BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

sábado, 31 de diciembre de 2011

EL TIEMPO, EL RELOJ Y YO





Yo un hombre gris, dentro de un traje gris, que en la crisis de la Nochevieja se pone a pensar, unos instantes, sobre el tiempo. El tiempo vuela. Yo veo caer las hojas del calendario —árbol fugaz de los días— agitadas por no sé qué viento. Mientras, el reloj señala hora exacta. Pienso en el tiempo, en el reloj y en mí.

Mis ideas son muy confusas. Nadie me puede decir con precisión qué cosa es el tiempo. Pero el reloj, inexorable, me da cuenta de su paso, mide su andadura. ¿Qué hora es? Cuando termino de decir que son las diez en punto, ya son las diez y tres segundos... Pienso en la fundamental oposición existente entre el reloj y la brújula. La brújula, con su Norte invariable, dogmática, afincada a una seguridad. El reloj, desnortado, obediente a la más anodina de las horas. Si el reloj se pudiese convertir en brújula, tendríamos la eternidad. Cuando un reloj se para, es que se duerme añorando un Norte, soñando permanencias. ¿Por qué el espacio es estable y el tiempo no? ¡Vaya disparates que se le ocurren a uno! El hecho es que las manecillas del reloj giran y giran incansables, como en trabajo forzado. ¿Una condena? Es como si caminasen —vueltas y más vueltas— en la búsqueda de una hora feliz, quieta, para el descanso. Esa hora que yo busco —que usted, lector, también busca— en insensato afán. Pero no hay actualidad en que guarecerse, en que poder quedarse. Lo que realmente trata de descubrir el reloj con sus manecillas obstinadas es la cuadratura del círculo. Imposible.

Y yo, después de mirar al reloj, me miro. Yo y el tiempo: importante tema. Quiero hacer un poco de filosofía acerca del pasado, del presente, del futuro. Compruebo que no sé, que me salen triviales las ideas. He aquí, Señor, que tras una hora llega la siguiente; pasa un día y viene otro día. Es vulgar, pero dramático. Se me ocurre lo que a cualquiera: ¿pasa el tiempo o paso yo? Y yo, ¿soy historia, o qué soy? ¿Dónde tengo más parte de mí mismo, en el pasado, en el presente o en el futuro?

Como voy adelante con el tiempo, como pienso, con la ayuda de Dios, vivir mañana, es indudable que aspiro a muchas que en mí, no tengo aún realizadas. No sólo los jóvenes, cualquier hombre está capacitado para ilusionarse con lo que no ha llegado todavía. Y si camino es que aliento en la secreta esperanza de que voy a ganar algo más allá de donde estoy ahora; seis, cien o mil días más allá. Así es que parece que lo mejore de mí mismo está en el futuro.

Pero cuando esto pienso, paso mi mano sobre la frente. Y me doy cuenta de que mi mano y mi pensamiento no pertenecen propiamente al porvenir, sino que son un «ahora mismo». ¿Ahora mismo? Yo soy un hombre que lleva su duda dentro de su sonrisa. Me estoy sonriendo, pues, de mi anterior pensamiento. ¡Mis manos de ahora! ¡Mis ideas de ahora! ¿Tengo yo ahora algo que sea, íntegramente, de ahora? En mi gesto, probablemente, está el gesto de mi bisabuelo. En mi mirada, vive el color y el «tono» de la mirada de mi padre: todo el mundo me lo dice. También he heredado de no sé quién esta manía absurda de estirar con un dedo el párpado cuando me encuentro preocupado. Y mi forma de andar... Y mis pulmones con los que respiro llevan, asimismo, un sello antiguo, un marchamo de familia. Eso en lo que a mi cuerpo se refiere. Porque si me pongo a analizar en el espíritu, ¡cómo voy a tener el cinismo de decir que estreno hoy mis ideas! ¿Acaso inauguro yo en estos momentos —acaso son enteramente actuales— mis pecados y mis pequeñas virtudes? La gente grita por ahí lo de «Año Nuevo, vida nueva». Sí, sí, de acuerdo: vida nueva, pero con el material antiguo; con la creencia de ayer, con la mirada de ayer. Hurras nuevos, pero con la garganta de siempre. Uno es un depósito vivo de ideas, de sensaciones, de emociones, de funciones. Uno no puede renunciar a la historia de sus arterias, a la biografía de sus instintos. Uno tiene en el pasado personal su cuartel, su arsenal, su intendencia. Piafan los corceles del deseo en ansia de cabalgar hacia el futuro. Pero del tiempo pretérito se nutren y la historia es su reducto.

Nochevieja. Yo veo caer las hojas del calendario —árbol fugaz de las horas— agitadas por un viento. Yo siento en mi interior la música de los días cesantes. Las memorias —los dulces recuerdos, los amargos recuerdos— callaban como campanas quietas y... esta noche se han puesto a tañer melancolías. ¡Nochevieja! Yo soy tiempo —tiempo ahorrado en mis ideas y en mis miembros— que quiere pararse en una hora segura. Pero, ¿hay hora segura?, ¿hay tiempo techado? No se puede edificar una estabilidad en el solar de ninguna hora. Me lo está diciendo el corazón:

—Mira, hay que caminar.

Año Nuevo. El tiempo y yo frente a frente. Él, con su inexpresiva mirada blanca. Yo, con mi impaciencia y con mi campanario: con mi afán y con mi nostalgia. Hay que caminar. Hay que girar, como las manecillas del reloj, esclavos de las horas. Hasta que ellas pasen y el momento llegue. Hasta que se pueda decir de nosotros: «Le llegó su hora.»

Pero esa Hora es otra Esfera.

(ABC, 30 de diciembre de 1964)

jueves, 29 de diciembre de 2011

ESTO ES BELÉN





Lo casero de la Navidad. Y, al mismo tiempo, lo ecuménico de la Navidad. Fiesta familiar y conmemoración universal. Es que la Navidad es Casa. Casa de la Historia. Techumbre providencialista de una Humanidad tantas veces a la intemperie, sin cobijo...

Pero este mundo nuestro, ¿tiene casa? A ratas se nos figura que hace, enteramente, vida de calle. Hay ideas transeúntes —ideas mil— que pululan por ahí, unas destocadas, otras con sombrero y paraguas. Quiero decir que, respetables o desaprensivas, enfáticas o juveniles, bien peinadas o desgreñadas, las ideas —o mejor diremos las actitudes mentales— de nuestro tiempo, caminan presurosas, se cruzan al paso, se saludan o se denostan. Pero, ¿dónde vive tanta «gente», dónde habita tanta idea? — se pregunta uno.

¡Ideas! Menuda cosa. Hace tiempo, en algunos pueblos andaluces, a los «atravesadas» se les llamaba «hombres de ideas». Como si las demás —las ortodoxas— no contasen. No es que no contasen. Es que se pasaban la vida metidas en casa; dentro, por así decirlo, de su esquema, sin proyectarse al exterior. Como no salían afuera no se les veía. Como no hacían ruido, casi no se las valoraba intelectualmente. Ahora, cada idea tiene su vehículo. Sus desplazamientos son incalculables. La prensa, el cine, la radio, la televisión, son buenos servicios de transporte para el pensamiento. No hay ideas que se pasen el tiempo metidas en su domicilio o... asomadas a la ventana. No hay ideas de profesión su casa...

Bien: está muy bien este movimiento, este dinamismo, esta competencia, este jaleo. También nuestras ideas, ortodoxas y cargadas de noble voltaje, al hacerse callejeras caminan con paso airoso, elegante, en actitud esbelta y graciosamente ataviadas. Así, compiten con las otras. Así triunfan. Es un error creer que las ideas ortodoxas se habían hecho viejas. No lo fueron nunca. Era, sencillamente, que no se... arreglaban. Dejaban el campo libre, por orgullo o por erróneo pudor, a las ideas «suripantas». Eso era todo.

Sin embargo, la prestancia de una idea —o, mejor, de un ideal— depende de que tenga o no «solar conocido», o al menos de que se la pueda visitar en casa. El existencialismo, por ejemplo, que es la filosofía de los que no tienen filosofía, es el caracol ideológico (con su caparazón escrecente a cuestas), que es el vivaqueo —intemperie, descampado— de unos hombres que practican la política del naufragio; el existencialismo, digo, no pasa de simple exhibicionismo. El existencialismo enseña angustias, como la prostituta muestra, en la derrota de su cuerpo, el malogro de sus encantos. Su desesperanza es que no puede volver; que, desvinculado y errante, renuncia a encuadrarse en una disciplina. Que no dispone de... domicilio.

(—¿Dónde vive usted?

—En los suburbios de Heidegger, de Kierkegaad, tengo una chabola...

—Heidegger, Kierkegaad... son tierra que ha vuelto a la tierra.

—Pues por eso.

—¿Cuáles son sus creencias?

—No tengo creencias. Creer es afincarse. Yo soy el nómada radical...)

__________


Pues, precisamente, otra ventaja del Cristianismo es la de su amplio, enorme, sólido, maravilloso domicilio. Se explica que en otros tiempos hubiese cristianos que renunciasen a la vida de relación, que no saliesen de Casa. El trazado teológico del Cristianismo se fundamenta en cimientos invencibles. ¿Y su mobiliario ético? ¿Y su seguridad vital? ¿Y su «orientación» abierta a los vientos de la Gracia, al sol de la Caridad? ¿Y su sistema de garantías sacramentales no derrocado —como las asendereadas garantías constitucionales— por ningún posible decreto o estado de excepción? ¡Ah! Por muchos que sean los contactos callejeros del cristiano, contando aún con sus disipaciones, con sus pecados, con sus desvíos, él sabe que tiene una Casa donde recogerse, una tabla de valores donde agarrarse ante cualquier fracaso, ante cualquier naufragio. Es su riqueza. Lidiará el cristiano su batalla temporal entre los hombres, padecerá o triunfará, andará o desandará, se agitará en deseos, gemirá o reirá; es la herencia común del linaje de Adán. Pero, en cualquier caso, dispone de un ideario de solar conocido. Y su alma se afinca en bienes raíces, inconmovibles. Como que es beneficiario de la otra herencia: la de Cristo.

Hay ideas transeúntes —ideas mil— que pululan inquietas, unas destocadas, otras con sombrero y paraguas; ideas que caminan presurosas, que se cruzan, que se saludan o se denotan al paso. Pero, ¿dónde vive tanta «gente», dónde habita tanta idea? Estas muchedumbres, ¿tienen casa? Dominando la Ciudad, la Navidad guiña su semáforo de eternidades a la triste Historia. Belén brinda creencias a tanta idea dispersa, ofrece domicilio a la multitud errante...

(—Esto es Belén. Monumento ideológico. Arquitectura espiritual de cerca de dos mil años de historia.

—Por aquí se regresa a Dios.

—¿Seguimos o... paramos?

—Nos quedamos, afincados aquí. Afincarse es creer.

—¿Para qué sirve creer?

—Para saber.

—¿Y saber?

—Para querer...)

(REVISTA VBEDA, Año 13, Núm. 122, 31 de diciembre de 1962)

sábado, 24 de diciembre de 2011

DIOS SIN NIEBLA





Creía Antonio Machado que se le perdía «Dios entre la niebla». Es la bella —y también exacta— frase que refleja esos borrosos estados de ánimo en que, desdibujado el perfil de las creencias, viene la perplejidad. Doloroso trance. Maimónides, el filósofo hebraico, en su «Guía de los perplejos», trataba de orientar a los espíritus que se despistan en la encrucijada. El mundo es una continua y plural encrucijada. Fe, ciencia, razón, voluntad, tradición, progreso, ideas, creencias, se entrecruzan, se interfieren, se ayudan, se estorban, luchan, se reconcilian... Ante estos ajustes y desbarajustes, surgen las preguntas y, después, cada respuesta lleva anejas nuevas preguntas. Entonces, se hace precisa la superior instancia y la apelación a lo supremo: «Ser Supremo» era la designación que durante mucho tiempo se dio a Dios. Eran épocas plagadas —y hasta finchadas— de racionalismos.

Pero la razón —ya se ha visto— no pasa de sucedáneo. También es un «sufragio», una ayuda, un subsidio para entender las cosas. Ahora bien, las cosas no terminan de comprenderse con razones, números, ideas. Es preciso siempre un apasionado fermento de Amor. Así, los hechos y los datos cobran sentido y posición. Así el mundo, además de conocimientos, tiene Sabiduría.

La Navidad, cada año, nos trae la lección de Dios. El mundo y sus ideologías deben callar en la Navidad para que Dios hable. Su Palabra es Cristo. Su lección es el Amor. Nosotros los hombres nos pasamos la vida jugando con las bonitas palabras; amor, justicia, libertad, paz. ¡Qué pena! No llegamos en el «juego» a ninguna conclusión buena. Más bien estamos llegando en cada momento a las antípodas de los conceptos que las palabras bonitas entrañan. Arribamos al odio, a la guerra, a la lucha, al egoísmo, al miedo. ¿Qué es lo que sucede? Lo que pasa es que seguimos empeñados en no hacer carne de Amor con la palabra amor. Lo que acaece es que el sueño nos inclina la cabeza cargada y no acertamos a levantarla. No atinamos a mirar de frente, a oír de frente, la Voz alta del Verbo que nos acerca y nos pone al alcance el misterio insondable.

El significado de la Navidad —Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre— es fácil porque el Amor no necesita de muchas explicaciones, teoremas y escolios. Pero al Amor sólo se llega con amor, con una lumbre por pequeña que sea, con una centella. Y es Él, es Cristo, quien luego se encarga de hacer fuego arrollador de la centella. Lo triste es que no aportamos nosotros la centella, no queremos, no sabemos. Y, por eso, cuando pretendemos penetrar en el Gran Suceso de la Navidad nos quedamos en los arrabales: en las tarjetas de felicitación, en las fuentes iluminadas, en el turrón, en el champaña, en el gesto de la dádiva de un billete o de unos billetes para los pobres. Pero es que pobres somos todos. Pobres en una o en muchas cosas. No basta con el gesto. Es una comprensión radical de la pobreza del hombre, de todos los hombres; es el advertir la precaria índole de la «condición humana», la que movió a Dios a hacerse hombre. Este es el «humanismo de Dios». Sucede —¡qué torpeza Dios mío!— que ahora muchísimos entienden el humanismo de manera casi opuesta. Entienden que ha llegado el tiempo de que el hombre —pródigo en conocimientos, técnicas, inventos, placeres y ansias— se erija en Dios.

En la Navidad, el Verbo encarnado, sobrenaturaliza a la creación. Yo creo que estamos, sin embargo, ya al borde de una celebración navideña que en muchos, muchísimos casos, prescinde en absoluto de Dios. Es la desnaturalización de Belén, cuando precisamente, lo que ha querido siempre la fe es la sobrenaturalización del Hecho del nacimiento de un Niño que llega a la Tierra desde el Cielo para realizar, para conseguir que los hombres podamos ser verdaderamente adultos. Adultos en la creencia amorosa, en la esperanza de la Verdad sin brumas, en la claridad pujante y estremecedora de un Dios que no puede perdérsenos entre la niebla.

(JAÉN, 24 de diciembre de 1975)

jueves, 22 de diciembre de 2011

EL FRÍO EN CRISIS





—En provincias, hará más frío que en Madrid, ¿verdad?— me decía no hace mucho una señora.

Porque... ya se va domesticando al frío en las grandes ciudades. Todas las cosas son susceptibles de humanizarse, o, por lo menos, de doblegarse bajo las «horcas caudinas» que el hombre les tiene preparadas. ¿Será, en efecto, dentro de poco, diferente el frío de la capital al frío de provincias?

Los esfuerzos de la Civilización, desde Neandertal acá, parece, han tendido a que la Naturaleza, poco a poco, deje de ser inapelable. La Prehistoria, por lo visto, era eso: absolutismo pleno de la Naturaleza. No cabían expedientes contra el calor o el frío, contra el día o la noche, el viento o el mar, la selva o el desierto..., el león o la mosca. De ahí, el pavor del hombre primitivo. Hoy, ¿quién siente pavor frente a nada? La Civilización fue tendiendo trampas a la naturaleza. Todo ha ido cediendo ante su astucia. Por supuesto que, aunque el hombre tardó más tiempo en burlar a las moscas que a los leones, justo es reconocer que, uno a uno, los animales, todos, han ido deponiendo su astucia. Lo mismo, las cosas. Ahí está la física... Primero, la física, ¿no debió ser algo desconcertantemente aburrido, tremendamente monótono? Todas las cosas obedecían a unas leyes hasta el extremo fundamentales, hasta la fatalidad rigurosas: la gravedad, la inercia... ¡Vaya férula! Hasta que los artilugios mecánicos, empezando por la palanca y la rueda, y siguiendo por todo lo demás, le dijeron a las leyes fundamentales:

—¡Calma!

Y las leyes fundamentales empezaron a entrar en razón. Porque la historia de la física es la historia del «se obedece pero no se cumple». ¿Es que acaso la Técnica, enel largo camino que media entre la poleo y el proyectil a la Luna, se ha puesto jamás «fuera de la ley»? Al contrario, la Técnica no es sino el esfuerzo de vencer a lo establecido, paradójicamente, a fuerza de obedecerlo. (¿Cómo el general De Gaulle?) Ningún aeroplano ha dicho todavía que las leyes de la gravedad no son ciertas y plausibles; lo que sucede es que el aeroplano tiene una manera distinta, original de obedecerlas. Todos —los hombres inclusive—, le rendimos pleito homenaje al caer; él, al subir. La Civilización, claro está, es lo contrario de la Magia. La Magia creyó que para vencer a la Naturaleza había que ponerse en contra, había que sublevarse. Así le fue a ella.

En fin; que a pesar de que la Civilización —ya casi nadie le llama Progreso— ha ido amansando a toda la Historia Natural, a toda la Mecánica, a toda la Geografía y a toda la Química —el Bachillerato entero poco más o menos— todavía quedaba casi campeando por sus respetos la Meteorología completa. En lo que al calor y al frío se refiere, la batalla está siendo larga. Todavía, sí, se suda en Agosto y se tirita en Enero, pero tiempo al tiempo. Muchos objetivos han quedado rebasados, ¿no? ¡Aquellos primeros inventos del abanico y de la chimenea!... Siguieron, la horchata y el brasero, tan mediocres aún... Luego, el ventilador y la calefacción casi pertenecen ya a la época romántica. Ahora estamos en la operación «aire acondicionado». Seguiremos. Algún día —hay que asegurarlo— el frío se habrá domiciliado en provincias. Así como la religión del imperio, se acogió en su tiempo a los últimos reductos del campo y de las aldeas, «de los pagus», ¿no puede llegar la ocasión en que el frío, en derrota, se refugie en los pueblos y villorrios haciendo de cada uno de ellos un bastión contra las embestidas del progreso?

Llegará un tiempo en que cuando alguien, al acercarse la Navidad, por nostalgia de ánimo, más que por otra cosa, diga «Tengo frío», le contestarán para sonrojarlo:

—«Cosas» de Peñaranda de Bracamonte.

MIGUEL H. URIBE

(Revista VBEDA, Año 9, Núm. 9, noviembre/diciembre de 1958)

miércoles, 21 de diciembre de 2011

ESE MUCHACHO DESCALZO QUE PIENSA





El hombre, además, piensa. Nuestra dignidad es el pensamiento. Pero cabe hacer de él una especie de profesión, y tenemos al pensador, y cabe simplemente usarlo, como una función más de la propia vida, y tenemos al pensante.

El pensador es un dedicado. Sabe que pensar es su oficio. Por eso, de antemano, se prepara: cierra sus puertas y postigos, se retira, se recluye, para elaborar en la cámara de la intimidad sus arquitecturas mentales. Pero esto es un lujo. Casi nadie puede vivir de sus pensamientos. Lo ordinario es comerciar —aunque sea comerciar en el mejor sentido de la palabra— con ellos; lo corriente es la emulsión de nuestras ideas y de nuestros actos. ¿Hasta dónde llega el pensamiento? ¿Dónde comienza la acción? Difícil establecer límites. No hay zonas en el hombre. No flota el espíritu sobre el cuerpo como el aceite sobre el agua. Cierto que en las cumbres meditativas la línea de separación se adivina. Así, los místicos, en ciertos instantes, muy bien hubieran podido llamar al cuerpo el «hermano separado». Pero ello constituiría una excepción. Lo normal es que cuerpo y alma, pensamiento y acción, se pongan de acuerdo o se hagan la guerra. En uno y otro caso sus relaciones —tener relaciones no es, siempre, tener buenas relaciones— son ostensibles.

Pero si el pensador, en cualquier caso, se empeña en echar sus redes en el piélago vital para apresar los pececillos que luego ha de disecar y sistematizar, en sus teorías, el pensante, por lo general, se limita, como Tobías, a agarrar por las agallas al «pez gordo» que amenaza su particular andadura. El pensador estricto busca dificultades, se consagra a la problemática, mientras que el pensante —más modesto— se detiene a solucionar los obstáculos que estorban su personal desenvolvimiento. ¿El pensador se sirve del pensamiento como de un bastón, como de un báculo que facilite su afán explorador, ofensivo? Pues el pensante a secas lo instrumenta como un adminículo puramente defensivo. Hay, pues, un pensamiento de conquista, descubridor y colonizador (tal el pensamiento filosófico y científico) y otro meramente conservador, cuyas pretensiones no van más allá del interés próximo.

Pero, ¿estableceremos, por eso, jerarquías entre una y otra clase de pensamientos? A veces, el pensamiento, ni siquiera su papel de arma defensiva cumple. Y surge la tristeza. Triste-pensante es quien, examinando dentro de sí, comprueba que ideas y razones no bastan para remedio de su problema. ¿Vamos, entonces, a subestimar su ensimismado gesto preocupado, a la vista del pensamiento sabio del filósofo o del sociólogo ocupado en la ardua problemática del futuro? ¿Vamos, sin más averiguaciones, a llamar egoísmo a aquella actitud y generosidad a ésta?

Ese muchacho, indigente, descalzo, sumido en no sé qué contrariedad o desgracia, rumia, de espaldas a la ciudad, su momentáneo desamparo. No va, por supuesto, a descubrir a ningún Mediterráneo. Su pensamiento no va a conquistar nada. Es un triste pensante. No tiene ideas propias por la misma razón que carecía de moral aquel personaje de Bernard Shaw: «su situación económica se lo impide». Él tiene que vivir —suprema instancia— y hasta ahora, para navegar, no dispone sino de su cuerpo feble, de sus pies descalzos, de su traje remendado. ¿Qué hacer? Terrible, conmovedor trance. No tiene su cuestión resuelta. ¿La tiene alguien? No; en rigor no la tiene nadie. Pero muchos, al menos, disponemos de los datos previos para resolver la elementar dificultad de subsistir como personas. Otros, no cuentan ni con eso. ¿Acaso no existen, todavía, hombres que no alcanzan la plena conciencia del hombre? ¿Todos han llegado al nivel de si mismos? Cuando el problema acuciante embarga, cuando la enfermedad, el hambre o la pobreza tapan los demás problemas, el hombre termina por desconocer la perspectiva, es un «primitivo», la concepción del mundo se le hace imposible. No puede ver el bosque, enredado como está en su árbol. Ni el mar, anegado como está en su ola.

He aquí como el más humilde de los pensantes, el triste-pensante, puede constituirse en principalísimo objeto de meditación del pensador olímpico.

—¿En qué piensa?

—Descubro que la colectivización intelectual, «el espíritu objetivado» va a sustituir con ventaja a aquellos latifundistas del saber que eran los genios.

—Sí, pero ahí el hombre, ese hombre. Con la mano en la mejilla hace el inventario deficitario de su edad madura, o de espaldas a la ciudad, siente cegado el cauce de sus años jóvenes. ¿Lo redimiremos desde el «espíritu objetivado» o... desde el hombre?

ANSELMO DE ESPONERA.

(Revista VBEDA, Año 18, Núm. 145, 31 de diciembre de 1967)

miércoles, 14 de diciembre de 2011

DE SAN JUAN DE LA CRUZ A TEILHARD DE CHARDIN





Una mañana de este otoño he llevado a Luis Rosales —porque él así lo quiso— al lugar del convento carmelitano de Úbeda donde murió San Juan de la Cruz. Vi su emoción. El casi la disimulaba pero yo me daba cuenta. Escribió Jorge Guillén que «ningún poeta español inspira una adhesión más unánime que San Juan de la Cruz». Quizá por eso Úbeda, un poco, es lugar de peregrinación para los poetas. Es curioso que el poeta granadino había venido a Úbeda a dar una conferencia sobre el «cante jondo». Fue una charla casi orfebral —frase a frase refulgente y enjoyelada— la suya; en la que el temario servía de pretexto al despliegue de un lenguaje alzado («Lenguaje heroico» llamaba Góngora a la poesía). Cualquier idea, concepto o argumento aguardan para hacerse de verdad egregios al «surge et ambula» del poeta. («Ya tiene luz la rosa y el gozo el río» es un verso de Rosales aplicable a la taumaturgia de la acción lírica sobre las cosas.) El caso es que no pocos asistentes salieron de la conferencia de Rosales con ganas de cante y de cañas de manzanilla, aun entre los más «profanos» en ese aspecto. Por eso yo, que conozco la profunda veta espiritualista de Rosales —de su poesía y del hombre que la hace—, pensé en las vocaciones poéticas que podrían producirse como consecuencia de unos comentarios suyos acerca del fraile que escribió la «Noche oscura» y «La llama» y el «Cántico». Medio se lo dije y Rosales sonrió con esa campechana bonhomía que hace de puente entre su delgada hondura sensitiva y «este mundo». Rosales tiene la habilidad y la gracia de pasar sin violencia alguna de su mundo a «este mundo». No le sucede lo que a Juan Ramón Jiménez, que, por lo que cuentan, resultaba insoportable cuando salía de su torre de marfil. Me contesta Luis Rosales, poco más o menos:

—Bueno, San Juan de la Cruz lo da todo hecho. Además de que él mismo pone la exégesis de cada uno de sus versos, la fuerza de su poesía salta a la vista y es de tal calidad que aun los pasajes que pudieran parecer más oscuros iluminan y hasta encandilan.

Recordé entonces aquella estrofa:

A la aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores
montes, valles, riberas
aguas, aires, ardores
y miedos de las noches veladores.
¿Espera alguien que le expliquen qué quiere decir San Juan de la Cruz con estos versos, para ser «conquistado» por ellos, para entenderlos en su pulsación profunda, en el ritmo dinámico, veloz, de las imágenes? Parece que esa agilidad y que ese viento amoroso —o mejor, místico— que levanta a cada una de las palabras enhebradas en la estrofa hasta hacerlas brillar como ascuas o como gemas, consiguen hacer de la poesía del carmelita una especie de sacramento menor. Los vocables, de por sí corrientes, no dicen aisladamente, uno a uno, nada que no aluda a su significado concreto. Engarzados por el poeta, trasmutan la idea y acosan como lebreles las más limpias y sutiles esencias: suscitan atmósfera. Se ve que el poeta, llevado de su ímpetu interior, crea primero el verso casi como en un «secuestro», en un rapto de la inspiración: puro éxtasis. Y la teoría, la explicación, como apunta Jorge Guillén, viene después. Primero San Juan de Cruz se deja llevar de su vorágine. Le brotan incandescentes las palabras. Y él, luego, a medida de que se van enfriando, va diciendo su sentido en las «declaraciones» correspondientes. Así sucede en el «Cántico», así en «La llama de amor viva», así en la «Noche oscura del alma»...

A propósito de la metodología espiritual que entraña la «Noche oscura», es curioso encontrar en tratados más actuales —por ejemplo, en Teilhard de Chardin que, aparentemente al menos, pertenece a un meridiano espiritual muy distante del carmelita— consideraciones que parecen casi calcadas de la «Noche oscura». En «El medio divino», Teilhard de Chardin escribe: «Dios, para penetrar definitivamente en nosotros, debe ahondarnos, vacilarnos, hacerse un lugar. Para asimilarnos en El debe manipularnos, refundirnos, romper las moléculas de nuestro ser.» ¿No es esta la «técnica» de la «Noche oscura» que va haciendo vacíos en el alma, promulgando renuncias, haciendo lugar, sitio; ahondando hoyos para la plantación del árbol del genuino Amor de Dios, de ese Amor que levanta su fronda y su fragancia en el «ameno huerto deseado» del «Cántico»?
Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada.
allí te di la mano,
y fuiste reparada
donde tu madre fue violada.
Audacísima estrofa en cuyo simbolismo está como resumida toda la teología de la Redención. Es bueno, sí, encontrar algunas veces en un Teilhard imágenes parecidas a las del carmelita, aunque de una fuerza poética muy inferior o, por menor decir, sin fuerza poética. Por ejemplo, el «Niégate a ti mismo» evangélico, que tan apasionadamente traduce la «Noche», no pasa en Teilhard de Chardin de ser expresado con estas palabras: «factor esencial de vivificación que es en sí una fuerza universal de disminución».

Luis Rosales me decía que San Juan de la Cruz —su poesía— lo da casi todo hecho. ¡Qué cierto es! Si nos pusiéramos a explicar exhaustivamente sus versos, los echaríamos un poquito a perder.

(IDEAL, 14 de diciembre de 1974)

martes, 13 de diciembre de 2011

LO QUE VALE UN PENSAMIENTO





Gris de otoño... ¡Esta niebla!... Pues sí; esta niebla, despierta. Cada uno, quiera o no, tiene dentro, dormidos, los días antiguos. Y el cielo bajo es paisaje que conjura distantes emociones, emociones dimitidas. Resulta curioso: el otoño tiene también sus florecimientos; en la liturgia de octubre y noviembre el espíritu registra la resurrección de las memorias muertas. En fin, que acabo de atravesar las ciudad en una pluviosa, musical, trémula hora de anochecer. Cruce: hombres de su prisa, muchachas de su belleza, niños de su merienda... Mil afanes, mil paraguas. Escaparates luminotécnicos, sordina de hogar tras las ventanas, parejas de novios. Una tenue campanita lejana: ¿la azoriniana campana de un convento? En una plaza, el desmayo de los árboles dolientes; en el centro, transfigurando la infinita nostalgia del instante, un fraile de mármol. Con su abierto ¡ay! en los labios. «San Juan del ¡Ay!». San Juan de la Cruz, con su cruz.

Pero San Juan de la Cruz, ¿no trastorna las «estructuras»? Si fuera posible una tectónica del hombre común, nos sorprendería el grosor desmesurado del sedimento externo en flagrante desproporción con los estratos subyacentes. Todos vivimos de cara a las cosas, casi en completo olvido de nuestras «provincias interiores». Entonces llega San Juan de la Cruz y dulcemente, sigilosamente, dice al oído: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo». Más que todo el mundo. ¿Lo han oído, lo oyen, los hierofantes del culto nuevo, los gazmoños de la innumerable beatería pragmatista, los sacristanes de Nuestra Señora la Técnica?

Desbarata, sí, de un trallazo todos los planes San Juan de la Cruz. Al recordar lo que vale un pensamiento es como si incitase a la rebelión. En el extremo opuesto de la demagogia al uso, él asume un extremismo de distinto signo. De hecho, es un agitador sutil de las potencias mentales oprimidas por la tiranía de lo sensible. Parece como si el santo poeta dijese a las potencias del entendimiento: «Estáis en lo hondo, pero vuestro lugar es lo cimero; padecéis vasallaje, pero vuestra vocación es el mando; ¡levantaos, y sin pérdida de tiempo: “el que la ocasión pierde, es como el que soltó el ave de la mano, que no la volverá a coger”!». ¿Qué es la «Noche Oscura» sino la apología de la fuga del ánima hacia otros horizontes, en un secreto salir «sin ser notada»? (Notación al margen: Luego San Juan de la Cruz está en contra, precisamente en contra, de lo establecido. A lo mejor el punto de partida del carmelita está en la misma línea que el punto de partida de... Marcuse. Vaya, que nadie puede reprocharle falta de juventud al santo.)

Pero tiene corolario la sentencia, el «aviso», de Juan de Yepes. Después de mostrar la excelencia del pensamiento añade: «Por tanto, sólo Dios es digno de él.» Nada más Dios es cumplido objetivo del pensamiento del hombre. Sacar al espíritu de su mazmorra, enseñarle su dignidad, es cosa que, al fin y al cabo, postularon todos los racionalismos. El pensamiento culmina al hombre; pero, ¿lo agota? Es aquí donde incide la tesis sanjuanista. «Toda ciencia trascendiendo», la inteligencia no debe detenerse como un Narciso enamorado de su imagen. En la cumbre, en el otero, ¿qué va a hacer el pensamiento solo? Perecerá en su gélida pureza desamparada si no se decide a ser pensamiento hacia Otro, hacia Alguien o para Algo. (Notación para el margen: Luego San Juan de la Cruz, para suplir lo establecido, dispone de un programa y propugna una apelación. Sabe lo que quiere. Aquí ya, el santo, puede parecer menos joven a algunos jóvenes. Hay que reconocerlo.)

Por cierto que trascender «toda ciencia» es ejercicio difícil. ¿Qué remedio arbitrar? San Juan de la Cruz previene: «A la tarde te examinarán de amor.» Es su receta. El pensamiento liberado tiene una ocupación en la que ha de adiestrarse. No estará solo si aprende amor. Dónde, él lo sabe:

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche...»
En lo que respecta al examen de amor, el reformador carmelita cuenta el resultado, superadas luego las pruebas de la «Noche». Lo cuenta en el «Cántico Espiritual», empapado de gozo, cuyas estrofas finales semejan el despliegue enardecido de una crecida inenarrable. Las metáforas más audaces flotan —desgajadas, bajeles de claridad— en la riada impresionante. El pomo del corazón derrama sus esencias al viento. Fiestas, luminarias, bodas. Interminable idilio en las espesuras de las maravillas del Señor. Aire y donaire de los prados eternos. Animada a la deriva: náufrago sin tabla en los piélagos sombríos. La «caballería» de lo carnal en desbandada... Nunca el verso se ha combado en euritmias más fecundas. Nunca la poesía pudo disponer de un «corresponsal» así en el Reino Alto. Juan de Yepes tuvo y tiene la exclusiva. (Notación al margen: San Juan de la Cruz al fin comprueba que la meta es júbilo, y que la vida, con su previa angustia, tiene un sentido. Luego ya no, ya no es posible que le acepte cierto sector —inteligente, no cabe duda— de la juventud de ahora. Lástima...)

Pero estoy pensando en la fecha. Estamos en 1968. Cuatro siglos ya de la reforma sanjuanista, cuatro siglos de carmelitas descalzos. ¡La de vueltas que de entonces acá ha dado el mundo! ¿Sirve San Juan de la Cruz todavía? ¿Y sus frailes? ¿Acaso, ya, tiene sentido lo de «hacerse fraile», cuando caminamos —según muchos— hacia un cristianismo sintético, más o menos de tergal, que no exija el continuo lavado, el continuo planchado, la continua disciplina? Pero, quizá, ante una figura como la de San Juan de la Cruz, cualquier frivolidad se desagua. A la luz de San Juan de la Cruz, uno sospecha que el progreso espiritual nada más en la vida interior se asienta y enraíza — «que yo se bien la fonte que mana y corre»—, y que cualquier apertura que se intente prescindiendo de ella es pura pedantería. O pura cursilería. ¡Quién sabe!

Otoño suena a abdicaciones y, sin embargo, el místico nos está invitando a una toma de posesión. Lo he mirado, alzado él entre la fina lluvia, abrazado con su cruz, inflamado con su «Llama», amorosamente fundido, confundido en su «Cántico». Vengo de pasar junto a su efigie de mármol. El ábrego está ya arrebatando hojas a los árboles que hacen escolta a su monumento. El monumento está situado en una plaza silenciosa de Úbeda. Úbeda es el lugar del tránsito, es la patria de la muerte de San Juan de la Cruz. San Juan de la Cruz, siguiendo a Santa Teresa, reformó la Orden de Carmelitas en 1568. Unos años después escribía: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, solo Dios es digno de él.»

(ABC, 27 de noviembre de 1968)

lunes, 28 de noviembre de 2011

LA INFANCIA DE GOETHE





Es sabido que los tiempos primeros —los de la infancia— son decisivos. En muy buena parte, como es la niñez así es la vida. Cuenta Goethe en sus «Memorias» el ambiente en que, a sus cinco, a sus ocho, a sus diez años de edad comienza fermentar su persona. (Se vive desde que se nace, pero hay quien no es de verdad persona, quien no logra conseguirla ni aún para la hora de la muerte.) La familia de Goethe —padre ordenado y metódico, madre sensible, abuela sosegada con muchos lagos de nostalgia que ponen claridad en la enfermedad que la misma padece— dan una sensación de armonía e inducen a pensar que la existencia es bella. La ciudad —Francfort—, abrigada de tradiciones y de inveteradas costumbres sabrosas contra la intemperie de la fugaz actualidad, dota al espíritu del niño J. Wolfgang Goethe de una especie de «sophrosyne», es decir, de una calidad espiritual en la que emoción e intelecto se equilibran. ¡Oh, el equilibrio! Nada como un clima de serenidad para que el alma del hombre —del joven, del niño— que comienza su andadura por la existencia sepa pisar sobre firme. Con un clima familiar y con una atmósfera ciudadana así no es raro que la planta Goethe alcanzase su altura. Puede que todos vengamos al mundo destinados a una altura, a una estatura mental y moral específica. Pero en muchas ocasiones las circunstancias adversas impiden el normal, el previsible desarrollo. Nada de contrario, nada de obstaculizador existe en la infancia de Goethe que estorbe el crecimiento del «genio» que estaba llamado a ser.

De otra parte, en la niñez de Goethe no ocurren grandes desgracias. Al menos él no las ve porque no le caen cerca. Esto es importante. Porque todo hombre —antes o después— tiene un conocimiento directo del dolor y es al encararse (con armas decisivas o sin ellas) con el dolor cuando de verdad se hace persona. Sin embargo, lo ideal sería que éste crudo y necesario enfrentamiento no ocurriese en los primeros años, que se dilatase hasta pasada la pubertad. Porque entonces los anticuerpos de una sabiduría que sólo la experiencia otorga están dispuestos para la defensa y la lucha y no se produce ese «trauma» de que tanto hablan los psiquiatras. Por supuesto, Goethe es uno de los hombres que no hubiesen necesitado nunca del psiquiatra. Hasta cuando mucho después el morbo romántico le acecha y el «pathos» amenaza la calma del mar interior de su ánimo, acierta con el remedio oportuno y, consultando de una parte a su razón y de otra a su pasión, escribe «Las cuitas del joven Werther». Es como una transferencia. Traspasa a su personaje de ficción su propia angustia. Se libera. El moderno psicoanálisis (que no existía en tiempos de Goethe) no ha podido conseguir, a pesar de sus técnicas y del «boom» literario de que se acompañó siempre, una eficacia que pueda acercarse a la conseguida por el método gotheniano...

El primer crecimiento de la planta Goethe no es amenazado por ninguna premura desgracia —decíamos— que malogre o desvíe su tallo o su arboladura. Es curioso que en la infancia de Goethe a penas han ocurrido catástrofes en el mundo, hasta el punto de que el primer suceso que conmueve su sensibilidad de niño es el terremoto de Lisboa, ocurrido en 1755. Escribe de él: «Acaso no ha habido época alguna en que le demonio del temor haya extendido tan rápidamente y con tal fuerza su estremecimiento por toda la Tierra». Oiría hablar el niño Juan Wolfgang Goethe del luctuoso suceso como algo insólito, desusado, «nunca visto». ¡Qué tranquilos —piensa uno— debieron ser los tiempos de la niñez del autor de «Fausto»! No ha tenido noticia de una catástrofe hasta cerca de sus diez años. Yo pienso, ¿Goethe hubiese llegado a ser Goethe, en su amplia, sonora y graciosa serenidad si en lugar de nacer en su siglo hubiera venido al mundo en 1939 o en 1975?

En nuestro tiempo la noticia oscura no es la excepción, sino la normalidad, el pan nuestro de cada día. Los niños que ahora se forman en este clima de cotidianas violencias, de guerras, de matanzas, de secuestros, de terrorismo sin pausa, no pueden conmoverse ya por el terrorismo o el tifón que ocurren a mil, a dos mil kilómetros de distancia. Tienen más cerca los niños de ahora —en la información y en la imagen— las desgracias, las zozobras, la sed y el hambre, el odio, el dolor que aprieta su argolla en la garganta del familiar o del amigo. Desarrollados en un ambiente así no pueden admirar de mayores —como Goethe— el arte tranquilo en que «se pintan muy limpiamente flores y frutos, naturalezas muertas y personas en ocupaciones sosegadas». No, no pueden prepararse, en sus aficiones, los niños a este arte de concordancias cuando su escenario vital se descoyunta, se desintegra, empalidece y cruje. Se trata —vivimos ya el último cuarto del siglo XX— de una época volcánica, sísmica, enviscada. Pero las catástrofes no pertenecen a la geografía o a la misma historia. Tienen ya su germen depositado más próximo en el seno de las familias y en la intimidad de los corazones. No hay niños con vida tranquila porque el morbo de la desintegración familiar socava hasta los cimientos de la más elemental convivencia. Porque se están minando los «valores» morales que siempre actuaron de muralla defensiva frente al ataque frontal de la desgracia. No se educan los muchachos de ahora en el ambiente de ciudades —como Francfort de 1700—, cuya tradición hacía contrapunto y freno a cualquier desmadre de la pasión. No se forman las nuevas generaciones en familias para las que el orden es norma y la disciplina condición de trabajo.

Es cierto que nuestro tiempo, sombrío y frívolo al par, puede dar todavía algún que otro Fedor Dostoievski, o algún que otro Federico Nietzsche. Aunque de menos talla. Lo seguro es que no producirá ningún J. Wolfgang Goethe.

«¿Qué personaje histórico hubiera usted preferido ser?», preguntaron en cierta ocasión al autor de «La bien plantada», quien contestó: «De no ser Eugenio d’Ors yo hubiera querido ser J. Wolfgang Goethe».

(ABC, 18 de noviembre de 1975)

martes, 22 de noviembre de 2011

EL CRECIMIENTO DE LA HIERBA





Aquel filósofo era bastante pesimista cuando afirmaba que gozar es dejar de sufrir. La vida ni se sufre ni se goza: se asume simplemente. Y asumir la vida es estar a todo, a las duras y a las maduras. Alegría y dolor forman parte de nuestra naturaleza, son inherentes al hombre. Y en «turno pacífico» alegría y dolor se suceden en nuestros estados de ánimo. Pero es error hacer Estado de los estados de ánimo. Quiero decir que no se puede dar naturaleza institucional a nuestras carcajadas, a nuestros saltos, a nuestras lágrimas, a nuestros sustos, a nuestras sorpresas... que, en cualquier caso, se desenvuelven en un ámbito temporal y no pasan de darnos buenos o malos «ratos».

De otra parte alegría o tristeza no tienen programa y quizá también carecen de historia. Por eso la felicidad —como la muerte— no avisa antes y eso es lo bueno en el caso de la felicidad porque nos coge desprevenidos. Piense usted lo bien que lo va a pasar mañana y verá cómo luego se equivoca. Piense en el trance amargo que pasó y verá cómo, si verdaderamente está ya en la lejanía, la perspectiva pone relumbres dorados o azules al suceso.

Hay, pues, una ingenuidad en lo de creerse dichoso. Y otra en lo de creerse desgraciado. Sin embargo, sí es cierto que gran parte del particular optimismo íntimo depende de cada uno. El placer, el dolor son algo que pasa, dependen del momento. En cambio el optimismo es una «posición» ante las cosas y el tiempo. Una «posición» que exige un trabajo personal. No se es optimista porque sí. Ello pide una especie de disciplina y yo no sé si decir que también es una gracia especial. Entonces el pesimismo —con todas sus vertientes, desde la ladera escéptica a la quejumbrosa y desde la manía agorera a la contestataria—, es consecuencia de un abandono, de una falta de higiene mental. El pesimismo es como un traje manchado.

Yo no sé si los humoristas son exactamente optimistas. A lo mejor no. Pero al menos no hacen tragedia de lo inevitable. Y sin necesidad de «desdramatizar» (que es palabra al uso de la que abusan los señores del «aquí no ha pasado nada» instrumentan como remedio supremo el arma de la ironía y de la sonrisa, más bien lejos que cerca —siempre— de la saña y de la crítica de mala uva. Además el humorista, ya que no alegría —que no es manjar de todos los días—, acierta a situarse y a situarnos en esa zona neutra del espíritu en la que la lógica pierde sus aristas y el sano disparate inofensivo da como una cuerda al revés a todos los artefactos y aparatos de relojería que constituyen el engranaje de este mundo demasiado mecanizado, es decir, civilizado en demasía.

Miguel Mihura y su creación «La Codorniz» (sobre todo «La Codorniz» de los años cuarenta) puso en marcha en España un humor neutro y blanco, completamente inocente, de genealogía más bien italiana, con las contra-figuras de Don Venerando, del Abate Simón, de Don Felipe, de Fred Carrascosa, dedicadas a la regocijante gamberrada de pinchar los neumáticos de todos los tópicos circundantes. Pero yo no creo en que el humor de Mihura fuese amargo, ni sarcástico ni precisamente mítico. El sarcasmo y la crítica acerba son más bien superficiales y trivalizan la cuestión. Tanto los muñecos de Herreros, como los diálogos de Tono y las piezas escénicas de Mihura, al moverse entre el surrealismo, la ternura, el absurdo y el disparate, promovían la más sana de las risas. Una risa, no partidaria, sin filiación, olvidada incluso de lo que es dicha y de lo que es dolor, atenta nada más al descanso del lector. Un descanso como el que supone toparse —por ejemplo— con un señor que, como Don Venerando, penetra en una librería y muy serio se dirige al hombre del mostrador y le dice: «quiero un libro con encuadernación azul marino y con el título largo y amarillo».

Mihura levantó muchas sonrisas, risas y carcajadas. Ahora y hace cinco, diez, veinte, cuarenta años. Porque hace cuarenta, treinta, veinte, diez, cinco años, como ahora, la risa estaba siempre a punto en los hombres de buena voluntad.

Pero tampoco vayamos a creer que Mihura ejerció de isla ni actuó de «llamarada de alegría» en «aquellos tristes, aterradores tiempos» de «cuando la alegría estaba prohibida». (No exagera usted, amigo Ladrón de Guevara. Y no se ponga usted tan enfadado, hombre. Nunca estuvo ni pudo estar prohibida la alegría en ninguna parte. Si sigue usted así, a lo mejor llega el día en que trate usted de persuadirnos de que hubo unos «tristes, aterradores tiempos» en los que estaba prohibido el crecimiento de la hierba.)

(IDEAL, 5 de noviembre de 1977)

miércoles, 16 de noviembre de 2011

LIBRO, SOLEDAD





Voceada, pregonada soledad. Como si fuera un producto más. De soledad, ¿también hay más abundancia ahora? Pero en nuestro planeta, la población aumenta de manera alarmante. Lo dramático —quizás lo tragicómico— es eso. Más gente y más... solos. O, probablemente, más solos por más acompañados. En fin; es lo que mil veces se ha repetido: en ningún sitio tan aislados como, abandonados al tumulto y al vaivén, en la gran ciudad.

Todo es discutible, incluso eso. Pero, ¿hacemos la valoración de la soledad? Estar solo puede entrañar un placer o casi una tremenda pena. Depende del... contexto. Sabido es que Nietzsche medía al hombre por su capacidad de soledad. Yo no creo que hoy el mundo está organizado de forma que «produzca» más soledad, como está organizada para producir más maquinaria. Estimo que lo que pasa es que el hombre la soporta menos, y ya no atina, no sabe plantar en ella como en un... huerto. Para el hombre moderno, en general, la soledad no es un huerto sino un cerco. Se siente preso, es decir, se advierte un poco con la libertad perdida cuando se encuentra consigo mismo. Esto, bien mirado, es triste. Nuestro pánico a la soledad es porque nos tenemos miedo a nosotros mismos. Cada uno tiene una hondura inexplorada que plantea problemas. La soledad nos retrotrae la mirada a una vida interior. Pero la vida interior, para la mayoría, es un yermo, un desierto. Nos aburrimos al registrarnos, al auscultarnos, al vernos, y... esto es lo trágico.

Alfred Whitehead ha escrito: «La religión es lo que el individuo hace de su propia soledad.» Estupenda observación porque la soledad es el campo de cultivo (o el invernadero, si se quiere) de lo grande y de lo trascendente. Pero la gente, para distraer la soledad ha inventado los «solitarios» o ha recurrido —recurre hoy— a los «magazines» que le cuentan la vida de Claudia Cardinale. ¿No entraña mucha más preparación humana distraer la soledad con la propia soledad?

Demasiado duro eso. Más asequible, y puede que más eficaz, es aconsejar ayudar la soledad con un libro. Y no como recurso, sino como lujo. El libro es un interlocutor: nos habla para estimularnos. ¡Cuántas veces hace «reaccionar» a nuestra soledad haciéndose fecunda! El libro es el mejor afrodisíaco de la mente. La cultura audiovisual y la «civilización del chófer» (que decía el conde de Keyserling) no representan un auténtico incentivo para las ideas. Nada más calientan la cama. Pero el libro, mucho más barato que una localidad de cine, parece muy caro y, según muchos, representa un lujo. Claro que sí; un lujo es. Pero no por costoso, sino por... valioso.

Libros, libros, libros. Están en todos los escaparates. Y no están los mejores, sino los más exitosos. Ni «Hamlet», ni el «Quijote» hubieran estado en los escaparates, en tiempos de Shakespeare y Cervantes. El caso es que hay que fomentar el libro bueno. Y, ¿todos los libros sirven al propósito de ennoblecer al espíritu? Pienso que son mejores los que contribuyen a que hagamos de nuestra soledad una obra de arte; los que siembran, aran y podan en nuestra hondura; los que labran una hombría que tenemos dentro pero impreparada. Bien; tenemos que procurar el rato de la soledad de cada día para el libro de cada día. Entonces, la soledad ha de «arreglarse» para el libro, como se arregla la novia para el esposo. No basta, pues, con una soledad de desecho que es a lo que la gente llama soledad. No sirve el aburrimiento como expediente para la lectura. ¡Procurada, soleada soledad perfumada de íntimas fragancias que a menudo desconocemos!

...Y esta soledad idónea para un maridazgo con el buen libro no es nada más que pariente lejano de aquella otra voceada, pregonada, a la que sirven de ribete pintadas angustias y de soporte rebuscados indumentos. Porque se complace en sus bienes de telón y de bambalina, la soledad es un producto más de consumo, un producto «snob». Mientras que cuando la buscamos como una necesidad para solaz del espíritu, estamos encontrando campo a lo auténtico.

Todos tenemos el espíritu muy atareado, demasiado. Urge ocuparle de vez en cuando en soledades. ¿Para castigo? No; sino como recompensa. Ya, ya; es la soledad de un Fray Luis, el que suspiraba por la «descansada vida». Contrapunto a la desértica «ajetreada vida» que, de pronto, nos aísla de la gente entre la gente, sin que nos hallemos en condiciones de sacar agua de nuestro pozo. ¡Y que buen cangilón el libro para elevarnos nuestro propio saber y nuestro propio misterio!

(IDEAL, 11 de noviembre de 1972)

martes, 15 de noviembre de 2011

TÓPICOS DEL OTOÑO





¿Por qué pensar que el Otoño es cosa triste? ¿Es que la vida se termina en noviembre? No. Es ahora cuando empieza. Es ahora la siembra de los campos. En la ciudad, es ahora, después del verano, con el inicio de mil actividades que luego, al arborecer, constituirán el ramaje en que irán a posarse todos los pájaros del bien y del mal. (El bien y el mal aletean plurales, innumerables: picotean y vuelan sin cesar. ¿Quién distingue los pájaros del bien de los pájaros del mal? Hay preciosos trinos que no siempre se originan en la siringe de los pájaros del bien. Y galanos plumajes que engañan. Versátiles y huidizos, el bien y el mal necesitan —sobre todo en nuestros días— de expertos discriminadores que nos alerten...)

El Otoño tiene su faz radiante, hasta esplendorosa, que, muy frecuentemente, se olvida o no se hace resaltar. Noviembre tiene una plenitud, acusa soles y fervores. ¿Por qué hablar tanto de su tristeza? Por tópico y por mala costumbre. Así como la primavera tiene muy buena prensa, el otoño es tema que se asocia con la muerte. Otro error y éste litúrgico inclusive. La fiesta de «Todos los Santos», a la entrada de noviembre, no es un recuerdo de la Parca; es un arco de Esperanza. Esperanza de vida, sin regates ni recortes. Esperanza cimentada en «el Señor, Amigo de la Vida».

¿Y cuando llueve en noviembre? Otra tontería, otra frivolidad, la de renegar de la lluvia. ¡Tan fina, tan cordial esa lluvia que nos trae no sé qué mensajes que se quedan arrinconados en los recovecos de lo cotidiano, pero que la lluvia dulcemente empuja! Cuando avanzamos en edad, cuando nos tornamos maduros, es cuando advertimos el poder catalizador de emociones que tiene la lluvia; sobre todo la lluvia de noviembre. Basta disponer de un mínimo de sensibilidad para saber cómo ayuda a la vida el recuerdo, como ilumina al espíritu la evocación de los días, de los hombres, de los tiempos que pasaron. Esta época tan estúpidamente actualista —como si la actualidad significase lo definitivo; como si nuestra vida no acusase algo más que «duración», como si nuestra misma biología no fuese pura historia—, puede pensar que la nostalgia es un sentimiento decadente. La verdad es que nuestro cerebro no es sino un archivo perfectamente organizado, y que el mismo deseo vital a todos nos impulsa —porque en lo que se refiere a la voluntad de vivir, la juventud no cesa nunca—; no cabe duda, repito, que el afán de avanzar bandera en alto, inasequibles al desaliento, por estos páramos, de la tradición nos llega. Sin soporte de recuerdos no puede haber ni siquiera ilusiones.

Y sin un mínimo de melancolía, el deseo es planta amorfa. Es la vida y sus recuerdos quien nos anima cada jornada que amanece a hacer del suceso que nos espera, una obra. Cuando no sabemos hacer «obras» de los «sucesos», es decir, cuando nos acaecen mil cosas sin que tengamos contingente de recuerdos para manipularlas y adecuarlas, la vida es un ruido, pero no un color. Ni un calor. En el otoño, las primeras lluvias, nos invitan a penetrar dentro de nuestras cuevas, de nuestras íntimas sombras.

Se pensará: ¿y si hay tristeza en nuestro boscaje interior? Bueno: esa paganía báquica de creer sólo en el placer —otra manía de ahora— es, precisamente, el manantial de la más desoladora de las tristezas. Puede haber un placer sin alegría y una alegría sin placer. Montesquieu: «El placer es de los ricos; la alegría es de los pobres». Pero es que, además, la tristeza, en mil ocasiones, es belleza. Nunca se comprende esto mejor que escuchando ciertas composiciones de Bach y de Beethoven. También escuchando la lluvia...

Creo que hay que educar también para el otoño. Porque se educa mucho en Primavera, para la Primavera. Y la primavera es lo más falaz que se conoce. Es el Otoño quien siembra, quien cosecha, quien dora los recuerdos y pule la suprema esperanza. Es el Otoño quien enseña que el Señor es Amigo de la vida.

(JAÉN, década de 1970)

viernes, 4 de noviembre de 2011

LA BUENA EDUCACIÓN





Edgard Neville publica en una de nuestras mejores revistas una serie de artículos sobre la «buena educación». Sustenta el conocido autor la tesis de que la educación tiene un cometido conceptual, de fondo, «que no puede bastar a satisfacer, los mil formulismos estereotipados de que está hecha la cortesía de la mayoría de las gentes educadas». Esto no es nuevo, esta teoría, naturalmente, no tiene nada de inédita. Pero Neville matiza, lo que él llama su «ensayo» con tal número y calidad de sugestiones, finamente irónicas, que su lectura resulta, por demás, interesante.

Hay, indudablemente, una cosa cierta en esto de la educación y es que no se adquiere con reglas. Podemos saber a la perfección todas las normas ortográficas y toda la sintaxis y, sin embargo, a pesar de ello podemos no saber escribir. E igualmente, parece rigurosamente cierto, que podemos conocer y hasta practicar escrupulosamente todos los preceptos flordelisados de la urbanidad sin alcanzar la categoría de hombres educados. En todo caso la urbanidad, la cortesía, la elegancia, son efecto de la educación y no principio de la misma. La urbanidad es el barroquismo de la educación. Y, como resultaría absurdo un barroco sin precedentes clásicos, es ilógica e irracional una cortesía de formas, de moldes, de «detalles», de adornos, que no responda a una nerviación firme en la arquitectura del espíritu.

Pero las gentes comienzan la casa por el tejado. Creen, por ejemplo, muchos advenedizos, que se empieza a ser educado siendo elegante y que se principia a ser elegante usando cuello duro. Es un proceso muy cómodo y como todo lo cómodo muy falso. Las personas elegantemente vestidas y pésimamente educadas, al igual que las que viven atentas a todos los convencionalismos de la urbanidad mientras desconocen los más elementales imperativos de la delicadeza, nos causan, volviendo al símil gramatical, el mismo efecto que un escrito caligráficamente perfecto pero plagado de haches intempestivas, en las que las bes y las uves han hecho las paces renunciando a sus respectivas exclusivas atribuciones. ¿No es posible una mala letra con buena ortografía?

La educación no es una cosa espontánea: necesita cultivo. La educación es, por otra parte, un tejido de ideas y sentimientos entrelazados que no admite sucedáneos. Lo otro, querer engañar con una educación postiza, tejida de tópicos y de cursilerías, es aspirar a dar «gato por liebre». Así surge el tipo social del «filisteo» que diría Ortega y Gasset. El «filisteo» es el hombre capaz de adquirir, por sus millones, todos los diamantes de la Gioconda con los que poder irradiar coruscantes destellos desde las falanges de sus dedos; pero incapaz por su opacidad mental y por su insuficiencia cordial, de arrancar un reflejo áureo de belleza a su psiquismo embrionario, larvado, inepto.

Nada, pues, tan difícil de adquirir como la buena educación. Ella exige un esfuerzo permanente y completo de todas las facultades. Y como no es un efecto mecánico que resulta del engranaje de las reglas, sino un complejo anónimo que se forma a fuerza de discreción y de sindéresis, para nada sirven los prontuarios de las «buenas formas», ni son posibles unos «cursillos intensivos» de educación que, en poco tiempo, basten para desbrozar todos los obstáculos selváticos que opone la naturaleza al buen sentido. No se enriquece el espíritu con la misma facilidad que la bolsa. A los «ricos nuevos» lo que se les nota es eso: que su espíritu «se ha quedado atrás» cuando han intentado el «sprint» final hacia las metas del «buen tono».

«El Arte es largo y la vida breve». Y ningún arte tan largo, tan dificultoso, como el de la educación. Si es que la educación es un arte…

(JAÉN, 26 de noviembre de 1944)

martes, 1 de noviembre de 2011

EN EL CEMENTERIO


 



Esto se acaba... ¿Qué día elegiremos para nuestra visita al cementerio, al cementerio de Úbeda? Los hijos ilustres de la ciudad, los que atalayaron desde la eminencia de su talento, de sus virtudes o de su heroísmo, el vasto panorama de los hombres y de las cosas, los que escalaron una fama y de su nombre hicieron un renombre, allí, en el cementerio, están... (Allí están... ¿dónde están?). En el camposanto yacen ellos, y los otros, los hombres anónimos, los grises hombres sin epitafio y sin recuerdo; los que pasaron felices o tristes por el mundo sin que la huella de su andadura se afincase en el bronce enfático de la historia pregonera; los que tras habitar este receptáculo maravilloso de la vida —después de haber visto, de haber gustado, de haber sufrido, de haber amado—, un día, simplemente, se murieron; los que, sintieron en su carne y en su alma la angustura de una existencia pobre, sin relieve, sin horizontes, y no dejaron en pos del “se ha muerto”, ningún grandilocuente, barroco, retablo de alabanzas. Allí, en el camposanto, unos y otros están: los de la “memoria imperecedera”, los del “nombre escrito con letras de oro”, los “llorados por las generaciones” y los otros; los “otros”: los que, una tarde cualquiera, traspusieron los umbrales del hogar en ataúd somero, indóciles una vez al “vuelve pronto” de la esposa, indiferentes en su hieratismo de muertos a las lágrimas inconsolables de los hijos, que luego habría de enjugar la vida... ¿No fue, al cabo, igual para todos? Se deshizo la comitiva espesa que, desde la casa mortuoria, acompañó al nuevo muerto, al muerto recién estrenado —ilustre o pobre—, por las calles de la ciudad hasta la “Torrenueva”. De “despidió el duelo” en la Torrenueva. Unas veces hubo panegírico; otras veces no... ¿Qué más da? Los acompañantes deseaban que el último “réquiem” terminase para fumar su cigarro, para volver a “sus cosas”. Hubo Padre Nuestro final que casi nadie del acompañamiento silabeó porque rezar a la vista de todos, siempre “da vergüenza”... a los architímidos hombres de pelo en pecho. ¿Es qué pasó, acaso, después, algo digno de mención? Para todos los muertos fue igual... El coche mortuorio cargó con el cadáver que ya, todo el mundo, había despedido. Avanzó, casi impaciente, el coche mortuorio. Las últimas casas quedaron atrás. Ya, en el mismo camino del cementerio, un borriquillo cargado de leña que volvía al pueblo se apartó al verlo venir. ¡A nadie más iba a molestar el pobre difunto! Úbeda... quedó lejos. Quedó aparte con sus ruidos, con sus hombres, con sus tareas, sus trabajos, sus expansiones de siempre: sus pequeños rodeos, sus pequeñas molestias, sus edificios cargados de historia y sus charcos... Dos horas más, y sería de noche. Sería de noche, y se encenderían los escaparates, y la gente iría al “cine” como una noche cualquiera. El reloj de la plaza seguiría contando horas y cuartos de hora. A la hora de la cena, en las casas, se comentaría el pequeño suceso: “Sí; me lo han dicho en el entierro; me he enterado en el entierro”. El entierro —pobre muerto— había servido para eso. (¡Se ve a tantas gentes en el entierro! ¡Se estrecha la mano de tantas gentes en el entierro!) Gracias al entierro, los vivos, alborozadamente, se dan palmadas en el hombro y comentan las últimas novedades del pueblo mientras adentro, en la iglesia, el sacerdote canta un “De Profundis” engolado.

Y no pasó nada más. Igual sucedió con todos. Ahora, unos y otros, en el cementerio están. ¿Qué día elegiremos para nuestra visita al cementerio, al cementerio de Úbeda?




Podemos elegir un día anodino, de lluvia cernida, de lluvia fina. Los cipreses del camposanto recortarán su verde perenne, insobornable, en el gris total de un cielo solemne de viento. Podemos, por el contrario, elegir una mañana azul, olorosa de campo vivo. Los cipreses estarán florecidos de pájaros y, por entre las junturas de las tumbas asomarán, sorprendidas, unas margaritas que nadie plantó. La augusta tristeza del cementerio es tal que no la acentúa el viento, ni la agrava el plomizo empaque del cielo... Todas esas “tristezas del clima” quedan allá para los hombres frívolos de la ciudad. ¿Qué más da? El silencio del camposanto es tal, que no lo turba el gorgojeo de los pájaros de los cipreses, ni se aligera su trascendente quietud ante la vecindad primaveral de los verdes sembradíos impacientes. También, todo eso del polen vital, todo eso de abril, todo eso de la “savia generosa” queda para afuera, para la dulce poesía engañosa de los hombres. Esto es la paz. La paz de los muertos no entiende de inviernos; no entiende de primaveras...

¿Decíamos que aquí, en el camposanto, están todos? ¿Dónde están? Siglo tras siglo, ellos hicieron a Úbeda, la troquelaron, la acuñaron. Unos antes, otros después, aquí vinieron todos los que, de niños, jugaron en las plazuelas y de mozos, a la hora del oscurecer, repitieron el dulce reclamo del silbido ante la reja de una novia fragante, y de viejos advirtieron, extrañamente cansados durante un amanecer, que era un remedio sin remedio, el último remedio del médico.

Siglo tras siglo, ellos hicieron a Úbeda. unos dirigieron y otros fueron dirigidos. Unos “mandaron”: reformaron, quitaron, pusieron. Pero nuestro pie pisa por igual; no distingue las tumbas de los alcaldes, o de los capitanes. Ellos y ellas están ahí —¿están ahí?— sin preguntarnos nada, sin solicitar buenas nuevas del proyecto que dejaron comenzado, del dinero que legaron, de la pobreza que transmitieron. Y, ¿qué noticias podríamos darles nosotros del ambicioso proyecto que ellos dejaron incoado, ni del dinero que allegaron, ni del cuidado que dejaron? No; no podríamos mentirles diciendo: “De ti, de tus ideas, de tu libro, de tu empresa, se habla mucho en la ciudad” o eso de “No sabes cuánto se comenta entre nosotros aquella maravillosa acción tuya”, o lo de “Nadie ignora en el pueblo que gracias a ti se hizo aquello”. ¿Cómo vamos a mentirles a los muertos? ¿Cómo vamos a decirles, tampoco, a los pobrecitos muertos anónimos, que le pueblo no ha olvidado que fueron ellos los que con su vida sencilla, con su cotidiano tejer de costumbres honradas, con su gracia cotidiana, con sus anécdotas sabrosas, hicieron posible el aura tradicional de esta Úbeda antañona y limpia? (...)




El cementerio es lugar de paz. Pero late en él, tácitamente, el inmenso “sufragio universal” de los muertos. No pueden ellos vociferar y sin embargo están reclamando desde sus tumbas, una generosa acción nuestra, de todos; están pidiendo una continuación de sus fervores, de sus ilusiones, de su fe en Dios, de sus tradiciones. Están solicitando de nosotros un acendrado laborar, ajeno a cualquier frivolidad, en pro del alma de la ciudad. Están recordándonos el cumplimiento del deber...

El día puede ser rútilo, o puede ser gris. No importa nada para nuestra visita al cementerio. Pueden cabecear los cipreses flagelados por el viento, o pueden asomar las humildes, improvisadas margaritas entre las junturas de los nichos recientes... Lo importante es que nadie, nadie como los muertos —los ilustres y los otros— puede enseñarnos con tanta elocuencia la “lección de Úbeda”; la lección no aprendida, o la lección olvidada.

Paguémosle a los muertos, con una oración...

(BIOGRAFIA DE ÚBEDA)

(Fotografías: Pedro Mariano Herrador Marín y Eugenio Santa Bárbara)

domingo, 30 de octubre de 2011

LA FUENTE DE “EL CLARO”. —





Pero existen otras fuentes recoletas, como esta del “Claro de San Isidoro”. Fuentes para descansar, mientras el agua canta.

Junto a la fuente, muy cerca, la Iglesia. Esta fuente ve pasar todas las mañanas a las piadosas viejas enlutadas. Y a las niñas devotas que llevan su delantal blanco y el velo —de sus madres— largo, largo. Y a las jovencitas en edad de merecer, a quienes el sueño ingrávido del amor no se les ha concretado del todo aún y fluye —y buye— “en el pecho de cristal”.

Dice la fuente a las viejas enlutadas que entran a la iglesia a pedir al Señor un año más de vida:

—¡Todavía, no; todavía no te morirás!

Y a las jovencitas:

—¡Pronto; pronto te casarás!

Y las campanas, mientras: ¡Talán... talán... tilín... talán!

(BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

viernes, 28 de octubre de 2011

EL PORVENIR DE LAS LETRAS





Primero fueron las Armas y las Letras: esto es, de un lado, la guerra y, de otro, la Cultura. A cualquier hombre, en trance de elegir carrera, se presentaba esta opción verdaderamente poco complicada. O se servía para una cosa o para otra. Casi no había términos medios. Y casi nunca —el doncel de Sigüenza, claro, puede ser una excepción— se servía para las dos cosas.

El Renacimiento, complicó las cosas. Secularizada la cultura, sus predios, antes dedicados en gran parte al monocultivo teológico se diversificaron prodigiosamente. Y surgieron «las ramas del saber». Porque antes, el saber era indiferenciado, casi enorme y casi confuso. Fue el Renacimiento quien hizo la «división del trabajo» del saber. Y entonces, a la antinomia entre las Armas y las Letras, sucedió la oposición entre las Ciencias y las Letras. (Con la conversión del guerrero en militar —que diría Ortega— el oficio de las armas empezó, al fin y al cabo, a ser un oficio letrado; ya las armas, no eran, pues, algo distinto a la cultura: ya estaban dentro de ella.)

Pero es obvio, el Renacimiento que adopta un matiz marcadamente humanístico, el Renacimiento que si se estudia superficialmente no es sino un inusitado florecer de las artes y las letras, tiene sin embargo, en su raíz profunda, una significación eminentemente científica. Hasta el punto que la veloz carrera de la Ciencia arranca de él. No sé si sería acertada la expresión de que el Renacimiento fue una meta de las letras y una catapulta de las ciencias ya que lo que, después, vino en el campo humanístico careció sustancialmente de novedad mientras el campo de la Ciencia se agrandaba increíblemente. El empirismo que es, naturalmente, el método idóneo para las ciencias experimentales, servía bastante menos para las ciencias del espíritu. El Renacimiento —viene a decir Bergson— fue un cambio de vía de la Cultura. El humanismo fue cediendo el paso a la Técnica y la Civilización al Progreso.

No quiere decir esto que las disciplinas del espíritu no hayan seguido floreciendo después del Renacimiento. Lo que sucede es que... han fructificado poco. El hombre medio de hoy —por ejemplo— lee más que el de otras épocas, pero su carácter permanece más bien impermeable a las sugerencias filosóficas, éticas o estéticas. La cultura literaria y, en un sentido más amplio, el humanismo, no está en el ambiente. No se viven las preocupaciones de orden puramente humano, aunque, profusamente, se las cite o se las exponga. En todo caso se «profesa» la cultura; rara vez se la ama.

En el tiempo nuestro, peligrosamente sojuzgado por la Técnica, a la cultura humanística se ofrece un porvenir precario. La Ciencia se salva porque, al fin y al cabo, es la premisa indispensable de la Técnica si bien es verdad que, por sí misma, va importando poco a las gentes y, lo que es peor, a los estudiantes. Es sintomático que los estudiantes de ahora al terminar el bachillerato, rara vez muestran apetencias específicamente culturales. Siempre ha habido un contingente de estudiantes hacia las carreras o profesiones que «dan dinero»; es natural. Pero hasta hace poco, la vocación personal de cada uno era, sin embargo, un factor todavía decisivo en el momento de la elección: se estudiaban ciencias o letra con vistas al brillante porvenir, sí, pero, al mismo tiempo, teniendo en cuenta la disposición personal que cualquier «profesión liberal» exige... Es sintomático el enorme incremento actual de las Escuelas Especiales, de los peritajes, de los técnicos de cualquier índole. Es sintomático que, dentro de la Universidad, las facultades de Filosofía y Letras empiecen a nutrirse de señoritas casi exclusivamente. ¿Qué porvenir aguarda a las Letras? ¿Qué va a ser del Humanismo? En el año dos mil, ciertamente, seguirá habiendo filósofos, literatos y artistas. Pero sospechamos, vagamente, que en el año dos mil el Arte, la Literatura, la Filosofía van a ser, para la Humanidad, nada más un bello pasatiempo: van a dejar de influir positivamente en una Sociedad totalmente intervenida por la Técnica. Si Dios no lo remedia.

(VBEDA, Año 8, Núm. 92, septiembre/octubre de 1957)

jueves, 27 de octubre de 2011

POSIBILIDADES PARA LA CARIÁTIDE





¿Pesa de verdad mucho la vida? Es cosa en que se insiste cada día. Al menos, desde que hizo de la angustia una categoría filosófica, teatro, arte, cine, novela (salvo evasivas excepciones), tratan de inculcar en el hombre normal la sensación de que la existencia es algo así como el soporte de innumerables presiones insoportables. Y el pequeño o grande drama de cada uno se acentúa miméticamente en un ambiente —a veces real y a veces pintado— empeñado en hacer más oscuro a lo oscuro. Como aquel señor de «Mingote» enlutado, que pedía un detergente que lavase negro, más negro.

Preferible sería disimular el peso con la gracia, como las airosas cariátides de estirpe helénica que repiten su gesto y su postura, su serenidad, su fuerza sin grito en los edificios y templos renacentistas. Infunde su contemplación una reciedumbre —que es a la par dulcedumbre— frente a la pesadumbre. Porque la pesadumbre se adelanta a menudo al peso, para más dramatizar el drama. ¿No se peraltan entonces inútilmente, inelegantemente, el dolor o la fatiga, algo que siempre será mejor y más sabio ocultar? Elogiaba don Eugenio d’Ors el buen estilo del trabajo púdico frente al estentóreo alarde de esos hombres siempre a vueltas con «su trabajo». De su trabajo vienen. A su trabajo van. Sí, pero ¿por qué no, señor mío, con diafanidad, con intersticios para la sonrisa? De la misma manera el dolor, que amaga agobios, puede —debe— recibirse con limpia, elástica postura. Apostura. Ánimo en el ánimo. Jung da a entender que el «yo», flotante en el «ego» —«No pasa nada un día en el que usted no descubra que es más yo de lo que se creía»—, surge del ánimo, del valor que seamos capaces de incrustar en el alma, más bien pasiva, receptiva. El «yo» es como un empuje vertical del «ánimo» que contrapesa el deslizante derrumbe lento del «ánima» sojuzgada de influencias. Animo en el ánima. Es lo que parece insinuar la cariátide. Como si ahilase gravitaciones y elevase anhelos apeando el duro énfasis aplastante de la piedra. Semejantemente, podríamos nosotros entendernos consigo mismos con los otros, con el mundo, con las cosas. ¿O no? He leído en un eminente psiquiatra que el «el hombre actual no posee medios para lograr un equilibrio entre su yo y su medio» y que así «su conflicto dialéctico es doble: interno y externo». Explica cómo por esta causa el 70 por 100 de los hombres de nuestro tiempo sufren un proceso neurótico que, aunque en los españoles se reduce globalmente a un 10 por 100, alcanza a un 43 por 100 en las grandes ciudades. Puede que los números engañen o exageren; pero es cierto —casi cierto— que todos nos quejamos de soportar más peso del que nos corresponde... y que ello motiva transtornos psíquicos cuya frecuencia aumenta. Sin embargo, ¿no nos quejamos en mucha parte por afición? ¿No podríamos disminuir el peso per cápita vigorizando, galvanizando las fuerzas interiores —desde la Gracia a la gracia, desde la abnegación a la sonrisa, desde el amor a la cortesía—, fuerzas capaces de suavizar el horror, de adelgazar la cintura de la tragedia, de compensar la obsesión angustiosa mediante la viva salud espontánea de la reflexión optimista?

Y se preguntará: ¿a dónde vamos por el optimismo? ¿Se da, se vende, se negocia? ¿Se encuentra sin buscarlo, o se busca y no se encuentra? ¿Surge nada más que por un juego de aptitudes naturales? Decía André Gide que Charlot «es el hombre que tiene la virtud de ponerse de acuerdo con todo el mundo». Quizá de esta actitud nazca el optimismo en bastantes casos. Para otros se necesita la contribución de una ayuda más alta. Donde hay acuerdo con Dios, ya las demás armonías resultan más fáciles y el acuerdo con el contexto arquitectónico que postula la cariátide es lección trasladable al hombre y su circunstancia. De cualquier forma, para que el peso sea menor habrá que salir de este laberinto ideológico —y también fáctico— de una cultura que renuncia a arquitecturarse, a organizarse, y que acumula «trozos formados de trozos» —conceptos, inventos, proyectos, nostalgias y adivinaciones—, todo sin cúpula, sin clave, perdida la ilusión de la unidad.

Es significativa, a este respecto, la lamentación de Jean Cassou. Se duele de la abolición en arte de lo lineal, en música de la melodía y en literatura de la narración. Triunfa la idea de un mundo discontinuo. Ausentes las coherencias tonales «hay una inclinación de la música a confiarse en el ruido», como puede decir Cassou en la introducción al catálogo de la Exposición del Cubismo en el Museo Nacional de Arte Moderno. Igualmente, la narrativa adolece del prurito de confundir al lector con sus complejos montajes. (Así Vargas Llosa con sus diálogos simultáneos de Conversaciones en la catedral.) Hasta aquí todo se presta a la opinión e incluso al elogio. Lo penoso —piensa uno— comienza cuando filosofía y vida pierden también su línea —la línea— y se ponen a inventar la nueva lógica y el mundo nuevo. Se ha gloriado la pintura por sus últimas realizaciones expresivistas y abstractas de alcanzar su «definitiva victoria sobre la realidad»; pero no son estas tácticas transferibles a campos en los cuales el éxito es improbable. Como cuando —por ejemplo— el estructuralismo «salido de madre», desbordado de su cauce y olvidados sus modestos orígenes lingüísticos hasta hacer profesión filosófica, nos viene a decir, poco más o menos, que cree en la tela sin creer apenas en la araña. Se casa el estructuralismo un día, para divorciarse al siguente, con el marxismo que, sin fe en Dios, descubre un paraíso a cien o doscientos años vista. Si bien, para desechar cualquier esperanza, están las apelaciones a un freudismo a ultranza. ¿Para qué? Para dragar con su sonda el subconsciente y así embarrar el rostro del hombre que antes nada más se creía pecador y ya más acaba en monstruo. Pero, en otra orilla, Bultman y sus adeptos intentan el consuelo con su «salvífica» devoción (?) a un Cristo en la niebla, hecho de niebla, para la niebla. Y llaman desmitificación a esto. Desmitificación para la «autentificación».

¿Fragmentos de verdad? Aluvión de verdades rotas. Mundo discontinuo, deshecho que después de abominar de la razón no quiere volver al misterio. Claro que pesa mucho un mundo así. Pero no es que el mundo sea así. Es que hay —en no pocos filósofos, artistas, dramaturgos, poetas y falsos profetas— la obsesión por un mundo así. Pero la gente corriente no es así. Y por eso quedan motivos para el optimismo. Y posibilidades para la cariátide.

(ABC, 19 de octubre de 1975)

(Fotografía: Rafa Markos)