BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 31 de mayo de 2013

TODO ES MUY SENCILLO





(CUENTO)



A la Sección Adoradora de Úbeda, en sus bodas de oro.


—Dios, Dios, ¿por qué es tan grande Dios? Es demasiado grande. No cabe en ninguna parte. ¿Dónde lo ponemos? ¿En qué lugar de nuestra alma lo colocamos? Si no más pequeño, debía ser más manejable... ¡Dios! Es enorme y antiquísimo. Además, está lleno de polvo como un mueble antiguo. Lo veneramos porque es un respetable legado familiar, pero hemos edificado nuestras vidas sin tenerlo en cuenta. ¿Qué hacemos con Él ahora? No tenemos sitio.

El cura —era un sacerdote con cara de hombre cualquiera— oía sin interés. Ni se impacientaba. Ni mostraba sorpresa ante las palabras de su interlocutor. Daban las ocho en el reloj de la iglesia. Un sol poniente filtraba su angustia entre las vidrieras. Dos viejas bibiseaban ante un altar con una imagen adornada con pésimo gusto. En el fondo del templo, el Sagrario estaba solo. Sólo con su lamparilla alerta. El cura —era un sacerdote con cara de hombre cualquiera— no se impacientaba. De pronto, su interlocutor dejó de hablar y el cura le dijo:

—Siga, por favor.

Tomó alientos el «penitente». (No debía ser un «penitente» a juzgar por sus palabras, pero al menos, hablaba con el cura en el confesionario.) Tomó aliento y prosiguió:

—¡Dios! Parece una monumental fuerza inerte: una fuerza que se hubiera muerte hace mucho tiempo. Da la impresión de haber actuado en la Historia y en los hombres porque se ha reconstruido pieza a pieza su esqueleto, como el esqueleto de los dinosaurios. Ahora, Dios —tan grande— está en el Museo. Magníficas catedrales: magníficos museos del Todopoderoso extinto, del Cristo apagado. Pero tan grande era Dios que ahora tropezamos con su masa, con su cuerpo en todas partes. ¿Qué hacemos con Él? S una colosal reliquia; pero ¿dónde la metemos? Nuestro tiempo no es ancho, nuestras almas son angostas. ¿Dónde metemos el cadáver de Dios que nos legaron los siglos?

—Siga, por favor.

—¡Dios! Es una locura lo que yo pienso de Dios. Es una blasfemia. Es una monstruosidad. Pero es lo que se me ocurre. ¿Me perdonará Dios si sigo...?

El cura tenía la cara de un hombre cualquiera. Era cada vez más débil la luz crepuscular, filtrada a través de los altos ventanales. Empezó a sonar el órgano. Seguía solo el Sagrario. Ante la imagen del altar de la imagen antiestética, seguían relevándose devotos.

El sacerdote, hizo un gesto de cansancio o de hastía. (Decimos que tenía una cara vulgar, la cara de un hombre cualquiera.). Y al desgaire, como deseando terminar pronto, como no dándole importancia a sus palabras, dijo:

—Vd. no tendrá inconveniente en decir estas cosas a Dios mismo, ¿verdad? ¡Cuánta literatura de Dios tiene Vd. metida en la cabeza! Pero Dios es tan sencillo que nunca se lleva las manos a la cabeza. ¿Quiere ir al Sagrario y repetir allí todo eso? Vaya y dígale al Señor: Señor, no cabes en este mundo. eres demasiado grande: eres antediluviano. ¿Se atreverá a decirlo, precisamente, en el Sagrario?

—Si tuviese fe...

—¿Y quién le impide tener fe? La fe es como una hucha. ¿Quién le impide a nadie tener una hucha? Al principio la fe está vacía. Es como un continente sin contenido: luego se van depositando en ella verdades y buenas obras. Y así se gana la Eternidad. Todo es muy sencillo. Ande, vaya al Sagrario: allí está Dios; dígale: Dios, no cabes. Dígaselo muchas veces. Dios se reirá piadoso de su ampulosa angustia, de sus palabras que quieren ser blasfemias. Dios se reirá de su pedantería. Entonces Vd. se notará pequeñito, se advertirá ridículo, yo se lo aseguro, ante la risa de Dios. Y entonces, cuando ya Vd. esté humilde, Dios aprovechará y meterá su semilla en su vida. Ande vaya al Sagrario; dígale a Dios que no cabe en el mundo, que no tiene sitio... Estese ante el Sagrario un cuarto de hora luego. ¿Quiere hacer la prueba? ¿Quiere hacer la prueba? Cuando se levante para volver a la calle, ya su hucha —la de su fe— no estará enteramente vacía. Ya Dios habrá arrojado en ella la primera moneda.

Era un cura con cara de hombre cualquiera. Estaba ya anochecido. La lámpara proyectaba sombras y más sombras. Un hombre, ante el Sagrario. En la Sacristía, el cura tosía su tos de tabaco fuerte...

MIGUEL H. URIBE

(VBEDA, Año 8, Núm. 89, mayo de 1957)

jueves, 30 de mayo de 2013

LA LIBERTAD





El concepto de libertad se declina de muy diferentes maneras; su fluidez es tal que... adopta la forma del vaso que la contiene. Naturalmente, cada sistema político o filosófico vacía en su propia ánfora la libertad. Por eso, señalar su genuina silueta es difícil. En cualquier caso, hay que valerse de abstracciones. Pero por la misma razón que no se tiene a «a priori» la intuición de lo que es el metro o el litro —es necesario apelar al ejemplo: metro de tela, botella de litro—, carecemos de vivencias que nos muestren ostensiblemente, de antemano, y sin auxilio de experiencia, la esencial índole, el módulo de la libertad. Y se recurre al caso práctico, al perfil particular que, aquí o allí, encarna. Ahora bien: lo particular siempre adultera o cercena.

—En este país no hay libertad.

—Pero, ¿qué entiende usted por libertad?

Resulta que cada uno entiende por libertad una cosa morfológicamente distinta, porque cada uno ciñe el concepto a sus prejuicios.

Sin embargo una noción absoluta, no relativa, de la libertad es precisa. Continuemos trivializando con las analogías.

¿Qué sucedería si, rotos todos los cacharros de cabida del litro, nos encontrásemos con que no existía una idea previa —incontaminada de ejemplos—, universalmente aceptada de lo que un litro es? Ocurriría, en su esfera, algo similar a lo que está acaeciendo ya con la libertad. En quiebra —en cuarentena o en combate— los idearios que la ostentan (y suelen ostentarla todos), la libertad se desborda libre —valga la redundancia— y no hay definición que la sujete a su originaria verdad, que la meta en cintura. Por lo que no es desventurado sospechar que de las derramadas libertades actuales sólo va a quedar algún día la piel difunta, la momia disecada.

Thielicke ha escrito: «En Occidente la libertad es un bien de consumo como la nevera. ¿Pero se gasta? ¿La producimos acaso en nuestra vida? ¿Tenemos alguna fuente de reserva?» No puede ser más aguda la observación. Gastamos las libertades; las invertimos y las malversamos en anecdóticos devaneos partidistas y discurseantes; las usamos como el frigorífico. Pero desatendemos su producción. Es decir, no disponemos de nueves fuentes ni nos preocupamos de las reservas; desdeñamos cualquier prospección con vistas a una libertad del futuro. Las libertades políticas, por ejemplo, dictadas y afloradas en la Revolución Francesa, están ya casi esquilmadas. Nos hemos servido de ellas durante dos siglos, adolecen de viejas. Y los regímenes que todavía las asumen empiezan a resquebrajarse y mutuamente se embisten. Urge —parece— encontrar otros manantiales para la libertad del porvenir.

Pero eso hay que instar —no queda otro remedio, a despecho de todos los prejuicios— al saber teológico. El razonamiento, para el cristiano, es sencillo: si convenimos en que Dios existe, la esperanza de que la libertad no faltará nunca en el planeta está asegurada, aunque se nos rompan los envases que ahora le dan forma. Está asegurada porque el libre albedrío es nota esencial, distintiva, de la naturaleza humana, según el cristianismo. Si, por el contrario, la libertad se estima nada más como bien de consumo, ocasional y práctico, ¿quién nos garantiza que no va a ser sustituida y rebasada? ¿Acaso hay motivos para afirmar que su suerte va a correr avatares diferentes, y que la inevitable caducidad, que a cualquier bien de consumo amenaza, a ella no le atañe? ¿No ha sido superado el abanico por el aire acondicionado, y el carbón por el petróleo...? Al fin y al cabo es el sueño del comunismo: que la libertad quede inservible —objeto de museo, como el abanico de nácar de la bisabuela—, que el albedrío individual se jubile, por inútil, que el progreso, en su devenir, aboque al paraíso (?) de la colmena. Pero si la libertad es ante todo un atributo necesario —en ningún filósofo, probablemente, se afirma esto, pero taxativamente consta en cualquier teólogo cristiano—, entonces hay razón para creer que sus yacimientos son inagotables.

Libertad. ¿Se nos está acabando? A pesar de todas las apariencias, ¿qué va a quedar de nuestros famosos principios liberales dentro de cincuenta años? O hacemos nuevas prospecciones e la «Summa Teológica» o el riesgo de la «debacle» apunta.

No nos engañemos: hay viejas formas de libertad que se mueren. Pero existe una creencia en la libertad sustancial del hombre, que no pertenece a ninguna fe política, sino a la fe religiosa. En cualquier tiempo, llegada la quiebra, sólo el cristiano puede argüir, reaccionando seguridades ante el accidental desplome: «La libertad ha muerto, ¡viva la libertad!»

(ABC, 4 de mayo de 1965)

martes, 28 de mayo de 2013

VALIENTES MANOS





¡Qué prodigio el de las manos! Con frecuencia, al definir al hombre, olvidamos sus manos. Cuando, realmente, constituyen la manifestación tangible, expresa, de que Adán nuestro padre fue el primer animal fuera de serie. Aristóteles dijo que la inteligencia es la mano del alma, porque el alma aprehende, rechaza y sirve con la inteligencia... Y, ¿no es la mano —esta mano una y diversa que racionaliza y sublima el tacto oscuro en los cinco afilados dedos—, no es la mano la inteligencia del cuerpo? Antes de Adán, la mano fue un ensayo prensor, un esbozo, un intento. Desde él, es modo y estilo en que la epifanía del entendimiento se plasma. Y órgano, por así decirlo, de la cordialidad. O, si se prefiere, de la proyección social... Porque si, ciertamente, los sentidos todos nos informan del mundo exterior, la mano significa el expediente más notorio de la acción. Y es ella quien establece la comunión con las cosas. Por eso ningún saludo puede tener expresividad sin la intervención de las manos. Ni ningún odio: cerrar el puño es el gesto retráctil por antonomasia. Ni ningún trabajo; hecha para sujetar, hecha para moldear, para acariciar, la mano suaviza la condena. Gracias a ella la materia inerte adelgaza su índole mostrenca: el arte alborea en el barro del alfar, en la madera derribada del árbol muerto, en el metal sombrío.

Toda la sintomatología del carácter se refleja en las manos. Manos flojas que acusan, en el encuentro, el desapego. Cálidas manos que en el apretón jubiloso promulgan la confianza. Manos finas que traducen los escondidos afanes del espíritu. Elocuencia del gesto que confía directamente a las manos la intensidad visible de una emoción, el fervor de una alegría, el clamor hirsuto de la cólera, la dulcedumbre de la paz. Hasta cuando la pereza disuelve en su desaliento aguanoso los propósitos más altos, es la mano distendida, laxa, el índice mejor de la desgana.

¡Oh, sus manos! El enamorado sabe que «sus manos» vibran en la onda del temblor más hondo, que ni sus ojos mismos aciertan a enseñar. Pero la belleza de la mano se declina de muy diferentes maneras. Está, sí, la suave, sedosa mano que glorifica la pasión. Entonces, una especie de triunfalismo poético se acoge a las claras imágenes, a la enardecida metáfora empujada de lirismos. Pero cabe, también, el encomio de la mano herida por el tiempo, surcada por la huella de mil avatares adversos. Habrá quien encuentre en la mano callosa del trabajador un símbolo de moral belleza indeclinable. ¿Y las manos pálidas, sarmentosas, cansadas, de los viejos? Trémulas, casi exámines, vacan en un descanso forzado que promociona en el alma un sentimiento de tristeza. ¿Y las manos de los moribundos? Manos locas que agitan su impaciencia desnortada enlas fronteras del sueño último...

He ahí las manos de una mujer pobre. ¿No han sido testigos ustedes nunca del afán de una de esas féminas enlutadas que, en los pueblos, se sientan, al atardecer, en el zaguán de sus viviendas a zurcir la ropa de la familia? El mundo está obstinado en un campeonato de prosperidad; eliminados mil achaques, mil anacronismos, mil prejuicios, mil... remiendos, el mundo parece jugar ya los «cuartos de final» de la prosperidad contra todos los obstáculos. Los hombres, ávidos de novedades flamantes, se oponen invariablemente a lo usado, a lo añejo. Y ni para sus vestidos ni para sus ideas y creencias admiten el recosido o la enmienda. No importa lo limpio si es de ayer. Interesa lo de hoy, aunque sea lo sucio de hoy.

Yo cantaría esas manos de mujer pobre obstinadas en el zurcido a la hora incierta de la atardecida. Valientes manos de la pobreza en un tiempo cobarde que huye a la desbandada de los «valores» —la pobreza es un «valor» a la intemperie, y nadie que haya leído el Evangelio nos tachará de embusteros—, atento nada más al techo de las «seguridades».

(ABC, 28 de mayo de 1966)

lunes, 27 de mayo de 2013

En el año de la Fe. ¿OCASO DE LAS IDEOLOGÍAS?





Lo verdaderamente difícil para el Cristianismo, ahora, es que el mundo, sobre el que se ve obligado a operar, apenas ofrece una manera de ser cabalmente perfilada. Nuestro tiempo no tiene un carácter definido. La unificación técnica que nos ha acercado a todos los hombres por las ramas, nos está escamoteando las raíces, de tal forma que cada uno empieza a ser para sí mismo, en cierto modo, un desconocido. La vida, ya, adolece de los mismos condicionamientos en todas partes y, como escribe Sartre, somos «producto de nuestro producto», porque, por ejemplo, el maquinismo fabrica también modos, costumbres, hábitos, formas de vida. Todos los hombres hoy nos parecemos sorprendentemente cuando trabajamos y cuando nos divertimos. Pero el trabajo y la diversión son actividades corticales —aunque para la mayoría sean actividades únicas— y no hacen la personalidad. Ésta germina y actúa más hondo, en el lugar donde chocan y entrechocan la personal ideología y la personal pasión, el temperamento y el pensamiento. Hombres de auténtica personalidad son quienes mantienen, celada o no, esta hondura subyacente a la actuación puramente profesional o puramente convencional. De ese fondo, a la postre, sale lo decisivo del individuo: la virtud o el pecado, el escepticismo o la fe, el fervor o la pereza. Es decir, en ese fondo fragua cada uno su «concepción del mundo», que es lo que cuenta a la hora de saber quién es quién.

Y a esto me remito: Si en otros tiempos, tener una visión sistematizada de las cosas, y un norte de pensamiento, y una ideología, era cosa corriente; y, además, las diferencias individuales inevitables tenían la contrapartida de una coincidencia marcada en ciertos aspectos (todo el mundo, según la época, tenía fe en Dios y respetaba al Rey, o todo el mundo participaba de la corriente romántica, o todo el mundo sentía en liberal, lo cual constituía una coincidencia utilísima para conocer el carácter del cuerpo social); si en otros tiempos, repetimos, el momento histórico imponía más o menos sus «categorías», ahora, en cambio, apenas se dispone de un diagnóstico aproximado para el tratamiento correspondiente. Porque, ¿cuál es de verdad la ideología y cuál el carácter dominante de lo que llamamos «actualidad»? ¿Existe una nota específica, definitoria, de nuestra época?

Mas bien, vivimos de contradicciones. Nuestra Civilización, sorprendente y brillante, es un tanto amorfa y anárquica. Constituye un producto ecléctico, influenciado de mil tendencias de las que todos, en mayor o menor proporción, participamos. «Bastaría con que se tomara realmente en serio una cualquiera de las ideas que influyen en nuestra vida, de tal modo que no subsistiera nada absolutamente de la contraria, para que nuestra Civilización dejara de ser nuestra Civilización», opina Musil. En efecto, todos somos hoy, en dosis distintas, muchas cosas a la par. Todos tenemos una parte de cristianos que no impide el arraigo de costumbres paganizantes. Todos somos entusiastas del progreso y amantes del tiempo ido. Todos, crédulos de una parte e incrédulos de otra. Nos admira la técnica y, en nuestros «ratos de ocio», renegamos de ella. ¿Somos positivistas? Si, pero... ¿Somos escépticos? Si, pero... ¿Somos espiritualistas? Sí. Sí, de todo un poco al mismo tiempo. Pero con pero: es decir, con reparos. Ansias de «justicia social» hay como nunca; sin embargo, compaginamos este anhelo con una filosofía del egoísmo a todas luces manifiesta puesto que el ascetismo y la renuncia —que serían los trámites previos para aquella justicia— no tienen apenas prensa. Es que no tomamos realmente en serio nada, como sugiere Musil. Ni nuestro Cristianismo, ni nuestro paganismo, ni nuestro idealismo, ni nuestro positivismo, ni nuestro espiritualismo. Conviven en cada alma, y por tanto en la resultante social, mil tendencias que se equilibran haciéndose un guerra floja, sin consecuencias. Precisamente, lo que falta en nuestra hora —tan amenazada de guerras armadas entre los pueblos— es una auténtica guerra interior dentro de cada hombre. Cada hombre empieza a ser un caos pequeñito e inocuo. Todo está aguado en las conciencias; todo está mezclado, emulsionado. Así es que de aquella «noosfera» que presagiaba Teilhard de Chardin, ahora por lo pronto, no palpamos otra cosa que polvo cósmico de ideas disgregadas, limo discernible procedente de rocas distintas. Nuestra Civilización —producto de productos— no cuaja en ningún bloque compacto, sistemático. Lo hemos «agitado» todo «antes de usarlo» (la religión y el existencialismo, la democracia y la fuerza, el lirismo y el gamberrismo), y cualquier análisis es desconcertante. Nuestra civilización, equilibrada y sin verdadero carácter dominante, devendrá en otra distinta cuando al fin, una corriente, de las muchas que le influyen, se perfile como triunfante... ¿Amanecerá un espiritualismo arrollador? ¿Se consumará el totalitarismo de la técnica? ¿Prevalecerá una fe trascendente o, definitivamente, un pragmatismo denso y sin poros asentará su reinado sobre la Tierra?

Son las preguntas que hoy se hace cualquier hombre inquieto.

(Diario JAEN, 7 de noviembre de 1967)

viernes, 17 de mayo de 2013

EL NIÑO, UNA PLANTA





Lo dijo la señora Montessori, citada por todos los pedagogos: «el niño es una planta». E importa no estorbar su desarrollo, su crecimiento. El Maestro es como un jardinero: riega, limpia, poda, abona, recorta.

Pero vamos, señores, a no exagerar. El afán de considerar al niño al modo naturista puede hacernos olvidar que el niño tiene instintos, deseos y hasta malas intenciones a veces, que conviene eliminar. El pecado original es un dogma de nuestra fe. Tratar al chiquillo a baquetazos —palmeta y tente tieso— es una barbaridad. Pero es otra barbaridad dedicarse a contemplar como el niño —estupenda planta— crece en todas las direcciones sin que osemos intervenir directamente (en ocasiones explícita y terminantemente, como un cirujano inclusive) cuando en la organización o en el biologismo del niño surge una purulencia, un absceso, una infección moral. Esa pedagogía que, farisaicamente, se escandaliza cuando todavía se habla de premios y castigos, cuando se propugna una disciplina, cuando se dictaminan unas normas, adolece de bastante bobería, si no es que adolece de otra cosa peor. El Maestro no es un dictador, ni mucho menos un tirano. Pero el Maestro es la autoridad en la Escuela. Y no puede caminar siempre en pos del niño, de los intereses del niño que, con bastante frecuencia, son los caprichos del niño...

La pedagogía moderna trata, con loable afán, de establecer en la escuela una disciplina interna, de responsabilidad de los educandos: una disciplina, por decirlo así, endoesquelética que sustituya a la dermatoesquelética u ortopédica de antaño. La disciplina —se dice— es una función. Y una función que surge sobre la marcha, por necesidad interna reclamada, demandada por el quehacer escolar.

—¿Los niños hacen en la escuela lo que quieren? —preguntaban una vez a Claparede, propugnador de esta disciplina funcional.

Y Claparede, contestó:

—No; es que quieren lo que hacen.

Es verdaderamente ideal que podamos llegar a una escuela en que el Maestro se limite a orientar y a despertar intereses; una escuela de niños responsables convencidos de que hacen lo que quieren porque quieren lo que hacen. Pero reconozcamos que, en no pocas ocasiones, esto representa una utopía. Y que a la disciplina interna, auto responsable, funcional, hay que unir, con frecuencia, la disciplina hecha de normas constantes y sonantes, claras, precisas, razonables, a las que el niño ha de someterse. Porque para eso le mandan a la escuela. Y porque, desde luego, el niño no es perfecto por naturaleza y no siempre es capaz, por sí mismo, de responsabilizarse enteramente de sus actos. Libertad en la escuela, sí, pero con condiciones, con muchas condiciones. (Si el niño en la escuela está ya tan «formado» que es idóneo para gobernarse por sí mismo, es que está ya educado. Pero si está ya educado, ¿para qué lo llevamos a la escuela?...)

¡Ay! La experiencia nos muestra una sociedad de hombres adultos completamente irresponsables. Se dice que esto acaece porque desde la escuela no han aprendido a ser responsables. Magnífico. Enseñemos en la escuela la responsabilidad con su correlativo de libertad. Pero, ¡cuidado! El niño no es, nada más, una planta que crece y crece, a la que no hay que estorbar. El niño —lo sabemos los cristianos— lleva en germen la potencia para el bien y la potencia para el mal. Por eso, si el Maestro es un jardinero, no ha de ser como esos jardineros que se limitan a regar. Ha de ser como los que, llegado el caso, se afanan también en desarraigar.

(SAFA, Núm. 37, 1966)

martes, 14 de mayo de 2013

FUENTE





El futuro nos invade y su formato y dimensiones nos ponen en ascuas. Antes, el porvenir estaba por venir —se veía llegar poco a poco, con lentitud de tartana—, y ahora se echa encima antes de tiempo. No hay sala de espera para el futuro que ya entra en vías con adelanto, y esto marea. Marea hasta el punto de que uno no sabe si es que una cosa acaba o empieza. Paradoja: falta tiempo al tiempo. Y, ¿cuál es el tren que sale y cuál el que termina? «El arte no tiene futuro», decía hace poco Salvador Dalí. Pero los irracionalistas, los del arte «kitsch», ¿no nos informan de que es ahora cuando alborea? Confusión de planos. Baudelaire, en Paraísos artificiales, al contar los efectos del «haxix» dice que «quedan trastocadas las proporciones entre el tiempo y el ser»; la alucinación producida por la droga arruga la lineal tersura de las horas: las amontona hasta dar la impresión de que el antes y el después se desplazan, se transforman y cambian de tamaño. Surge la sospecha: ¿hay momentos históricos de embriaguez colectiva con parecidos síntomas? El hecho de que ahora todos hablemos demasiado de «futurismo» y de «regresismo», denota no sé qué obsesión neurótica con respecto al tiempo. Será que hemos perdido el control. El hombre, claro está, siempre se supo inserto en el tiempo, pero dejaba a los días hacer su labor, empeñado él mientras, por su cuenta, en el propio quehacer. Se sabía el hombre cosa distinta —y hasta en cierto modo opuesta— al tiempo. Pero ahora, desde que se nos dijo que el tiempo es nuestra trama y que no hay otra, sufrimos el agonismo de querer ser sus dueños sin dejar de ser esclavos. Con datos, estadísticas, cálculos, quisiéramos indicar al tiempo su camino y su velocidad. Y prefabricar su faz. Se nos ha dicho ya en programas de toda especie cómo va a suceder todo en el año 2000. Y, sin embargo, este conocimiento anticipado es proclive a toda incertidumbre, a pesar de la procura incesante de seguridades. No es raro, entonces, que provoque una reacción nostálgica. Incluso en una misma persona pueden funcionar, así, las dos tendencias —progresismo y regresismo—, según la hora y el estado de ánimo. Momentos hay en que el futuro nos aturde con sus abortos. E instantes en que la «corteza del uso», que diría Bahehod, bloquea el rollizo porvenir que la costumbre esclerotizada obstaculiza. Sí; histéricos todos ante el tiempo, sin metafísica a qué asirnos, la cronolatría denunciada por Maritain sube de punto. La cronolatría es un desenfoque óptico que borra perfiles ontológicos y deja flotar a las verdades a la deriva: el tiempo «decide» sobre el «ser». ¿No vamos a temer, pues, que el relativismo esté drogando al pensamiento? La droga —volvamos a las palabras de Baudelaire— «trastoca las proporciones entre el tiempo y el ser». Este achicar el pasado —progresismo—, este agrandarlo —tradicionalismo—, este conceder todo crédito al porvenir —futurismo—, este confundir a la Historia con una cartilla de ahorros —conservadurismo—, son actitudes distintas y simultáneas de nuestra época. Es que nos falta la serenidad. Y, luego, el activismo es la evasión al alcance de todos. «Me caería de cabeza en mí mismo», dramatiza un personaje de una novela de Cortazar. Frase expresiva. Cuantos rehuyen la interiorización es que temen caerse dentro de su propio pozo, y por eso confían su ser a la circunstancia y al tiempo, nada en el tiempo. Pero ello, ¿no implica un nadar sin agua? El tiempo de que disponemos cada uno es bastante reducido y, probablemente, ésta es la causa del juego. Jugar la carta del mañana o la del ayer; optar por una mimesis —que diría Toynbee— o por una adivinación... Puros juegos para pasar el tiempo, cuando lo racional sería apostar por nosotros mismos, por nuestra personalización, sin mirar demasiado hacia delante o hacia atrás. (Quevedo, en sus días, no del todo diferentes de los nuestros, se angustiaba en sus esquinas, obseso de las encrucijadas del tiempo. «Soy un fui, y un será y en es cansado», escribía en un verso que no tiene par, a mi juicio, en toda nuestra literatura. En efecto, éste es el vértigo de la droga... Pero Quevedo pertenecía a un siglo creyente y encontraban al fin sus angustias reposo glorioso: «Polvo serán, mas polvo enamorado».)

En las pasadas pascuas —he leído no sé dónde— era frecuente en París el regalo de un reloj que preguntaba la hora. Se abre la puertecita de un estuche, aparece una esfera sin agujas y sin señales horarias y un «cucú» parlante salta gritando: ¿Qué hora es? No sé si el juguete tenía intención irónica o simplemente burlesca. ¿Es que ya ni los relojes saben la hora que es? O, ¿se trata de una amable invitación para que hagamos una hora para nuestro ser y no nuestro ser para la hora?

Pienso que olvidamos la fuente entre este aparato hidráulico que trae, a tiempo y actualizada —«aggiornada»— el agua a casa. La civilización —la «explisión cultural» va a coincidir con la «explosión demográfica»— impele hacia futuros ignotos sin que falten los pétalos añorantes de un ayer que suspira más que expira. Pero lo que nos haría falta —lo que nos sería urgente— es meditar que hay una fuente de donde brota el agua. Lo que empezamos a ignorar es que el agua trae un camino que empieza muy lejos del grifo de la cocina o del lavabo: que nuestros múltiples conocimientos y nuestras particulares verdades no son sino diversificaciones, en acometidas distintas, del prístino caudal. Más allá o más acá del tiempo condicionante, ¿Él está en crisis? Pero Él, fuente «posibilitante» e «impelente», Él en el seno del mundo, «constituyendo teologalmente al hombre», según expresión de Zubiri, entraña la única y última esperanza para quienes prefieren seguir teniendo alma.

Aunque, «¿quién quiete tener alma en el Trianón?», se lamentaba Alfredo de Vigny, aludiendo a la frivolidad de la Corte de Luis XIV. (Mal planteamiento el de la frivolidad. Invariablemente, antes o después, le sigue invariablemente la tragedia...)

(ABC, 19 de mayo de 1971)

jueves, 9 de mayo de 2013

AHORA QUE ES PRIMAVERA (Notas sueltas)





La vida está hecha de convencionalismos. Uno de esos convencionalismos es la Primavera. Con una seriedad magnífica se asegura que la primavera comienza el 21 de marzo y que termina el 20 de junio. Por eso, cuando llega abril, las gentes se desprenden del abrigo y de la bufanda, se dedican a escribir sonetos de amor y, con un entusiasmo digno de alabanzas, empiezan a ponderar las excelencias de la estación de las flores.

Pero, claro, esto no pasa de ser un optimismo exagerado. Lo cierto es que, si bien es verdad que existen días primaverales, no existe, en cambio, la primavera. De vez en cuando, esporádicamente, surge un buen día, de temperatura ideal. Pero la primavera sistematizada, ordenada en una serie de días venturosos, encasillada en un lapso de tiempo previamente determinado, es una utopía del calendario que no debe engañar a ningún hombre medianamente civilizado.

Porque, naturalmente, los días primaverales, no vienen precisamente en mayo: no están controlados ni monopolizados por la estación de las flores. ¿No es verdad que, en diciembre o en enero, hemos dicho muchas veces: «Hoy hace un día primaveral»? Y, sin embargo, cuantas veces exclamamos en mayo: «Parece que estamos en febrero».

Es que la primavera es una coquetería del tiempo. Es como una sonrisa falaz de mujer. Hay ingenuos que creen que una mujer les ama porque les sonríe un día; y les entregan por eso su corazón. Semejantemente, hay personas, poco avispadas, que creen que la primavera está propicia porque, un día, en el mes de marzo o en el mes de abril sube el termómetro unos grados y se despeja el cielo. Aprovechan la ocasión estas personas para quitarse la camiseta de invierno que, en cierto modo, no es si no una declaración de amor que se hace a la primavera... Pero la primavera les da «calabazas». Vuelve a encapotarse el cielo y a descender la temperatura... Entonces, a los enamorados de la estación bella no les queda más remedio que volver a abrigarse... o pretender a la muerte con los méritos de una pulmonía.

* * *

La amapola no es una flor de jardín sino de campo abierto. Al lado de una rosa, una amapola parecería la criada. Pero como hay criadas bellísimas que nada tienen que envidiar a sus señoras, yo creo que la rosa ha sentido celos de la amapola y la ha desterrado al campo. Allí ha salido a la amapola una corte de galanes humildes: los jaramagos. Mientras, en los parterres de la ciudad, los claveles, y los jazmines, y las azucenas y las rosas, han formado una «sociedad elegante», aristocrática, una sociedad que celebra sus bacanales en los crepúsculos de la primavera, descorchando el champaña perfumado de sus fragancias.

¿Y la margarita? La margarita, es el tipo representativo de la «clase media» en las flores. Así veis margaritas en los parques, y margaritas en las eras. Y hay «margaritas para los puercos»; pero también margaritas que tienen ese destino maravilloso de aclarar dudas de amor...

En los balcones hay muchas macetas. Las macetas son pedazos de campo presos. Hacen la misma impresión que las aves enjauladas.

Siempre asomados al balcón, los jeráneos parecen esperar ver pasar una procesión que nunca llega.

Pero, el domingo de Ramos, aparece la palma bendita en el balcón. Diríase que viene a hacer apostolado, con su elegancia mística, entre la frivolidad abigarrada, halconera, vanidosa, de las macetas.

* * *

La primavera, en fin, es la premisa indispensable del estío. Y la flor, no es sino una crisálida del fruto. En la naturaleza, la belleza es una larva de la utilidad, la flor es una promesa del fruto y la virgen es una promesa de la madre...

(Del libro POLVO ENAMORADO, 1948)

martes, 7 de mayo de 2013

VOLUNTAD, NOLUNTAD





El hombre crítico no suele coincidir con el hombre «creador». Spengler encontraba casi una oposición entre uno y otro. La labor creadora pide imaginación. La crítica exige una dosis considerable de inteligencia, aunque con frecuencia el crítico usa preferentemente de su instrucción y, a veces, más bien, de una especie de ignorancia ilustrada. Quizás hoy, de entrada, el crítica logra su «impasse» con la osadía. Y entonces el crítico precede al creador y no al contrario, que parece lo ortodoxo. Son bastantes los casos en la literatura y el arte con un proceso así: el crítico crea al artista, lo hace o lo adelanta, lo expone. Y después, el poeta, el pintor o el novelista recogen la fama que les ha otorgado el crítico. Es curioso, entonces, que el creador haga de su cuadro, de su novela, de su canción, una obra crítica. Está a la vista: el poema con mensaje, la canción-protesta, el relato testimonial, la «denuncia profética», constituyen otras tantas obras en las que la creación propiamente dicha brilla por su ausencia. Cuando más, la creación se ajusta o se subordina a un propósito más bien analítico: es decir, no merece llamarse creación.

En medio de esta confusión del «creador» que se dedica a la crítica y del crítico con vocación creadora, ya importa menos la sensibilidad en uno y en otro. Y la inteligencia puede queda en simple listeza. Y si luego se interfiere la política —que además de una ciencia es una tentación— resulta que el «panorama de la cultura» queda en piano desafinado... (¿Qué cómo sale tan mal Chopín?... Ah, pues después de tanta mudanza...)

Lo menos que necesita una cultura, tanto desde el punto de vista del crítico como del creador, es una serenidad. Si hay serenidad no se cambia los papeles. Es cierto que a la política puede venir bien un «agítese antes de usarse» y, por eso, los periodos electorales son una invitación, en cierto modo, a las demagogias, a todas las demagogias. Pero incluso la política, cuando de verdad aspira a ser cultura, debe afinar sus teclas y apagar sus gritos. «¿Cómo hacer entender el equilibrio de poderes? ¿Cómo escribir un capítulo de Montesquieu en el estandarte de la revuelta?», escribía madame Stael.

Si es necesario, pues, serenarse antes de la cultura —antes del cultivo creador, crítico o político— lo mejor es desenmarañar y que cada uno siga su hilo y no equivoque su origen. Hay que buscar en lo que cada uno hace lo que cada uno quiere. Sin que nuestra acción se desenganche de nuestro propósito que es lo que pasa cuando se proyecta una política novelada, olvidando que la política es el arte de lo posible. O cuando se pintan cuadros socialistas, o se pergeñan poemarios que más o menos exponen un plan quinquenal, que los hay.

¿No será que es precisamente querer, querer algo definido, concreto y con perfil indeleble, lo que a todos y cada uno nos falta? Blondel —un filósofo poco leído, pero primerísimo— cree que lo fundamental en el hombre no es el «pienso» cartesiano, ni el «debo» kantiano, sino el «actúo». El hombre está botado a la acción, pero con frecuencia (y en esta época de activismos sin tasa, mucho más), nos ponemos a hacer mil cosas que no sabemos y que ni siquiera queremos. Se suele decir que la acción no nos deja tiempo para pensar. No es eso, porque todos pensamos demasiado ahora, aunque este exceso de carga mental no acertamos a orientarlo y por ello deriva en depresiones y en neurosis de todo tipo. Lo que sucede es que esquivamos la tarea de querer. De querer con firmeza algo. Y entonces, nuestra acción constante y plural no pasa del apaleo incontrolado, es decir, se ciñe a un dar palos de ciego.

Al crítico, al creador, al poeta, al político..., habría que ir con la consigna: Póngase usted a querer. A saber lo que quiere y, así a ver si entre todos aclaramos el nublado.

Difícil, porque el último fondo es que detrás de tanto grito, de tanta bandera, de tanto poema, de tanta fábrica, de tanta canción y de tanto programa, falta una auténtica voluntad. Unamuno, ya en sus días —bastante parecidos a éstos— se quejaba de que en aquel tiempo había más Noluntad que Voluntad. Hay un «Nollo vole», un «no quiero» en todas las posturas rebeldes. O, mejor, hay un «Vollo nolle», un «quiero no querer». Si nos falta una voluntad genuina, nuestra acción se enrola inevitablemente en la actitud negativa de la protesta, de la acritud, del odio, de la mala sospecha. Se hace un programa del «No», aunque disimulamos exclamando enseguida que luchamos por... (pongan aquí una bella palabra, por ejemplo la Libertad).

¿Voluntad o Noluntad? Cierto que la Voluntad nos impele a decir «no» a mil cosas. Ahí están los ascetas. (¿Ahí están? Bueno, es un decir, porque ya no hay ascetas o no se ven.) Cierto que la Voluntad no es conformismo. Pero la acción que la voluntad guía, obedece a un principio, a una norma, a un sí original. En cambio, la Noluntad, que glosaba Unamuno, tiene como causa el pecado de no buscar en el fondo del espíritu el gancho o la locomotora que arrastra nuestro tren. Sin gancho, acostados en su nihilismo, en su noluntad, hay muchos hombres que nada más interrumpen su radical modorra para gritar, sonámbulos, sus pesadillas.

(IDEAL, 19 de mayo de 1977)

domingo, 5 de mayo de 2013

PRIMAVERA EN EL CONVENTO.—






¿Paz o guerra? ¿Qué es el Convento: un fortín o un remanso? Ahora, es un día de mayo cualquiera; la Primavera zumba alrededor del Convento. La Primavera es la faz que usa la vida cuando quiere decirnos que es agradable. Sin embargo, parece, el Convento no hace concesiones a la Primavera; como no las hizo al invierno; como no las hará al estío. Por eso, el convento es un fortín: entraña una lucha. ¿No está la Regla sobre el tiempo? Las monjitas no adaptan sus trabajos al tiempo, sino el tiempo a sus trabajos. Todas las acciones del día, cada día, convergen como radios al centro purificador de la Plegaria. Gira el molino de las horas: Prima, Tercia, Sexta, Nona, Maitines, Laudes... «Siempre igual». Igual, aunque afuera ruja el huracán. Igual, aunque afuera las acacias enerven el aire de perfumes voluptuosos. Idénticas tocas cuando el cierzo flagela y cuando el austro acaricia. El Convento, sí, es un fortín, un lugar insobornable de combate... al pie del Altar.

Y sin embargo, dentro del Convento está la «tentación». El Patio es una naturaleza viva enrejada entre la ascética sobrenaturalidad del monasterio humilde. En el patio, sol limpio a la hora de Tercia, a la hora dorada, cuando día predica su alegría matinal; sol ebrio, de Sexta a Nona, cuando el medio día vence con su fervorín cegador de sensualidades rotundas; luna insinuante, acaraciante, paganizante, en la hora nocturna, cuando los Salmos de Maitines reiteran en el coro su melopea ineluctable... Aquí, en el Convento, no hay variedad empero. El tiempo es, nada más, una inexorable repetición esperanzada. La monjita vieja y arrugada, lo sabe; lo sabe, la tersa novicia blanca. Rezo, Misa, costura, refrigerio, rezo, recreación, más rezo. El tiempo, sumiso, está distribuido, subordinado, encadenado.

Nosotros, fuera del Convento, somos los sátiros, los faunos insaciables de las cosas efímeras, huidizas. Queremos detener al tiempo deslumbrante que pasa, con un abrazo. ¿Se burlan de nosotros las cosas? ¿Nos engaña la Primavera? Queremos conquistar para nosotros, la luna, el sol, las flores, la vida. Nos da tristeza, desánimo, esta vida de las monjas insobornables bajo la toca blanca, bajo el pardo hábito... ¿De qué naturaleza están hechas ellas, sujetas a la Regla, desasidas del Mundo? ¿Quién les ha dado fuerzas para luchar? ¿Quién les ha dado la sabiduría?

Son las esposas de Cristo, frente a la primavera de las acacias. Ellas, nos hablan de una dulce, inextinguible, espiritual Primavera. Dios, en ellas, sea loado.

(BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

jueves, 2 de mayo de 2013

LA SANTÍSIMA VIRGEN DE GUADALUPE, PATRONA DE ÚBEDA





Se la encontró un labrador en el siglo XIV y... del seno de la tierra la trasladó al corazón de Úbeda. De entonces data el latido generoso del corazón de Úbeda.

(Pero, Señor, tan pequeñita, tan pequeñita...) Tan pequeñita quiso ser para caber en los recovecos estrechos del alma, para llegar a los entresijos arrinconados del espíritu. Así, ¡qué ubetense podía excusarse de guardar «sitio» en su corazón para la Virgen de Guadalupe! Ella tan grande, se hacía pequeñita, pequeñita, chiquitiya, chiquitiya... para poder entrar, medianera de todas las gracias, en la angostura mísera de las necesidades de sus hijos; para poder introducirse, intercesora de toda indulgencia, en los antros oscuros de la mezquindad humana.

Se la encontró un labrador en el siglo XIV, tan bonita, tan asequible a todos los fervores ingenuos, que la juglaría dispersa de la Úbeda reconquistada a la morisma, peinó sus greñas líricas y transfiguró la copla en canción.

Encontró Úbeda a su Reina... tan amante, tan amable, que se humilló a ser como el oro, tesoro enterrado, Ella que, exenta de la corrupción mortal, apacentaba, desde la Eternidad, los rebaños gloriosos de las estrellas. Y Úbeda quiso elevarla a las estrellas, alzándola sobre el pavés de su amor. ¡Qué ubetense puede negar «sitio» en su corazón a Ella que trae el favor grande oculto en sus manos de muñeca, a ella que se hace de juguete para devolver a los hombres el candor y la pureza, y la bondad...! Ningún ubetense puede decir «no» a la Virgen de Guadalupe, porque ante Ella aprendió a rezar; porque su estampa estaba —con recuadro de oro— en la casa que le vio nacer; porque su medalla pendió del cuello de la madre que le amamantó; porque estaba su efigie en el aposento mortuorio de la pobre abuelita frágil, frágil que un día de otoño quebró el viento de la muerte...

Se la encontró un labrador, chiquita y morenita... y la dio a los ubetenses en lugar de devolvérsela a los ángeles.

(VBEDA, Año 1, Núm. 11, noviembre de 1950)

(Fotografía: ALBERTO ROMÁN)