BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

martes, 30 de octubre de 2012

¿OTRA ESPIRITUALIDAD?





Aquí y allá, todos nos hemos puesto de acuerdo: el localismo es «pecado». Pecado porque el mundo es ancho. Y, sin embargo, tan pequeño —tan poco distantes ya Pekín y Salzburgo— que no merece la pena andarse con chiquitas grandezas. Cuando el viaje entre Andalucía y Madrid se efectuaba en tres o cuatro días, a pesar de hacerse en diligencia, la geografía diferencial tenía sustancia, era una entidad respetable. Las ciudades, todas las ciudades, podían aspirar a la «clase especial». Y Burgos tenía toda la razón oponiendo sus costumbres a las de Baltimore. Cada uno era único. Única la jota de Aragón no obstante su vecindad con la jota de Navarra. Única la «proverbial hospitalidad» de Italia a unos miles de kilómetros de la «proverbial hospitalidad» de las islas Loföen... Y ¿por qué no «insuperable» el encanto de las mujeres lisboetas, si la belleza de las jóvenes georgianas estaba a dos meses de viaje? La distancia constituía un obstáculo que afincaba creencias y prejuicios, enmarcando a cada cual dentro de sí mismo, ratificando fronteras, acentuando los «caracteres raciales» no ya de la región bávara o de la comarca alsaciana, sino de la mismísima feligresía de Santo Domingo de la Puente...

Un ecumenismo a gran escala se instala en la conciencia de toda la humanidad, aunque alguien, ¡ay!, estime todavía que, bajo apariencia universalista, mil aldeanismos vergonzosos medran. (¿Todo lo tapa una buena capa?) Pero parece indudable que el hecho de haberse borrado prácticamente las distancias está unificando muchas aspiraciones y reduciendo a un máximo común divisor —o elevando a un mínimo común múltiplo— bastantes intereses dispersos, otrora acogidos a su exclusivo coeficiente montaraz e idiosincrásico.

Pues bien; este fenómeno ecuménico coincide en todas partes con el prurito actualista. Se desea lo universal y, al par, se ama con intransigente vehemencia el tiempo presente. Hasta el punto de que, para ciertas mentalidades muy al día, cualquier devaneo histórico, cualquier nostalgia del pasado, empieza también a hacerse sospechosa de «pecado». Es curioso: pero, ¿no resulta, además, extraño?

Se dijo muchas veces: «hay que amar al tiempo en que vivimos por el mismo imperativo que nos obliga a querer la tierra en que nacimos». Pero a uno se le ocurre pensar que si el localismo exagerado y la patriotería aldeana implican una especie de catetería, no es menos «pueblerino», en realidad, el actualismo a tambor batiente que vincula todas las perfecciones imaginables al «ahora». «Hic et nunc», se arguye con insistencia; y bien está. Pero convendría dejarse de fanatismos, ya que un actualismo sin medida es el equivalente del «chauvinismo» sin tasa. Un hombre que achaca todo lo excelso a su época para, después, no encontrar nada apreciable en las épocas ajenas, se parece alarmantemente al palurdo que asigna todos los méritos al campanario de su parroquia y todos los defectos a la torre de la catedral. Si nos abrimos en el espacio y nos cerramos en el tiempo, no vamos a conseguir nada. Si nos clausuramos en modernismos sin tregua, va a resultar igual que si nos confinásemos para siempre en la demarcación del término municipal en cuyo Registro Civil estamos inscritos. La renuncia al despliegue cordial del atlas de la Historia, ¿acaso no nos conducirá en seguida al convencimiento de que por este riachuelo de vida que nos cerca discurre todo el agua del océano? De seguro, cuando cunda el sorprendente criterio de que el ecumenismo en el tiempo —esto es, la tradición— representa nada más una antigualla inoperante, correremos el riesgo de que cualquier viento impensado dé al traste un día con nuestro refugio y con las estructuras tan entusiásticamente actualistas. Porque cada época, no debe olvidarse, viene precedida de una coma o de un punto y una coma. Lo que no es admisible es que se irrogue el comienzo y la mayúscula, y no sólo el principio de capítulo, sino la iniciación de la «novela».

* * *

Acabo de mirar, en la sillería del coro de una catedral solitaria —desierta como un barco sin pasaje— las tallas de unos santos «antiguos». Encarnan los modos del ascetismo heroico. Actitudes agitadas, como si un viento interior estuviese levantando continuamente en sus gestos la tensión dramática y gloriosa de la aspiración sobrenatural. En seguida me he preguntado si ahora puede haber santos así. Y me he puesto a pensar, como muchos de mis coetáneos, que las circunstancias actuales reclaman otra espiritualidad.

Pero, ¿de verdad nuestro tiempo demanda un estilo espiritualidad enteramente diferente? ¿Diferente hasta el punto de ser «otro»? En cualquier caso surge la duda. La duda y la tristeza. Porque si la virtud y la verdad se hacen también desaforadamente actualistas, si rompen en absoluto con aquello, si se enamoran demasiado de esto..., si no «viajan» para conocer el ambiente de otras latitudes históricas, si se declarasen autónomas, si evitasen sus relaciones con San Francisco de Asís, con Santo Tomás o con San Agustín, si tan a lo mundo moderno quisieran ser que creyesen que ya San Juan de la Cruz no nos sirve, entonces entraremos en la sospecha de que se alargan quizá, los estadios que separan el cielo de la tierra...

Aunque las distancias entre Amiens y Melbourne se hayan acortado prodigiosamente.

(ABC, 30 de octubre de 1965)

viernes, 26 de octubre de 2012

MIRAR EL TIEMPO





Aquí, «Castilla la Vieja» ¡Qué título de nobleza! Vieja. La vejez tanto realza a veces que resulta extraño que, a veces también, la vejez humille tanto. Realmente no ha habido nunca acuerdo sobre si ella es o no un bien. Ni lo habrá porque nos es ajena. La vejez subsiste y los hombres... nos morimos. No nos es dado saberla, conocerla de verdad. Llegar a viejos no pasa de ser una ilusión. ¿Cómo mediremos con los setenta o con los ochenta años del anciano que quizás seremos algún día, la edad de la Historia? La vejez está, nada más, en el monumento o en el paisaje, en el retablo de la Colegiata o en la hoz del río. Por eso la sensibilidad —hecha a lo cotidiano, a lo de ayer o a lo de pasado mañana— se nos embriaga un poquito al contacto del campo o de la Catedral. Se nos embriaga de diferente manera —porque hay muchos vinos, distintos, de vejez—, pero siempre con un enardecimiento sutil.

De cualquier forma, la proximidad de lo viejo anima a nuestra alma, clausurada de suyo, a salir a la puerta. Para ver tiempo, eso es. Porque fuera de lo reducidísimo de nuestra actualidad no nos cabe orearnos, ventilarnos, sino con el tiempo pasado. El futuro no sirve, ya que ni adivinarlo podemos... Y ver tiempo es como ver mundo; es cambiar, un poco, de ambiente.

Aquí, en Castilla la Vieja, está, sobre todo, el tiempo. Un estar permanente rebasando, coronando el ser efímero de cada jornada. Tiempo desplegado en inmensa perspectiva: cañamazo de innúmeros, ostentosos, pliegues bordados por los siglos. Tiempo cogido a lazo en las iglesias, en los blasones, en las murallas, en los palacios, en los castillos. Está como jadeante, añorando ausencias, efigiado en la piedra; cazado, moribundo, nunca muerto, en los rincones.

Pero es en el campo de Castilla donde el pasado insinúa, en serena libertad, su mejor melancolía. Si en la ciudad la vejez sólo se muestra en los grumos monumentales, en el campo todo se dilata de antigüedad natural y, por tanto, menos retórica, más vital. Por ser más natural es más cierta. Y conste que escribimos ahora del campo castellano —más tierra que árbol, más fuerza que sonrisa—, cuya desnudez apenas disimulan primaveras. Hasta el punto de que miramos la llanura ensimismada y más que espacio vemos tiempo. Tiempo que llega de todos los confines en oleaje casi místico, que nos constriñe, que nos aprieta, que invade. Sí; el alma presa del ayer y de pasado mañana sale a ver tiempo a la llanura. Campo, campo, campo... Tiempo, tiempo, tiempo.

Esas ovejas, ese pastor de la Mancha traen tiempo también en su andadura. Vienen de lejos, aunque apenas hayan recorrido una legua. Llegan envueltas de vejez, de polvo milenario, de limo heroico. Tienen una estampa inactual. Y es que el paisaje de Castilla —tan sin accidentes— está como vacío para que lo ocupe el tiempo. En la campiña (campiña: femenino de campo, paraje en que la amenidad predomina sobre la hondura), el espacio se hace monte, árbol, río. Aquí, en cambio, huelga en ociosidad, y todo se le vuelve memoria... Por eso pertenece más que otro alguno al Romancero. No puede «acordarse» del Cid la huerta valenciana como lo recuerda el paisaje de Castilla. No puede porque está mucho más... atareada. Los mismos santos deben de saberlo. Hay sitio de sobra en Castilla para remembrar a Teresa y a Juan de la Cruz. Mientras que, sin salir de España, los santos de la periferia peninsular apenas ocupan su lugar en el espacio, por mucho lugar que en las almas ocupen.

Aquí hay sitio sobrado para el tiempo. Por eso es Castilla «la Vieja». ¡Qué título! La vejez, ¿es buena? Nadie podrá saberlo. Nadie lo sabe. La vejez se queda en la Catedral y en el campo, y... nosotros nos morimos.

(ABC, 28 de octubre de 1961)

martes, 23 de octubre de 2012

LUNA LUNERA





Hace unas cuantas noches quise salir a ver a la Luna. Todo el mundo lo habrá observado: la Luna llena se presenta vergonzosa, casi ruborizada, en el horizonte. Le da apuro, quizá, aparentar ser tan grande, cuando las estrellas, con muchísimo más tamaño, quedan reducidas a puntos —desazonados puntos luminosos— en la noche. Despotismo de cercanías... De sobra sabe ella que Sirio o Aldebarán son unos monstruos de astros. Y, sin embargo, ¿qué culpa tiene la pobra de estar sólo a trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros?

—Yo, la verdad —parece excusarse con una modestia que a lo mejor resulta falsa—, ni siquiera tengo luz: me la prestan; pero que le vamos a hacer, soy muy lucida y aquí me tienen ustedes.

No obstante, el día a que me refiero, el rubor de la Luna tenía, seguramente, un origen menos... convencional. Porque, precisamente, era la noche siguiente a la del impacto. Nadie negará que en esta ocasión, era la suya una comparecencia en público muy delicada. Hacía unas horas nada más le habían arrebatado, por así decirlo, su virginidad y... ella tenía que volver como si nada, con sus cráteres de siempre, con su encajada sonrisa boba de siempre, con su cara de siempre. Situación violenta, insólita. Casi escabrosa...

Pues sí: uno es algo lunático. Así es que no me fue enteramente difícil husmear, malévolamente —lo reconozco—, en sus impresiones. Sabido es que nuestro satélite, cuando alcanza el plenilunio, suele enviar acá un fluido misterioso. Fluido que —por supuesto— sólo nosotros, los lunáticos, receptivos donde los haya, sabemos «interpretar». Y me puse a traducir, señores. Yo sé que la Luna, poco más o menos, quería decirme con muestras de singular enfado, estas palabras:

—Sois un poco cínicos, hombre. De verdad...

—¿Cínicos? No sé, no sé... —balbucí yo hecho un taco.

—Es inútil que te hagas de nuevas —funcionaba a maravilla la telegrafía espacial—. De sobra sabes que anoche...

Quise echar tierra a la cuestión, quitar importancia a la cosa, ignorarla. Comencé a tontear:

—Anoche, como todas las noches —le dije— oficiaste de sacerdotisa de todos los sueños de los mortales. Estabas bella sobre las colinas. Rielabas en el mar con ese señorío que tú tienes para rielar en el mar. A través de las frondas, tu luz de plata se filtraba en los parques románticos. «En medio del mercado cayó la luna», cantaban en corro las chiquillas en las plazas de los pueblos. Y en los bancos solitarios, las parejas se olvidaban de las palabras para que los ojos lo dijesen todo. Espléndida normalidad... No sé qué otra cosa pudo ocurrir anoche. Anoche... ¡cómo siempre!

—Bueno, bueno; no sirve, insisto, que te hagas el despistado. ¿Y la cápsula?

—¿Qué cápsula? —murmuré, mientras encendía un cigarro.

Pasó una nube, se ocultó la Luna unos instantes y aproveché para organizar mi discurso, mi «explicación», que, por lo visto, se hacía inaplazable. Cuando enfrente volví a tenerla descarada, adopté un tono persuasivo. Creo que me entendió:

—Mira, mira —traté de hacerla comprender—; ya sé por dónde vas, ya sé. Pero ¿por qué eres tan niña, vamos a ver? No hay razones para que te alarmes por tan poquita cosa. Al fin y al cabo... ¡cuánto tiempo hace que veníamos hablando de esto! Un proyectil que te ha alcanzado. ¡Vaya, hombre! Y eso... ¿qué puede significar? Una broma, mujer, una broma. No es sino que la Ciencia y la Técnica disponen ya de un tirachinas de largo alcance. Un juego inocente si bien se mira, ¿sabes? Aquel «enfant terrible» que fue Julio Verne, empezó a escribir del artefacto ese. Pues bien: ya está inventado.

—¡Valiente tirachinas! —se alborotó el astro con un aire de damisela ofendida, que yo no le había observado jamás—. De forma que... ¿tú ves natural eso? Yo, la musa de los poetas; yo, la reina de la noche; yo, la confidente egregia; yo, la consoladora; yo, la Egeria del amor; ¡yo, la Luna!, sirviendo de blanco a...

—Tienes que tener paciencia, amiga, mucha paciencia. Porque ya que te has puesto así te advierto que ahora empezarán los norteamericanos. Has de saber que los norteamericanos construyen ya en Cabo Cañaveral, o donde sea, su tirachinas. ¿Acaso ignoras que los niños de todos los colegios del mundo, cuando salen de la escuela, se proponen un juego que, poco más o menos, consiste en que uno de los mayorcitos grita «Tonto el que no le dé». Tonto el que le no le dé —el que no atine— al árbol, al perro o al poste de telégrafo. Pues bien, Luna, algo de eso ocurre: «Tonto el que no le de a la Luna», ha gritado alguien a la salida de la O.N.U., que si eres razonable no puedes por menos que reconocer como una buena escuela de pago. Y ya los tienes a todos, tirachinas en ristre. ¡Bah!: una ventolera. Pronto pasará. Te aseguro que cuando recibas dos pares de guijos en la frente, los arrapiezos de sabios esos te van a dejar tranquila y se van a ir... con los proyectiles a otra parte.

Noto que estuve muy elocuente en que traducida la contestación de la Luna leí:

—Hombre; eso ya es otra cosa. Porque supongo que tirarán también a Venus, ¿no?

—Justo —respondí—. Esa es la idea.

—Lo que me voy a divertir entonces —enrojeció de júbilo la Pálida—. Venus... ¡esa presumida!

—¿Presumida?

—¡Irresistible! Desde que algún pedante la bautizó con lo de lucero del alba, no hay quien la aguante. Pero todo el Universo sabe que a mí no me tose... «ni el lucero del alba». ¿Qué se ha creído? Pues me alegro de la noticia, ¡vaya! ¡Duro con ella!... ¡Corriendo! ¡Disparando a Venus! A esa, sí, ¡que la machaquen!

Y así la Luna se quedó tan conforme.

(ABC, 3 de octubre de 1959)

domingo, 21 de octubre de 2012

SE VA A FLETAR EL «DOMUND»





El DOMUND parte de este hecho: Hay hombres con fe, pero son los menos. No obstante, la fe no es un lujo: desde el punto de vista cristiano es, precisamente, un «artículo de primera necesidad». Sin ella, el nivel de vida es bajo. (Pero no asignemos, por favor, a las palabras, una interpretación en exclusiva. Que entendamos que el «nivel de vida» tiene otros capítulos, además y por encima del meramente económico.) Así es que hay de por medio un drama…

—Bueno, bueno. Pero no vayamos a ponernos dramáticos.

—Sí, sí; vamos a rehuir el dramatismo. Pero si el drama existe…

Existe para el cristiano vinculado, por definición, a lo sobrenatural. ¿Es de necesidad vital la fe y, sin embargo, una gran mayoría de gentes carece de ella? He ahí la difícil, tremenda cuestión. O he ahí el «escándalo».

En otros siglos, este problema —paradoja del hombre redimido que no sabe nada de su Redentor— atormentaba a los cristianos. La Historia ensayó para resolverlo, diversas soluciones. Quizá sin fortuna, porque el problema sigue en pie. El caso es que ahora la Propagación de la Fe, a la generalidad, preocupa menos. Se han rebajado notoriamente los ideales y las ambiciones se constriñen a lo material. Realmente, importa más a muchos la civilización cristiana que el Cristianismo mismo. ¿Por qué lo de la «salvación de las almas» suena ya, inclusive en ciertos sectores relativamente religiosos, a «música celestial»? ¿Por qué mientras tanto se insiste —y con tan poderosas razones— acerca de la justicia social, se habla tan poco de la «justicia espiritual»?

En contra de la justicia espiritual está el hecho de que cuando acá, en los países cristianos, la teoría y la práctica de la Religión está al alcance de todos, allá, en las «tierras de infieles», hay personas que desconocen aún el mismo nombre de Cristo. Esta es una consideración tópica, pero que es ineludible repensar… Usted tiene un hijo y lo hace bautizar, ¡qué cosa más natural, pero qué privilegio! Usted lleva su niño a la escuela a los cinco años y las verdades teológicas pasan a formar parte de la organización mental del alumno al mismo tiempo que la tabla de multiplicar y que el abecedario… Entra usted en una iglesia y se confiesa. El «regadío» de los Sacramentos —usted vive en una ciudad o en un pueblo donde siempre es fácil encontrar al cura— beneficia su predio espiritual siempre que usted se lo proponga. La injusticia estriba en que el Cristianismo, tan accesible aquí, se hace difícil, casi imposible, en otros lugares del planeta. Como si el Cristianismo fuese un «cultivo» condicionado a longitudes y latitudes determinadas. Como si hubiese un límite septentrional u oriental de la fe, de la misma manera que existe un límite septentrional del trigo.

Por eso el DOMUND. Las Misiones no son plantas de invernadero. No radican en la China, en el Japón, en la Polinesia o en las estribaciones de los Andes, por rara excepción, a modo de capricho geográfico. No son minifundios de flora exótica. Más bien hay que considerarlas como áreas de cultivo que tienden naturalmente a extenderse y que demandan cada día brazos nuevos. («Maquinaria» nueva también, si se me permite la palabra.) Roturar almas —roturándolas en Cristo— es empresa ardua porque la auténtica espiritualidad no tuvo nunca acogida fácil. Pero las parcelas de Humanidad donde la Verdad no arraiga son terrenos de erial, improductivos, baldíos.

El DOMUND esgrime estadísticas y cifras. Consuelan y desconsuelan las informaciones que el DOMUND brinda. Conforta que los resultados alcanzados vayan cada vez en aumento. Entristece que, a pesar de ello, los esfuerzos ante la magnitud del problema misional aparezcan todavía insuficientes. La Propagación de la Fe es cuestión cardinal del Cristianismo, pero hay quienes continúan minimizándola. Y… ¿no vemos que abundan los que creen que las Misiones, poco más o menos, se mantienen a base de «sellos para los negritos» y de donativos de niños buenos —cinco pesetas por barba— el día de la Primera Comunión?

—DOMUND, DOMUND… Más banderitas. ¿Lo ve? ¿Qué le estaba diciendo? Todo se vuelve sacar dinero. ¡Lo que no puedan los curas!

Y la verdad es que el DOMUND no es una hucha. Es, por lo menos, un Banco: una Empresa. Empresa que, por supuesto, demanda acción —«acciones»— de todos los cristianos. La Iglesia allega Fe, ahorra Fe, la almacena. Y luego la exporta. El flete es el DOMUND.

Cuando la Fe «exportada» llega a su destino, hay miradas que se iluminan y vencen al dolor. Miradas que buscan en el Cielo, más allá de las nubes y de las estrellas. Miradas que no se conforman con las nubes y con las estrellas...

(ABC, 22 de octubre de 1962)

martes, 16 de octubre de 2012

INTERINIDAD





A Adán —sabido es— se le dio, en la Tierra, «plaza en propiedad». Pero Adán cayó y, desde entonces, la Tierra, para el hombre, es sólo una interinidad.

Al fin y al cabo la Historia se ha sentido siempre interina. Cuando la Historia, con todo tiempo tan accidentada, tan orográfica, se ha calmado en una etapa de tranquilidad, de paz sosegada, ha considerado inevitablemente la paz como otro accidente. De tal forma, que jamás se ha sabido si la guerra es para la paz, o la paz para la guerra.

Es igual en el hombre, en el individuo. Porque, en cualquier edad, el hombre se advierte incompleto; ocupando en el mundo un lugar que no es el suyo; en espera —espera radical— de su auténtico cometido. Pero, ¿dónde está su auténtico cometido? ¿Cuál es su plaza intransferible y personal? Los niños saben que eso de la infancia pasará; son conscientes de su niñez provisional. Los jóvenes, no ignoran que eso de la juventud pasará igualmente, y son sabedores de que sus impulsos, sus pasiones, sus ímpetus no son impulsos, pasiones o ímpetus «en propiedad». Luego, el hombre maduro que debía sentir esa plenitud que, por naturaleza, debe llevar implícita la madurez, registra con pena un fermento de vejez trabajando dentro de su organismo con vistas al «viejo mañana». Y eso es lo que quita plenitud al hombre maduro, porque «ser hombre para esto...».

La vida es una fluencia rebelde a los esquemas preconcebidos, a los encuadramientos «a priori». Lo de la edad perfecta es una utopía porque la edad no puede ser perfecta, por cuanto es edad. Mientras el hombre no pueda «plantarse», detenerse en el día feliz o afortunado, ¿de qué valen sus propósitos y sus empresas? Pero claro está que el hombre no renuncia a sus empresas porque tiene en su naturaleza un instinto inédito en el resto de las especies: el instinto de eternidad. El hombre no disfruta las rentas del tiempo presente; no vive al día —aunque lo quiera o lo presuma— como el perro, el gato o el caballo. El hombre es, esencialmente, el animal esclavo del mañana. De ahí, su angustia. Porque el mañana es tan efímero como el hoy. Nunca falta la incertidumbre detrás del placer mismo.

Hoy, un amigo periodista me ha enviado unas preguntas «para el último minuto de vida». «Si le quedara un minuto de vida y en él hubiera de dejar un mensaje, ¿cómo lo haría?». Espeluznante pregunta, que a uno le hace ahondar sobre el quiebro insinciero que damos a la existencia. ¿Somos sinceros con la vida? En el fondo, todos adolecemos de la hipocresía de obrar como profesionales —con «mando en plaza» diríamos— sabiéndonos, en última instancia, interinos. «Mi posición», «mi cargo», «mi carrera», «mi dinero», «mi negocio»... Pero, ¿es que son «míos»? Lo peliagudo, cuando llega la muerte, es que desaparece todo lo «mío» y quedo «yo». Yo, desprovisto de interinidad, esto es, yo, sin mis accidentes; yo, desnudo y entero, para ocupar, en la eternidad, mi puesto definitivo.

Pero todo esto es demasiado verdad. Es una verdad eterna que, desde el principio del Cristianismo, nos repiten cada día los predicadores y los libros de piedad. Como es demasiado verdad, no es de nuestro gusto. A los descendientes de Adán nos gustan las medias verdades: las hemisféricas; las en parte iluminadas y en parte sumidas en la sombra. Y ahí, repito, nuestra insinceridad con la vida. Aspiramos a la eternidad, a la «plaza en propiedad» porque nos lo impera nuestra misma naturaleza. Pero obramos con la terquedad de ambicionar esa plaza en la Tierra. Es lo que «fingen» nuestras pasiones: fingen que el paraíso está aquí.

(JAÉN, 13 de octubre de 1956)

jueves, 4 de octubre de 2012

DE SAN MIGUEL A SAN FRANCISCO (La feria... vista por la espalda)




De San Miguel a San Francisco, pasa que Úbeda se come «la porra» —que diría un castizo churrero— del verano. Se alarga la masa estival a lo largo de septiembre y, ahora, en este ensanche de la feria, colonizado por la alegría, intenta plantar la euforia sus mejores tiendas de campaña.

San Miguel —tan Arcángel— es, sin embargo, un santo casi campesino. El calendario agrícola está muy vinculado a nuestro santo patrono. La fecha de su festividad es bastante estratégica. Es algo así como una colina desde la que los labradores avizoran la bondad o maldad del año que se avecina. La paremiología —siempre muy astuta— hace de las suyas cuando llega San Miguel: una bandada de refranes pardos acude cada año, como por ensalmo, a San Miguel. Las ciudades agrícolas, tal Úbeda, que están a un paso del campo —las demás, aunque estén a un paso también, no lo saben— bailan siempre al son que le marcan las cosechas. Por eso, cuando llega San Miguel, los viejos —más o menos papi honrados— ponen, mientras no se demuestre lo contrario, a «hogaño» que da asco. Porque invariablemente, para un labrador, «cualquier cosecha pasada, fue mejor».

Pero bueno; aunque los síntomas del olivo sean medianejos, y aunque se le hayan puesto sus «reparos» a las viñas de la Villa Abajo, y aunque no llueva, Señor, ¡aunque no llueva!, salen el veintiocho de septiembre los Gigantes y Cabezudos y los chiquillos, algo recelosos, los pobres, porque ya los apuntó su mamá en la escuela de D. Manuel, en la de D. Cristóbal o en la de los «jesuístas», se olvidan de la pedagogía que les espera y se dan al jolgorio reinante que les envuelve. Uno, cuando era un chiquillo, también siguió el paso, el veintiocho de Septiembre, a la comitiva de Gigantes, junto a la banda de D. Emilio, y deseó fervientemente —¡ay los deseos fallidos!— tocar algún día el bajo o el bombo...

Después de los Gigantes —preparada la iluminación que bandea el viento de la feria— todo está preparado para que el dinero se gaste. Organización perfecta. La feria es así, aunque la cosecha de «hogaño» —¿hay que quejarse también «hogaño»?— sea... así.

* * *

A pesar de todo, la gente de Úbeda es perezosa también para divertirse. Cuando se instaló el «real de la feria» en la Explanada, mucha gente se quedaba agustísimo cuando decía:

—Sí, sí; pero «subir hasta la Explanada»...

Por las mañanas la gente remolonea en la Plaza, derrotista, diciendo en cuanto ve una nube inocente allá por el fondo del horizonte que se divisa desde el Rastro:

—Vaya «aguarrón» que va a caer.

Y se excusa de sacar la entrada de los toros o del fútbol.

Menos mal que el día de la corrida salen las muchachas poniendo banderitas de la Cruz Roja, y viene mucha gente de Linares. Es como un sacudimiento a nuestra inercia tan tradicional como la que más... La gente que remolonea en la Plaza se decide por la noche a «subir hasta la Explanada» con el laudable propósito de poder criticar luego a la iluminación.

* * *

Ciertamente, esta pasividad no es general. Y tampoco está muy seguro uno de si tal inercia de algunos ubetenses ante las fiestas es un servicio o una virtud. ¡Quién sabe! Pero, por hache o por be, cuando llega el último día de feria —el día de San Francisco— la gente se desquita y la Explanada está que no se puede dar un paso. Es un día muy «papi» el de San Francisco. ¡Un día es un día, hombre! Y, además, el castillo de fuegos artificiales no cuesta nada verlo. Y no es tan caro el circo como lo pintan. Y... ese vientecillo presagia agua. En la noche de San Francisco, Úbeda se vuelva, ¡caramba! Aunque al día siguiente vuelva a ser... «hogaño».

* * *

La feria, no obstante, no se va de un tirón... Siempre, pasado San Francisco, persiste durante una semana, durante dos semanas, algún circo, barracón o «teatro americano» en la Explanada, luchando desaforadamente contra el fresco otoñal y la desidia ambiente. La barraca queda arrinconadita con sus lonas, cuando todo el tinglado de la feria fue desmontado. Queda pertinaz y terca, lanzando su altavoz chirriante al viento como una bandera de resistencia. Hay que admirar a este reducto numantino de la feria al que no basta a arredrar la metralla de las primeras lluvias. Debiera el Ayuntamiento crear una medalla de honor como premio al heroísmo de este barracón superviviente que todos los años boga entre el silencio de las aguas calmas de la ciudad, después que ha naufragado la feria.

ANSELMO DE ESPONERA

(Revista VBEDA, Año 5, Núm. 57, septiembre de 1954)

Fotografía: El Hermano Montgolfier

martes, 2 de octubre de 2012

LA FERIA ES UNA COSA QUE...





¿Qué es la feria? La feria es una cosa que da vueltas... Como si la vida lineal, simple, de las ciudades, se pusiera a jugar de pronto a una epilepsia grotesca. Como si los planos normales de las cosas se curvaran, súbitos en un espasmo barroco de alegría... Todo da vueltas en la feria: el carrusel, la rueda de la tómbola, la pareja de baile, la campanita de la cucaña. Hay una borrachera jocunda en las cosas de la feria: músicas que atropellan a otras músicas; griterío de luces de color que se ríen de la Luna, tan sola, tan desairada en lo alto de la noche..., zarandeo de pasiones, vorágine de ruido.

Las cosas de la feria tienen su alma. Unas veces, las cosas traen a la feria su disfraz carnavalero; otras, muestran la sinceridad de su verdad desnuda. Siempre, un poco exaltadas por el alcohol de su borrachera, nos brindan vertientes inéditas de su personalidad.

LOS PITOS. Lo primero que admira de la feria es su magnífica cosecha de pitos. Entre el follaje enmarañado de los ruidos, un florecer fertilísimo de pitidos: pícaro alpiste musical, sembrado no sé por qué quién, triunfante ahora en la colaboración espontánea de la feria...

Pitos de todas las especies. Clásicas flautas de madera, de rudimentaria respiración branquial. Pitos aristócratas —primos hermanos de los globos— con su pulmón de goma, con su lamento dengoso de niño rico... Pitos acuáticos de caña que juegan a jilgueros y de pronto, en lo mejor del canto se quedan sin voz... Pitos metálicos, unánimes, obsesivos; y las «armónicas» que guardan cada nota musical en una caja distinta como si fueran caracteres de imprenta. Y los «pitos sirena» de las atracciones; pitos gigantes, pitos antediluvianos, que parecen contemporáneos de Diplodocus y del Mastodonte.

El torso entero de la feria picoteado de pitos. Pitos que acuden, que se ahogan como mosquitos en el vinazo espeso de la feria.

LOS FAROLES. Dan ganas de celebrarlas en voz alta, dan ganas de decirles una de esas tonterías líricas que circulan por ahí en moneda de piropos...

Ya sabíamos que la bombilla era la más femenina de las luces, la más coqueta, la más esbelta, con sus turgencias maravillosas de cristal. Pero hasta que la hemos visto vestida de gitana, en la feria, no hemos sentido ese arrebato espumoso, esa explosión amorosa del pecho que empuja afuera los tapones del silencio y se desborda como un champaña elegante... La bombilla ha venido a la feria vestida de gitana. ¡El farolillo verbenero es el traje de gitana de la bombilla!

Todas las bombillas vestidas de gitana, alineadas en la feria, danzan ese compás que les marca el viento.

Algunas, escondidas entre el follaje de los árboles, parecen dríadas temblorosas, acogidas en la espesura, como temerosas de la persecución de un fauno.

EL CASTILLO. El Castillo: primer tecnicolor con fondo de estrellas; primer frivolidad del fuego. (¡Oh, el fuego religioso, el fuego sagrado, el fuego ritual!) ¿No marca el fuego, tan antiguo —primogénito de los inventos— un hito en la Prehistoria? ¿No enciende su fulgor en el atrio de la Civilización? ¿No anuncia su aurora al Progreso? ¿No fue robado al cielo? ¿No representa la primera conquista arrancada al pedernal del Misterio por el eslabón del Esfuerzo?

Pues he aquí el castillo. He aquí el fuego solemne contagiado de la borrachera de la feria; he aquí el fuego dando vueltas también; gritando, por los cuatro costados, interjecciones de pólvora: manchado su color prístino, su color unánime, con los siete pecados: reo de los siete colores.

El castillo: fuego de repostería, fuego de «boudoir»; fuego que se ha mirado al espejo.

Una función de fuegos artificiales es al fuego primitivo, lo que un parterre es al bosque.

LA MÚSICA RONCA. No se sabe donde cogió la gramola de la barraca ese catarro tan fenomenal. Quizá de ir de feria en feria, de pueblo en pueblo, sin un día de descanso, expuesta a todas las lluvias, a todos los vientos, a todos los ralentes. Lo cierto es que de año en año se nota como hace progresos esa bronquitis aciaga.

Empezó la ronquera sospechosa hace tres temporadas, cuando «la vaca lechera». Hace dos años, «los angelitos negros» terminaron de fastidiarle la garganta... Y el año pasado, después de oír el «No sé por qué te quiero» uno esperaba de un momento a otro la expectoración, la expectoración de la gramola...

Esta feria, «María Dolores» nos hace temer un fatal desenlace. Y será una lástima, porque cuando la gramola bronquítica enmudezca, la sustituirá un tío con una bocina al lado de ese cartel que dice: «Entrada, dos pesetas»... Y será peor.

(Revista VBEDA, Año 1, Núm. 9, Septiembre de 1950)