BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

sábado, 24 de noviembre de 2012

LO CONVENTUAL ESTÁ LEJOS....—




En medio de la Ciudad, el Convento; pero lo conventual está lejos. El mundo se ha «puesto» tan moderno que no cree en la austeridad. Le fastidia al mundo el silencio. El monasticismo, ¡qué rareza!

Y no es que el mundo haya dejado de ser religioso. Lo que sucede es que, para su uso, quiere «adaptar» el mundo una religión motorizada. Acción, acción, acción; «acción, ahora mismo»... Pero, ¿y la oración? Y, ¿no se ha hablado en documentos pontificios de la «herejía de la acción»?

¡Bah! La oración estaba anticuada: oración, sí; pero en comprimidos: oración sintética, de película norteamericana. Lo demás, «no va con los tiempos». Porque hay que moverse, «hay que moverse»...

Lo conventual, ¡ay!, está lejos. Lo del día es la vorágine. Moverse muchas veces sin saber, claro, por qué, ni para qué, ni hacia dónde. Moverse porque así lo exige «la vida», y los tiempos, y...

Entre el tráfago ciudadano, la presencia del Convento es una réplica muda —muda y elocuente— a la concepción super-moderna de la existencia. El Convento, cualquier convento, es una isla de quietud. Las épocas históricas tienen una supervivencia. He aquí las más bella supervivencia del medioevo en los frailes y monjas de las antiguas Órdenes: los cartujos, los benedictinos, los trapenses... y también los mercedarios, los franciscanos, los dominicos; y, sobre todo, las monjas de clausura. Los conventos de las monjas de clausura están vacunados contra el paso de las horas. Los días resbalan por los muros patinosos de este refugios de la Oración y de la Pobreza evangélicas. Dentro, el tiempo, por no resultar liviano, se disfraza de eternidad. Las mismas ocupaciones, las mismas oraciones, el mismo trabajo, la misma quietud. De vez en cuando, una novedad histórica, una visita sonada, una gran conmemoración religiosa —con pastelillos y vino dulce— llevan una levedad de mundo al ambiente estático —incienso, armónium, bisbiseo y bordados— del Monasterio. Después, los días, los años... Siempre igual; incienso, armónium, bisbiseo, bordados.

Maravillosa belleza del Convento, que ignora el mundo: siempre igual. La monotonía es un siempre igual. La Eternidad es... siempre igual. Pero la monotonía es un siempre igual, sin Dios; y la Eternidad es un siempre igual, con Él. El Convento significa el titánico esfuerzo de la monotonía hacia la Eternidad. El mundo puede no saberlo, porque le mundo cree que los frailes y las monjas observantes de clausura, son náufragos extraños de unos tiempos derrotados, que «han arribado a nuestras costas». Sin querer comprender que son —cuando menos, en teoría— los supervivientes de un Afán que merodean en los litorales de Dios.

(BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

(Fotografía: Padre Eduardo Sanz de Miguel)

miércoles, 21 de noviembre de 2012

SAN JUAN DE LA CRUZ Y LA «AVENTURA DEL CUERPO MUERTO»





«Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a su salvo de todas las que yo he visto», dice Sancho en el capítulo XIX del Quijote, después de que el Caballero de la Triste Figura —que así lo bautiza su escudero en este mismo capítulo del libro— manifiesta la sospecha de quedar descomulgado «por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada». Una veintena de encamisados con hachas encendidas —sus labios musitan apagadas preces— acaban de aparecer dando guardia a una litera mortuoria. La acometividad del hidalgo no podía por menos de excitarse ante tan macabro espectáculo. «Rocinante», una vez siquiera en su vida, se siente orgulloso del éxito de su jinete: «No parescía —dice Cervantes— sino que en aquel instante le habían nacido alas». Porque —caso insólito— los quebrantos no son en esta ocasión sino para la parte contraria. «Todos los encamisados eran gente medrosa y sin armas, y así, con facilidad en un momento dejaron la refriega y comenzaron a correr por aquel campo».

Ningún pasaje del Quijote ha dejado de tener sus exégesis y sus comentarios, más o menos exhaustivos. A éste tampoco le han faltado. Un origen remoto de la «aventura del cuerpo muerto» es —según don Martín Fernández de Navarrete en su Vida de Cervantes (1819)— el hecho real del traslado sigiloso de los restos de San Juan de la Cruz, desde Úbeda a Segovia, en 1593. a tal suceso, precisamente, queremos referirnos en este artículo.

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Afortunadamente, con los restos mortales de San Juan de la Cruz no sucede como con los de otros españoles egregios de nuestros siglos áureos. No tienen un paradero desconocido; descansan en Segovia. Pero... ¿por qué están allí? No por otra cosa sino como efecto de un piadoso latrocinio. Se trata de un hecho consumado frente al cual no fue suficiente la misma autoridad del Papa.

San Juan de la Cruz había muerto en Úbeda el 14 de diciembre de 1591. En esta ciudad, en el convento de carmelitas, recibió sepultura. Honra suprema de los ubetenses era la de sentirse depositarios de las inapreciables reliquias. Pero un día surgió lo inesperado: Úbeda fue desposeída. «Cherchez la femme»... «Il y a une femme dans toutes les affaires», contaba un personaje de Dumas.

Porque fue una mujer, sí, la causante del hecho. Dona Ana de Peñalosa, devota del santo, segoviana, hermana de don Luis del Mercado, oidor del Consejo Real, tenía concertado con el general de la Orden Carmelitana, padre Doria, que el cuerpo del reformador «dondequiera que muriese» fuese trasladado a Segovia. Que doña Ana de Peñalosa, noble y virtuosísima dama —la última carta del santo, fechada en el retiro de La Peñuela, a ella está dirigida—, tuviese este empeño, es naturalísimo. Pero que confiase en conseguirlo por los buenos oficios, es más dudoso. Sabía las dificultades, contaba con la oposición irreducible de la ciudad de Úbeda a su propósito. Así es que todo habría de llevarse a cabo subrepticiamente. Y nueve meses después de la muerte del extático doctor, el alguacil de Corte, don Juan de Medina Ceballos, se persona en Úbeda «con vara alta de justicia» y portador de unas cartas al superior de la Comunidad para proceder a la exhumación del cadáver. Pero el cuerpo del santo está todavía fresco tienen él y sus acompañantes que desistir esta vez del traslado. Es dos años más tarde cuando se lleva a efecto, y por parte, precisamente, del mismo comisionado. «Se hizo una caja para llevarlo y había salido la caja pequeña, y así, para que cupiese, le encogieron las piernas, con que cupo; y así lo llevaron», según relata un manuscrito que se conserva en el convento de Carmelitas ubetense. Fue a medianoche y la «operación» se efectuó furtivamente. Salieron de Úbeda a toda prisa por temor a que la ciudad advirtiese el hecho. El padre Francisco de San Hilarión, que depuso para la beatificación del santo, cuenta que «llevándolo (el cuerpo) por el caminio, cerca de un lugar en un momento alto, vieron a un hombre, el cual había dado voces diciendo “¿Dónde lleváis ese difunto, bellacos? ¡Dejá el cuerpo del fraile que lleváis...”». El lance, como se ve, tiene una semejanza con la «aventura del cuerpo muerto».

Pero como era previsible, Úbeda no se resignó al despojo y entabló pleito con Segovia. El 9 de febrero de 1596, reunido el Cabildo de la ciudad, se acordó la fórmula de petición a Su Santidad, conducente a la devolución del venerado cuerpo. La información fue remitida a Roma, y el Papa Clemente VIII expide el 15 de septiembre de 1596 su Breve Apostólico «Expositum nobis fuit», en el que se reconocen los derechos de Úbeda y manda se restituyan los restos del carmelita al lugar en que les fue concedida la primera sepultura. Por si no bastara la disposición escrita que llamaríamos «oficial», parece que hubo otra muy particular y estrictamente personal del Papa concurrente a hacer enteramente efectiva aquélla. El padre Juan Vicente de Santa Teresita, carmelita descalzo, ha dado a conocer en una monografía muy valiosa y recientemente galardonada, titulada A cada uno lo suyo, la recomendación de Clemente VIII a que aludimos; transcribe al efecto lo referido en el citado manuscrito del convento de Úbeda, en su tomo I, folio 118. Como el Papa recibiese a don Pedro de Molina —eclesiástico de Roma: hermano de don Lope de Molina y Valenzuela, cuyo era el nombre del tesorero de la iglesia de Santa María, de Úbeda, a quien, juntamente con el obispo de la diócesis de Jaén, venía cometido el Breve Pontificio—, le dijo estas palabras: «Cuando vaya vuestro hermano a Segovia por el cuerpo del Beato Juan, diga que va a negocios nuestros, y váyase a posar al Convento, y después de cena diga al Prior del Convento que se vaya a la Iglesia, que le quiere comunicar el negocio a que va, y entonces, estando en la Iglesia, que haga que un notario, que llevara como criado, le notifique nuestras Letras y Breves y mándele, sopena de excomunión, que guarde secreto, y coja el cuerpo con sus criados, y sáquelo de noche de Segovia sin parar, y llévele a Úbeda».

No podía ser más explícito el mandato del Papa. «Es curioso —añade el padre Juan Vicente de Santa Teresita— que descendiera a tal minucia de detalles para la realización del traslado del cuerpo de Fray Juan, pero, por otra parte, es muy explicable esta escrupulosidad, dado que el Pontífice preveía las enormes dificultades, cuando se enterasen para qué iba aquella comisión de ubetenses».

No obstante, Úbeda no consiguió que el cuerpo de San Juan de la Cruz le fuese restituido. Si bien el obispo —don Bernardo de Sandoval y Roxas— prometió exacto cumplimiento del Breve, juzgó conveniente tratar las cosas de una manera amistosa con el superior general del Carmen, obviando posibles disgustos entre Segovia y la Orden. Hubo, en fin, dilaciones y... el hecho consumado se impuso a la larga. Empezó por aplazarse la ejecución taxativa de lo dispuesto en el documento romano y, más tarde, se firmó una especie de armisticio entre las ciudades litigantes. Úbeda se conformó con que le fuesen devueltas sólo una mano y una tibia del reformador, dejando para mejor ocasión la satisfacción de su derecho...

Los restos venerados de San Juan de la Cruz yacen, pues, en Segovia sin permiso del Papa... contra la voluntad de Don Quijote.

(ABC, 15 de noviembre de 1960)

jueves, 15 de noviembre de 2012

EL VANIDOSO ES EL HILO





Iba a decir que el globo es un poco vanidoso y no, no debo decirlo. Al contrario, el vanidoso es el hilo. El hilo que lo sujeta impidiéndole la libertad. Por cierto que la libertad, llena de vientos contrarios, puede representar un peligro altísimo. ¿Sabe alguien qué viento va a soplarle al globo? Y es lo que diría, cauto, el hilo; es lo que pregunta su tirantez: ¿está el globo preparado para la libertad?

Me imagino a Adán en el Paraíso. No estaba del todo preparado para la libertad y la serpiente le jugó la mala partida. Ciertamente, lo misterioso del hombre ahí se cifra: es libre para conducir, pero apenas sabe. Hemos obtenido el carnet sin examen previo. La libertad, en efecto, es una especie de automovilismo. O más bien el automovilismo es una especie de libertad. La etimología es clarísima. Automóvil es lo que por sí mismo se mueve. Pues bien; la libertad tiene sus cambios de rasante, sus curvas, sus pasos a nivel. Si todo esto se ignora, viene el accidente.

La Historia Universal, ¿es la narración cronológica y ordenada de los accidentes de carretera, de las catástrofes de carretera y de los crímenes de carretera ocasionados, directa o indirectamente, por la libertad? Se explica que si uno es un simplista abogue por la solución radical. Pero es imposible acabar con los automóviles, están ya ahí irreversiblemente. ¿Cómo, pues, va a ocurrírsele a una persona normal acabar con la libertad?

Donoso Cortés escribe que «libertad es la facultad de entender y querer». Sólo Dios tiene libertad completa, porque sólo Él entiende y quiere perfectamente. Entonces, el hombre, que no dispone del «billete», sino de una «participación» de la divina inteligencia, está expuesto al malentendido y, por tanto, a la malquerencia. Su libertad no lo es sin riesgo de error. El hecho de que pueda el hombre elegir entre el bien y el mal es ya una degradación de la libertad. En Dios, la opción es siempre positiva. Por eso no «elige» jamás el mal. El mal —piensa San Agustín— no es sino ausencia, una falta. Él se contradiría eligiendo la nada. Nosotros, que tenemos la libertad averiada —en el pecado está la clave teológica y la clave filosófica—, nos jugamos en la carta de la libertad nuestro destino. Gran problema. De un lado, nuestra dignidad la exige —es un bien esencial la libertad—; de otro, nos aventuramos a constituirnos en víctimas de nuestra propia excelencia. Pero el drama —drama de tremenda belleza— de la existencia concebida al modo cristiano ahí radica. (Luego, ¿qué mayor auxilio, qué mejor «Deus ex machina» para suplir el déficit que la Redención?)

Sí, claro que sí; sujetar la libertad del hombre con una cuerda, como hace con los globos el hombre de la feria, es un disparate. Pero si preparados del todo para la libertad —una libertad sin riesgo de error— no estaremos nunca, porque entonces ya seríamos como Dios, ¿acaso no es factible aquí una educación? Seamos justos: la Historia Universal es también la narración cronológica y ordenada de los esfuerzos hacia la depuración y mejoramiento de la libertad.

Como cada jornada que amanece hay más libertad rodante por esos caminos del Señor, yo imagino un futuro bajo el patronazgo de las señales de circulación. Alguien dirá que entonces ¿qué va a quedar del hombre libre? Pero en la dialéctica de la libertad entra la prohibición. Y entra sin remedio. Dios, después de haber al hombre libre, después de haberle facultado para automoverse, promulgó en el Sinaí las Tablas de la Ley. Los Diez Mandamientos: he ahí unos indicadores sin los cuales la belleza de la carretera —de la libertad— se convertiría en una trampa.

(ABC, 11 de noviembre de 1967)

sábado, 10 de noviembre de 2012

APRENDER, ENTENDER, COMPRENDER





—Estudia, hombre, estudia.

¡Cuántas veces el joven, a lo largo del curso y sobre todo cuando el curso va a terminar, oye esa admonición! Tono persuasivo en ocasiones, amenazante otras.

—¡Como no estudies...!

En los puntos suspensivos se cierne, como espada de Damocles, la fulminación más ardorosa.

Así es que todo estudiante, para hacer honor a su nombre, en parte por amor, por temor en parte, termina por estudiar. Y luego aprueba, más o menos. ¿Y luego?

Luego, mientras «empiezan a olvidarse las cosas» se sedimenta en su vida el auténtico conocimiento. Mientras se le borran un tanto los nombres de las especies de las fanerógamas, en el «mantillo» de su espíritu germina la verdadera comprensión del misterio de una planta. Al par que los jugos digestivos del tiempo que pasa disuelven los cuadros sinópticos y las fórmulas prendidas con alfileres, se verifica la genuina asimilación de los conceptos. Sabida es la frase: «Cultura es aquello que queda, después de que se ha olvidado todo».

¿Quiere esto decir que, entonces, saberse la asignatura no significa nada, que «empollarse» el libro es una majadería, puesto que todo va a emblandecerse, a liquidarse, a transformarse después en la digestión y en el metabolismo, es decir, en las vacaciones hechas ad hoc para no mirar un libro?

No, que va; no quiere decir tanto. Ni mucho menos. Porque lo que se olvida se sigue sabiendo. El olvido es un eclipse: no es una catástrofe. Y si lo que se olvida —como suele— es el detalle y no la idea, la fecha y no el suceso, el nombre y no el concepto; si la sustancia de lo aprendido subsiste aunque momentáneamente desaparezca el accidente, es señal de que se está operando, precisamente, ese metabolismo en el conocimiento. Y ello es deseable, es un bien. Diríase que el estudio concienzudo de la asignatura clavó su impacto en la inteligencia. Una vez dentro, el conocimiento se astilla, pero no se pierde. Es muy humano. No somos —los hombres— diccionarios vivos, archivos que deambulan, formularios que hablan. La fijación de fechas, datos, fórmulas, es cosa de los libros. Lo nuestro, en cambio, es la sindéresis, la armonización de conocimientos. Los libros nos informan, «metiéndonos» ciencia. Pero enseguida viene la formación, es decir, la distribución y la proporción que se efectúa, en fermentación lenta y sosegada —silenciosa y a veces inconscientemente— dentro del espíritu. De ahí que en mayo, a la hora del examen, sabemos la letra de la asignatura y... sólo dos meses después, o un año después, o quien sabe si varios años después, estamos en plena posesión del espíritu de la letra. Conozco a muchos niños que dividen con mucha más rapidez que su profesor de matemáticas, pero ¡cuánto mantillo pitagórico (?) les falta para llegar a ser profesores de matemáticas! (Einstein cuenta que vacilaba en la mecánica operativa de la regla de tres... ¡Después de inventar la teoría de la Relatividad!)

El proceso del estudio, sin embargo, no puede invertirse. Lo repito: sería grotesco no aprenderse las cosas con el pretexto de que se olvidan más adelante. Concretamente el bachillerato (los primeros cursos al menos) y los estudios medios en general, tienen la misión de informar. Y hay que aprender entonces, en ascético esfuerzo, aunque la comprensión del estudiante (aún no alcanzada la plena madurez) no sea todavía capaz del gozo intelectual del estudio que llega mucho más tarde. Es árido el aprendizaje, pero hay que apencar con él, como suele decirse. Hay que meter dentro definiciones, fórmulas y datos. Constará de seguro embaularlas, se hará difícil y pesado el tragarlas —perdón por la terminología, pero la considero en este caso gráfica—; no obstante, ya arraigará y fructificará el conocimiento que ahora se nos despega y se nos muestra extraño; ya se hará carne de nuestra carne...

Una corriente pedagógica semi-actual (digo semi-actual, porque parece algo rebasada) pretende que todas las cosas hay que comprenderlas, antes de aprenderlas. Yo considero que, en todo caso, hay que entenderlas, pero que comprenderlas es difícil. La comprensión implica una gran madurez. A los quince años, a lo mejor se entiende todo, pero comprender lo que se dice comprender, no se comprende nada. Y ¿qué diremos de los diez años? Seamos realistas. En el estudio hay que empezar por la aprehensión (aprender, claro está, viene de aprehensión); es decir hay que comenzar por agarrar las cosas, por entrárnoslas. Una vez dentro, muy dentro, el entendimiento y la comprensión las atacan y las hacen asimilables. Pero, insisto machaconamente, primero hay que aprender. Hay que decir, pues, al niño y al joven:

—¡Estudia, hombre, estudia!

Gracias a que nos aprendimos el Catecismo, cuando niños, al pie de la letra, en interminables ratos de esfuerzo, podemos permitirnos hoy el lujo de que se nos hayan olvidado «algunas preguntas». Lo doloroso es que haya quien opine de religión cuando a los treinta o cuarenta años se encara por vez primera con el Catecismo. Porque, no es paradoja, el catecismo —como todas las cosas— primero se aprende y luego se sabe. Lo otro, lo de saberse las cosas antes de aprenderlas —lo de digerirlas antes de masticarlas— sería ciencia infusa. Y pretender la ciencia infusa es pretender demasiado.

(Revista SAFA, número extraordinario, 1967)

jueves, 8 de noviembre de 2012

UN TEMA: LA CALLE





Esta calle tiene muchas «ocupaciones». No le queda sitio ni tiempo para mostrar su secreto. Nos habla sin parar, pero apenas nos «dice» nada. El encanto de las calles, ¿no es una cosa indefinible? Puede ser algo —algo concreto— y puede no consistir en nada, nada manifiesto. Por supuesto, que en la gran ciudad la calle adopta un tono demasiado funcional. La Civilización, más la Civilización que la Cultura, es eminentemente callejera. Coches, escaparates, anuncios luminosos, peinados menéenles, cines... traen a la calle, clamorosamente, el acento del presente. Asumen la actualidad vigorosa, la actualidad con rostro ultimísimo y perentorio. Aquello de ser habitantes de país civilizado nos hace buscar conexión con el momento. Y por algo existe el hombre de la calle: criatura media que orienta su actividad, y su mentalidad ajusta, con arreglo a la modulación que la vía pública, atestada de actualidad, impone. En la calle, las ideas se coloran de hemoglobina vital. Y claro que hay ideas artríticas que no resisten su contacto. De otra parte, la calle civilizada, la de la gran ciudad, emulsiona en disolvente de frivolidad a las cosas. Al mismo tiempo, empero, puede darles una elasticidad, una tenacidad. Condenar, sin más, el carácter de la calle moderna parece ridículo.

Pero si en ella bulle la actualidad, este hervor produce la sensación, la impresión extraña, de que las calles modernas son de... aluminio. ¿De aluminio? Se cocina entre el tráfago el afán de cada día y ello parece como si tuviese que ser a costa de que la calle fuese de una materia a propósito, lavable, inoxidable. No queda nada, en la espléndida aventura multitudinaria, del suceso de ayer; cada mañana, amanece como intacta, sin estropear, recién planchada, dispuesta al funcionalismo de hoy. Por eso decimos que hay calles sin sitio ni tiempo para el sosegado encanto. Porque el encanto que retiñe sonoridad de bellezas ha de ser un poco inactual: debe tener su punto de oxidación, su pátina. Será plata, pero traída de lejos. O vibrará en aldabeo de cobres solemnes, pero antiguos. Las calles que van siempre de estreno —me decía una vez no sé quién— están vendiendo su alma por un puñado de cemento. Exageraba, erraba en el tiro; no obstante, apuntaba bien. Las calles de moda tienen ese pero: carecen de personalidad. Funcionan a la perfección, pero esterilizan emociones. Con como esos brillantes burócratas que no tienen vida particular.

Y salió la emoción. Y, ¿qué vamos a hacer con la emoción en un mundo urgente, sin disponibilidades para la emoción propia? Porque ya tener emoción «de propiedad» es un lujo. La emoción casi se arrienda por horas de servicio. Ahí está el cine, señor; se paga una localidad y la emoción prefabricada irrumpe presurosa. («Palabra que no he vivido nunca un amor con la intensidad con que he vivido el amor de esta película», exclamaba la ingenua a la salida de una sala de espectáculos. Y le replicaron: «Es, señorita, que la vida dela vida, al contrario que la vida de la película, es pobre pero honrada».)

Pero esto ya es divagar. Siguiendo con el tema, ¿de qué depende, entonces, el encanto o la gracia de las calles? Quizá de que las dejen reposar, de que se las jubile. Triste, ¿verdad? Una calle desdeñada, preterida, olvidada —aunque sea calle de gran ciudad— da siempre, cuando se la deja quieta, su nota emocional, su perfume lírico. Cuando empieza a dejar de servir es cuando comienza a enamorar. Huyen de ella los transeúntes y acude en tropel la poesía. También, claro, concurre el moho. Por eso la libélula ensoñada sincroniza muchas veces con la araña. Y paralelizan la herrumbre y el musgo, el abandono y la melancolía. La poesía no pasa de ser una fermentación. Y esto es lo que la hace limítrofe de la gusanera. (Hay que saber distinguir la poesía —rara, exquisita y de dudosa vecindad— como las setas.)

En el barrio apartado de la capital, y mejor en el pueblo, o en la «pequeña vieja ciudad», es donde las calles viven su vida secreta, en serena intimidad consigo mismas. El detalle de unos simples balcones adornados de macetas, tiene ya en estas calles su fisonomía. ¡Qué será cuando ostentan blasones, casonas, arcadas, ventanales de forja! Entonces el encanto sube de grado. Entonces ya basta una nube, o un rayo de sol, o una galvanoplastia de luna para que el efecto acariciador se produzca. Si está el «gran monumento» —el templo o el palacio—, bien; pero no es preciso. La belleza suele trabajar con materiales sencillos. Y, si se apura, el templo, el palacio o el castillo dan una sensación de «pasado oficial», de ostensible pasado que subvenciona el presente. No constituyen el mejor encanto de la calleja. Porque en ella no se buscan «méritos». Su sugerencia es distinta: responde a la necesidad de «otro aire» para el alma —la nuestra— abrochada, confinada en sus cuatro paredes. En estas calles añejas del pueblo o de la «pequeña vieja ciudad», «toda incomodidad tiene su asiento». Pero ahí está: «El Espíritu sopla donde quiere». También el espíritu con minúscula. Por lo visto, el espíritu no está del todo a favor de las calles de... aluminio. Está por las de cobre. Cobre viejo. Aunque en ellas el vetusto lustre ancestral tenga que soportar la roña de mil antiguallas parásitas.

¡Qué mal «funciona» esta otra calle! Pero es tan bella... Uno sabe que no está civilizada —¡vaya aceras, vaya pavimento, vaya quebranto de muros, vaya...!—. Uno sabe que no está civilizada, pero, a poco que aventure uno la andadura por su formato, se da cuenta de que ella es compatible con la Cultura y... hasta necesaria para la Cultura. Y esta calle está ociosa, está libre de ocupaciones. Y no habla... pero ¡dice tanto!

(ABC, 6 de noviembre de 1960)

Fotografía: DUNIA.

martes, 6 de noviembre de 2012

TEMAS NOVEMBRINOS





El tiempo.— El invierno llegó antes, como con prisa, como motorizado. Casi nadie había salido a esperarlo todavía a ese andén desolado de Noviembre que es la fecha de Todos los Santos. No sabemos si es que se enfadó por el desaire. Pero ya en el mismo andén, empezó a deshacer sus maletas: la que dentro traía lluvia, y la que traía el frío dentro. ¡Ah! Y el maletín del viento.

Después... a lo largo de todo el mes fueron subiendo los precios. Que para eso el invierno está aquí ya. Tan caro huésped exige muchas revalorizaciones. No sólo la de las gabardinas de fantasía; también la de la poco imaginativa alcachofa. Sin contar la del aún menos imaginativo tomate.

(—Pues, ¿qué me dice usted de la carne?, exclamará de seguro si tiene tiempo de leer estas líneas —ahora que la criada se le ha ido para la aceituna— la pundonorosa ama de casa, de cada casa.)

Todos los Santos.— Si el tiempo no se curvara, reiteradamente, en afable espiral, sobre sí mismo; si el tiempo en lugar de describir círculos más o menos, siguiese sin contemplaciones la implacable recta adelante, tendríamos más sensación —todavía más— de caminar embalados hacia la muerte. Pero el tiempo, tan raudo, vuelve siempre por los mismos caminos: por los raíles que le marca el calendario. Y el calendario es un círculo cerrado, gracias a Dios. El calendario se parece a los raíles de los trenes de juguete que se instalan en las habitaciones.

Sí; el calendario es una especie de cepo que se le tiende al tiempo: así se le apresa (o nos hacemos la ilusión de que se le apresa) entre un enrejado de fiestas, en una cuadrícula de conmemoraciones.

Así se le mide, se le frena y hasta se le detiene. Siempre que llega «una fecha señalada», una conmemoración, dejamos de mirar hacia adelante —hacia adelante hay muchas felicidades probables, pero una muerte segura— para lanzar un vistazo a lo que queda atrás. Atrás, en el pasado, existen posiblemente muchas desgracias, pero, también, una vida innegable.

Alguien nos decía que la Fiesta de Todos los Santos y la Conmemoración de los Difuntos, entrañan bajo la liturgia negra y fúnebre de su significado, la palpitación de una fuerte alegría. Sentirnos vivos, nunca produce más sensación eufórica, más sensación de superioridad, que en este día amarillento de cera funeral. Porque en este día, a la vida se le ofrece, la ocasión del contraste. El relieve no es otra cosa que contraste.

Y —añadía—, si no, observa como todas las gentes invitadas a un entierro, apenas saben disimular su alegría. La gente del entierro no sabe del todo esto, si no se somete a un riguroso trabajo de introspección. La gente del entierro hasta se cree contristada. Y lo está en lo que está de su mano. Lo que pasa es que la inconsciencia —ese grueso sedimento— no está de nuestra mano.

Observamos por nuestra cuenta —eso sí— que las campanas de las iglesias doblan cada año menos el día de Difuntos. Será, entonces, que falta el buen humor en los vivos... Eso diría «alguien», ¡válganos Dios!

Úbeda y Noviembre.— En todo caso, parece muy de Noviembre esto que está haciendo Úbeda de excavar en las entrañas de su pavimento. La tierra que pisamos está recordándonos a todas horas que un día nos sumirá... Es como si se rebelara, revelándonos nuestro fin y enseñándonos que no tardarán en relevarnos. Rebelión, revelación, relevo...

Pero de este «pulvis erit», saldrá Úbeda rejuvenecida. Aquí no hace falta ser «alguien» —como aquel «alguien» de marras— para encontrar la paradoja. Esta Úbeda de noviembre de 1956, algo cementerial, es la premisa mayor de nuestra primavera urbana. Para Mayo de 1957, Úbeda, además de callejas para el turismo, ofrecerá calles al turista.

ANSELMO DE ESPONERA

(Revista VBEDA, Año 7, Núm. 83, noviembre de 1956)

Fotografía: MALDEGORF

viernes, 2 de noviembre de 2012

MOLIERE Y DON JUAN





Es curioso y sabroso el «caso» de Don Juan. Un tipo, bastante indecente por lo que se ve, que Tirso de Molina arrojó a la voracidad literaria... Cada adaptador ha aderezado a su modo al Tenorio con una salsa diferente: cada uno se lo ha comido con su pan...

Y, ¡cómo han jugado todas las literaturas con las postrimerías de Don Juan! Soluciones, claro, para todos los gustos. Si el fraile de la Merced condenó al infierno, como era su obligación, al Burlador, vendría luego la clásica división de opiniones sobre el destino del alma de este hombre. Se hizo, claro, mucha teología de baratillo alrededor de esto. no puede ser más pintoresca, a este respecto, la solución de nuestro Don José Zorrilla... ¡Cuánto tuvo que sudar el poeta para encontrarla! Católico y tal, el vate de Valladolid no podía salvar a su héroe así como así después de haber relatado sus legendarias e impenitentes barrabasadas. De otra parte, español y tal, no podía Don José —aunque fuese sólo por patriotismo (?)— lanzar al infierno a un tipo tan racial... La componenda, no pudo ser más graciosa: muere doña Inés y Dios decide el «depósito» de su alma, aplazando su juicio particular hasta ver que pasa. Tan bueno es Dios que Zorrilla se decide hacerle «bonachón», convirtiéndole un poco en cómplice de la inefable novicia... Pero mucha más «manga ancha» demuestra el Señor cuando, estoqueado y muerto Don Juan por Centellas, accede también a llevar el alma del Burlador al panteón de su amante, presionando, poco más o menos, a la Justicia del Padre, para que espere a pronunciarse, unos cinco minutos... La entrevista de los dos muertos con su «punto de contrición» y todo —para que no se diga que Zorrilla desconocía la Moral y la Teología— es decisiva y la cosa concluye, como era de esperar, con una apoteosis de rosas... supuesto que no puede concluir en boda. Ya no faltaba sino subtitular a «Don Juan» como drama religioso y Zorrilla, alegremente —católico y español, no faltaba más—, lo hizo. Y todo el mundo, tan contento. El «chauvinismo» patriotero de la obra, estaba logrado.

Yo creo —y hasta quisiera pedir perdón por esto que voy a decir— que fue Moliere quien ha dado la más lógica interpretación del Tenorio. No importa que Moliere sea francés y que no estuviese demasiado enterado de la psicología racial del tipo. Aparte de que el estar demasiado enterado de algo representa un inconveniente a la hora de hacer el oportuno juicio, me parece que Don Juan no tiene como el trigo, como la vid o como el olivo, una latitud más o menos septentrional por encima de cuyo límite su producción resulte imposible. Don Juan también pudo haber nacido en Chartres. Hasta de Manchester pudo ser el Tenorio. Ni siquiera hay razón de peso para que Estocolmo no hubiera podido reputarse como la patria del famoso conquistador...

Pues bien: creo que Moliere procedió con mucha lógica cuando hizo de Don Juan un redomado hipócrita. Se han hecho bastantes comentarios indignadísimos alrededor de esta «salida» del comediógrafo francés. ¿No era Don Juan Tenorio, al fin y al cabo, un caballero? Pues, entonces, ¿cómo Moliere achicó su figura hasta el punto de presentarle como un tartufo solapado? Hay que reconocer, claro, en tales comentaristas que se rasgan las vestiduras, otro criterio descocadamente bonachón, repetimos la palabra. Como cuando después de poner a alguien de vuelta y media —de sinvergüenza en adelante— decimos al final que «en el fondo es buena persona», así los «hinchas» donjuanistas encuentran para el burlador, siempre, una suprema instancia de perdón en gracia a su generosidad...

Moliere, prefiere no quedarse a mitad del camino. Puesto a trazar la psicología reprobable del burlador, no vacila en cargar las tintas. Si Don Juan mata, engaña y viola, ¿qué motivos existen para que Don Juan, también, adopte en su momento el partido de la hipocresía, sopesadas las ventajas que para su oficio puede representar tal ardid? No repugna, me parece, a la naturaleza que un engañador profesional recurra a la hipocresía, simulando un arrepentimiento del que espera pingües beneficios. Lo extraño en Tenorio es engañar a pecho descubierto. ¿Es que hay quien engañe a pecho descubierto, esto es, quien engañe sin mentira? «Sólo la hipocresía es un vicio privilegiado que goza de completa inmunidad», dice el Don Juan de Moliere a su criado... Y, ¿no es la inmunidad —y la impunidad— lo que busca Don Juan para sus desafueros; inmunidad para los castigos de la Tierra y del Cielo? Las baladronadas características del Burlador son, asimismo, terreno abonado, aunque a primera vista no lo parezca, para la hipocresía. Un fanfarrón es un hipócrita barroco. Barroco, pero hipócrita. O hipócrita, por barroco...

Moliere, siguiendo en esto a Tirso, se imagina a Don Juan Tenorio, «de patitas» en el infierno. Renuncia a la teología de «baratillo» de Zorrilla, bien asido él, al sentido común. «Con su muerte —dice Riselo— todo se satisface: el cielo ofendido, la ley atropellada, mujeres seducidas...»

¿Pudo Don Juan a pesar de todo haberse salvado? Claro que sí... Pero si no se salvó, ¿qué culpa tiene Moliere? Dejo a Don Juan arrebatado, abrasado de la mano del Comendador en mitad de la escena, sin traspasar, como nuestro Zorrilla, las bambalinas de la Eternidad, a fin de obtener —el público levantado de los asientos ya— una rectificación del Autor, una revocación de los decretos de Dios...

(Revista VBEDA, Año 3, Núm. 35, noviembre de 1952)

jueves, 1 de noviembre de 2012

EL TEMA INQUIETANTE





«...siempre conmigo, a la par»
(Antonio Machado)

Con el viento de otoño, ha vuelto el tema inquietante. Desde muy lejos, abarquillado y errabundo, macerado de humedades dolientes, el tema ha llegado, como una hoja amarilla, al alféizar de la meditación de cada día. La tierra curó su histerismo seco —hubo lluvias líricas en los crepúsculos de tornaluz—; el sol se puso enamorado, intimo de oro en los atardeceres sin pulso... ¿De dónde vino el tema? Acodado en su alféizar, el pensamiento se sentía taladrado de eternidades: repercutía un martilleo de trascendencias en las oquedades profundas. Por un momento, la Naturaleza, quieta, parecía un libro de caracteres sin clave...

Siempre, el otoño arrastra el tema. Llega como una ráfaga de suspiros lívidos. Es la hora del ciprés, imantado de estrellas. Cuando la lira limpia sus cuerdas —ebrias de música loca— en las piscinas del «De Profundis». Cuando la carne —nardo antiguo, lirio frustrado— se arruga, enjuta de humildades, al sentirse cardo y tierra, en la apacible vecindad tremenda de las tumbas.

Pero el tema de la muerte —águila de eternidad sobre el tiempo— no podrá ser abatido jamás por el hombre. Ni esquivado. Camina como la Luna, en la poesía de Machado, «siempre conmigo, a la par»... La muerte, ¿es una luna blanca, planeta apagado y desierto, enigma de cera en la noche infinita? La Luna, ¿es una geología de carne extinta, «muerte pequeña» de la Tierra? Los poetas han visto en la «cara de muerta» de la Luna, una imagen del paisaje lunar de la muerte...

La muerte, luna. Esta es la inminencia evidente, esta es la inmediata proximidad del tema inquietante. En los últimos arrabales de la vida está la muerte, como en los últimos confines de la Tierra está su doble céreo, su cara muerta. Pero... ¿y más allá?

El pensamiento de los siglos —la Filosofía— acodado en su alféizar se ha angustiado, alguna vez, de desesperanza. El sol, la luz, estaban «al otro lado», iluminando el hemisferio radiante de la «acción», de la actividad de los hombres, y ella, la Filosofía, se encaraba mientras, en sus horas cóncavas, con la noche sin fronteras, sugestionada de muerte. Entonces... ¿todo en la muerte era luna? ¿Luna vacía y fantasmal, muda por las rutas sin meta? Después del relámpago de fuego, después de la fúlgida trepidación vital, ¿la muerte mineralizaba al amor, y de la frondosidad de las ansias y de la flora de los deseos y del clamor epifánico de las sonrisas se hacía un inerte, silencioso paisaje de eternidad astral? Entonces, ¿no había suspendido sobre los siderales espacios un jardín florecido de ángeles y de bienaventuranzas?

Empero, el pensamiento de los siglos —la Filosofía— obsesionado del tema, ha vuelto muchas veces la espalda a... «la Luna». Un final, la muerte. Y, ¿por qué no un principio? Más lejos, detrás del satélite opaco, las estrellas del Señor guiñan, múltiples y angélicas, su semáforo de esperanza. Titilan, ciertas de luz, en el arcano oscuro. Transmiten, en la noche, señales férvidas y misteriosas. Como si ironizaran sobre la Luna. Como si ironizaran sobre la muerte.

El otoño arrastra el tema inquietante... La muerte, «siempre conmigo, a la par»... Más allá, una seguridad tremente de estrellas... He aquí, «más acá», en la cámara íntima de nuestra vida, donde oscila la Fe, la votiva luminosidad oferente de las plegarias inflamadas. (Por Todos los Santos, una maripositas de luz, ludidas de aceites purificantes, chisporrotean de claror en los hogares antiguos; contestan al semáforo de las estrellas distantes, con un mensaje de fe en la inmortalidad que salta sobre los abismos... hipnotizados de «luna».)

En el alféizar, crujiente de hojas secas, entre el musgo oscuro, también pueden florecer las margaritas.

(Revista VBEDA, Año 2, Núm. 23, noviembre de 1951)