los deportes. ¡Cuántas cosas nobles empiezan a ser tomadas a chunga por la gente! Pero el gol, no. Al gol va a haber que tratarle de usía. Tendremos que quitarnos el sombrero cuando lo veamos aunque sea en el cine. Me parece que los «signos de los tiempos» —a los que dicen que hay que estar sumamente atentos— nos imperan esta nueva devoción cuando tantas devociones se quedan anticuadas. Ustedes lo saben como yo: hay hombres que afectan estar de vuelta de todo, hombres que para todo tienen una risita. Pues bien; pongan ustedes a esos hombres ante el gol y a lo mejor se les escapa una lágrima o una palabrota así de gorda, según se trate. Según lo haya conseguido su equipo favorito o el contrario.

¡Atención al gol! ¡Cuidado! El doctor Browning, londinense de pro, cree que es peligroso para el corazón. El que suscribe entiende que, también, mimo tras mimo, fotografía tras fotografía, el gol puede llegar a constituir una amenaza para el coeficiente mental de los espectadores.

(Diario JAÉN, 1973)

miércoles, 12 de mayo de 2010

ES DIFÍCIL ELEGIR




Ahora, como siempre, se sofistica, y se sofistica más porque hay un exceso de instrumental –libros, propagandas, "slogan" para la política como para el mercado– que facilita la defensa de todo. Hasta de lo indefendible.

Pero no es que todo sea sofisma en el mundo moderno. Respecto de la Cultura actual, sucede que hay demasiados análisis de las cosas. Se las estudia quizás con exceso, se las mira hasta lo exhaustivo, se las observa con tal minuciosidad que no es difícil que nos quedemos sin saber lo que son.

Por eso la terapéutica y la cura de este mundo que todos convienen en decir que está muy enfermo, resulta tan espinosa. No es extraño. Hay demasiados buenos políticos, demasiados métodos filosóficos e ideológicos, demasiadas “inspecciones" para cualquier problema.

Un buen médico bastaría. Pero nuestra sociedad acude a la consulta de muchos buenos médicos y cada uno prescribe a lo mejor un sistema maravillosos, pero irreconciliable con el sistema del otro médico estupendo. ¿Qué hacer?

Si el mal radicase sólo en el error, como éste no es muy difícil de desenmascarar, el remedio sería accesible. Porque cuando hay varios malos médicos, al enfermo le queda la solución del médico capaz. Pero ¿y si los varios son, precisamente, en apariencia al menos, los capaces?

El mundo duda más que nunca porque hay mucho donde elegir. Las soluciones, así, se atrasan. Se pierde mucho tiempo en las tiendas bien abastecidas. (Es fatal, encontrarse con que, detrás del mostrador, le ofrecen a uno –unas al lado de las otras– varias corbatas "a cual mejor". Es fatal, digo, porque así, ninguna corbata parece inmejorable. La única condición para que una corbata sea inmejorable, es, probablemente, la de que sea "única"; esto es, que se ostente junto a otras fachosas. Es la forma de que uno se la lleve.)

No es esto decir que abunde lo bueno. Ahora bien; abunda lo que bajo algún concepto se hace apetecible, lo que es igual, poco más o menos, que decir que abundan los conceptos amables de las cosas: las tentaciones, en una palabra.

Se han perfeccionado tanto las "técnicas" de las cosas –aún de las más opuestas– que preferir es un problema. Si a Vd. le ponen en la disyuntiva absurda de elegir entre un pollo asado y un buen libro –¡cuidado, que infantilizamos!– la elección puede ser expedita, sin complicaciones, según el grado de sus aficiones gastronómicas o bibliófilas respectivas; puede tomar fácilmente una decisión. Lo peor será, para el bibliófilo, que el asado esté perfecto, inconmensurable. Podría verse tentado de rechazar el libro. En compensación, si el libro es único, si es libro "que hace la boca agua", el gastrónomo correrá el peligro de rechazar el asado.

A fuerza de analizar, de estudiar las cosas, los especialistas, sea cual sea su especialidad, han logrado que apenas exista algo que no presente, de cara, un aspecto deslumbrante. Lo bastante para que no se pueda rechazar de plano, absolutamente, casi nada. Lo bastante, también, para que casi nada se pueda aceptar incondicionalmente.

Bendecir y condenar eran antes operaciones facilísimas. El amigo o el enemigo, tenían antes facciones propias, inconfundibles. El gusto o el disgusto ante algo, se ofrecían con perfiles concretos. Ahora ¿quién bendecirá o condenará sin riesgos? Y ¿quién no encuentra parcelas desgajadas de su verdad amiga, en la tierra hostil? ¿Y quién ha escrito la última palabra sobre sus gustos?

En definitiva, no se trata de ningún escepticismo. Pero este mal de la Humanidad actual que proviene, según parece, de toda clase de refinamientos –en las ideas, en el arte, en la política, en la vida–, esta "crisis de perfecciones" en que nos hallamos inmersos, sólo tiene, seguramente, el remedio de la renuncia.

Hay como un "empacho helenístico", decadente, de la Cultura. Haría falta un doctor de los antiguos; uno que recetase dieta –ascetismo– a todas las manifestaciones vitales, agobiadas hoy de superabundancias.

De esta manera, luego, volveríamos a estar en condiciones de que lo elemental –lo claro, lo sencillo, lo discernible– nos nutriese.

(Diario JAÉN, 14 de febrero de 1956)


domingo, 2 de mayo de 2010

HA VENIDO LA VIRGEN



Las buenas tradiciones traen, siempre, al alma un frescor. No hay que confundir tradición con antigualla. La antigualla se cubre de polvo; la tradición se esmalta de verdes y de margaritas. Porque toda tradición es como la primavera. La primavera misma, ¿no es una tradición?¿ ¿No es la mejor tradición de la Naturaleza?

Hay en todos los pueblos, días tradicionales. Es una ventaja de los pueblos y de las ciudades pequeñas. Cuando las ciudades son grandes, cuando se alargan y se ensanchan y se superpueblan, entonces, la tradición empieza a despistarse, a caminar insegura, con paso blando, con mirada turbia hasta caer descorazonada y triste sobre el asfalto. Las grandes ciudades ven morir, día a día, sus tradiciones: las que les vienen de su época de... pueblos; de cuando su afán no intentaba, todavía, rascar el cielo. De cuando su gozo agarraba sus raíces e la tierra generosa.

Hay, digo, en todos los pueblos días tradicionales. Un día de éstos en Úbeda es el sábado víspera de Pentecostés. ¿Qué pasa en esta fecha? Pasa esto: viene la Virgen de Guadalupe. La Virgen de Guadalupe, está, desde septiembre, en su Santuario del Gavellar. Ella, allí, en su retiro, está vestida de Pastora. En el Gavellar, se anubarra el cielo por Todos los Santos; luego vienen las lluvias, los vientos, las nieves. En el Gavellar, en su camarín barroco, la Virgen de Guadalupe ve, desde lejos, la vida de los ubetenses. Cada día nacen y mueren ubetenses: Ella lleva la cuenta. Desde el Gavellar, la Virgen se entera de las alegrías, de las penas, de los actos buenos, de los pecados, de los fervores, de las querellas, de las renuncias, de las mezquindades, de las generosidades de sus hijos. Unas veces, la Pequeñita sonríe; otras...

Así todo el año. Octubre... Enero... Febrero... Abril. No sé si hay días en que Nuestra Señora se impacienta un poco. ¡Largo invierno! Hasta que mayo despliega sus bandera y la luz epifánica de las mañanas soleadas penetra en el Santuario. Ya hay verdes espigas, y amapolas, e ingenuas mariposas, y avispas ebrias en el campo del Gavellar. Ya amanece tempranito y, al atardecer, el ocaso se serena de una paz sencilla, de una paz augusta. Ya los grillos trazan sus pespuntes en el profundo silencio. entonces la Virgen dice: «Pentecostés llega». Y en su semblante de Pastora Divina se ilumina una fragancia.

Y llega Pentecostés. Madrugada. Romeros. Cohetes en la plaza de Toledo. ¡Vamos a por la Virgen! Una fe rosada en los rostros curtidos. Alegría de tradición: fresco gozo en el pensamiento. Loca brisa de recuerdos... A pie los más fervorosos o los más jóvenes, en coche o en caballería otros, un grupo férvido y entusiasta de ubetenses se dirige al Gavellar. Pero esto no es «folklore». Esto no es «romería» para el fomento del turismo. No se trata ahora de eso. Al Santuario de Guadalupe se van sin afán casticista; se llega sin preocupación pintoresca. Se llega muy de mañana, se toma a la Virgen del camarín, se la pone en la urna adornada de espigas y... cuesta arriba, a la aldea de Santa Eulalia, entre vivas, plegarias, cansancio, sudor, canción y risas. De Santa Eulalia a Úbeda, cinco kilómetros. ¡Mitad de camino! Se reponen los romeros de su fatiga, sacan los aldeanos de Santa Eulalia sus faroles de artesanía y su traje de fiesta, y ¡a Úbeda! Al anochecer, la Virgen de Guadalupe, la Patrona, es aclamada por todo el pueblo en la Torrenueva. En la Torrenueva los viejos que añoran, los jóvenes que sueñan, ¡los niños! En la Torrenueva, lágrimas. En la Torrenueva, marcha real. En la Torrenueva, barullo de oraciones urgentes. En la Torrenueva, prisa y fiesta.

La noche se cierra en cálida esperanza, y cien hombres –cien adoradores nocturnos– en su hospedaje primero del Hospital, asumen ante la Patrona todo el fervor de la ciudad.

Y amanece Pentecostés, en exultación de confianza. («Ven, oh, Espíritu Santo, ilumina los corazones y enciende en ellos el fuego de tu Amor».)

Ya está en Úbeda la Virgen de Guadalupe. Ave María.

(Publicado en Diario JAÉN, 9 de junio de 1960)

(Fotografía: Eugenio Santa Bárbara)

sábado, 1 de mayo de 2010

TRABAJAR MENOS



La prosperidad material no significa demasiado en la vida de un pueblo –ni en la vida de un hombre cualquiera– si se acierta a mirar con altura suficiente. Lo que sucede es que no disponemos, claro está, de perspectiva para juzgar nuestra propia existencia: la tenemos siempre encima.

De todas formas, la historia enseña que los pueblos más felices no han sido los más ricos. Y, en el plano individual, cuando oteamos en un momento tranquilo nuestro pasado personal, advertimos que tampoco coinciden necesariamente nuestras horas de mayor o menos desahogo económico con nuestras horas dignas de ser recordadas. ¿Es, pues, tan decisiva, tan trascendental, tan necesaria, tan imprescindible la elevación del nivel de vida?

Ganivet –uno de los pocos escritores descomprometidos que ha habido en España– escribía: "Me es antipático el mecanismo material de la vida, y lo tolero sólo cuando lo veo a la luz de un ideal; así, antes de enriquecer a una nación, pienso que hay que ennoblecerla". Estas son palabras cristianas a las que hoy no prestan atención ni los mismos cristianos. Sin embargo hay que volver a ellas si buscamos una salida a este callejón de la "sociedad de consumo" en el que casi todo el mundo piensa que la humanidad progresa porque ya van quedando pocas personas "decentes" sin coche propio.

Ahora todo el mundo trabaja demasiado, pero en general, con miras mezquinas; disponer de más medios para la comodidad. Prescindiendo del hecho de que la comodidad en sí, constituya un alto objetivo humano –que no lo constituye–, tampoco es cierto que, por ejemplo, los instrumentos técnicos acarreen una verdadera y radical comodidad.

Pero además, hay esto: perdemos calidad. El mismo Ganivet añadía: "Para que la organización social cambie, han de cambiar antes las ideas, ha de operarse la «metanoia evangélica», y para esto es preciso trabajar poco y meditar bastante y amar mucho". Advirtamos la primera parte de la receta, porque facilita el cumplimiento de la segunda. Hay que trabajar poco, es decir, hay que trabajar menos.

Hay muchos hombres que trabajan diríamos que de un modo indecoroso, sin desaprovechar minuto ni esquivar ocasión, y eso con el sólo fin de ganar mucho dinero. Es absurdo. El mucho trabajar nos quita sitio, nos quita espacio para meditar, cuando meditar es algo específico del hombre y que nada más el hombre puede hacer. Está vedado al animal y a la máquina. Se piensa poco y, en consecuencia, no se ama, ya que el amor –no nos cansaremos de decirlo– no es una cosa natural, no es algo que surja espontáneamente (nos referimos al amor, no al simple instinto erótico) si antes no se promueve inteligentemente.

El mundo está comprometido en la carrera de la prosperidad material. ¿Se ennoblecerá el mundo definitivamente de esta manera? Por supuesto, la miseria económica constituye un mal expediente para la moral. Si se vive en la indigencia económica, la ética no puede florecer. Pero no hay que olvidar el extremo contrario: tampoco ninguna moral suele florecer en la riqueza. Solo la pobreza –la pobreza equidistante de la miseria y de la vida regalada– forma clima y ambiente, de un lado al pensamiento y de otro al amor. ¿Por qué, pues, nadie quiere ser pobre? Parece una pregunta ingenua y no lo es. A no ser que estimemos como ingenuidad al mismo Evangelio.

Realmente el mundo necesita de no pocas transformaciones económicas, pero a fin de que salgan de la miseria los pueblos que aún viven en ella. Sin embargo, cada hombre y cada pueblo, hacen su transformación particular o egoísta consistente en ser más rico cuando se es rico y en ser rico cuando se es pobre. Y es éste el mejor camino para que la miseria –donde la hay– no desaparezca.

(Diario JAÉN, 18 de septiembre de 1969)