BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

martes, 24 de junio de 2014

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "TEORÍA DE ÚBEDA"




Por primera vez vamos a romper la intención con la que este blog nació y se viene manteniendo a trancas y barrancas. Y es que por primera vez una entrada del blog no será un texto de Juan Pasquau... aunque esta entrada tiene una profunda relación con Juan Pasquau.

Y es que, con motivo de la celebración en Úbeda (el próximo sábado) de una Asamblea Extraordinaria del Grupo de Ciudades Españolas Patrimonio de la Humanidad, en el transcurso de la cual nuestra ciudad será oficialmente recibida como miembro del grupo, el Área de Cultura del Ayuntamiento de Úbeda ha publicado el libro Teoría de Úbeda (Tratado de una Ciudad para la Humanidad), de Juan Pasquau, en una exquisita edición limitada y numerada que está llamada a convertirse en una pequeña joya bibliográfica de coleccionistas de libros y amantes de Úbeda y de la filosofía y del arte.

Al cuidado editorial de Manuel Madrid Delgado, Teoría de Úbeda es una exquisita y ordenada selección de textos de Juan Pasquau (provenientes de muy diversas fuentes), que sistematizados en forma de libro, ofrecen una visión unitaria de Úbeda no desde el punto de vista de los datos y las fechas sino desde el punto de vista de la filosofía. Y es que en este libro se ofrece precisamente eso: una visión filosófica de lo que Úbeda es y de lo que Úbeda supone para el conjunto de la Humanidad, una teoría de la ciudad hecha desde los mimbres del humanismo cristiano que alienta todo el pensamiento de Juan Pasquau.

Con bellísimas fotografías de Manuel Nieto Ungo, Juan de la Cruz Moreno Balboa, Katy Gómez, Paco Consuegra, Antonio José Muro, Ana Cano Ruiz o Francisco Javier Moreno, el libro Teoría de Úbeda es una nueva aportación a la aún muy incompleta lista de publicaciones de la obra de Juan Pasquau.

El libro será presentado el próximo jueves día 26 de junio, a las 20:30 horas, en el Auditorio del Hospital de Santiago. La presentación correrá a cargo del escritor y magistrado Miguel Pasquau Liaño, hijo pequeño de Juan Pasquau, y desde una hora antes del comienzo del acto, los interesados podrán adquirir el libro en el Hospital de Santiago. 

miércoles, 23 de abril de 2014

LIBROS





Los libros hablan, naturalmente, en su letra impresa. ¡Ojalá escuchásemos más a menudo, y con más detenimiento, sus sugerencias! Realmente, no ha habido otro invento como el del libro, para solaz del pensamiento. En un libro hay siempre un alma al acecho. Tan callado el libro, en su estante, y tan repleto de ideas. Sin vocear en ningún momento y con tanto que decir. Ya hay una lección —y elocuentísima— en este su talante especial que le hace estarse quietecito cuando dentro tiene tanto movimiento. Al contrario de tantos hombres...

Pero, bueno; yo he soñado hoy que un libro, además de hablarme como libro, me ha hablado casi como hombre. No sé si me expreso. Quiero decir que me ha dicho sus cosas particulares, sus impresiones, sus ilusiones, sus desengaños. Algo así como cuando el profesor, terminada su lección, se pone a departir, fuera del aula, en los corredores, con el bedel, para lamentarse ambos de cómo está la vida o para comunicarse impresiones sobre el influjo del tiempo en sus respectivas úlceras de estómago... No es exactamente eso, pero...

—Fiesta del Libro, ¿eh? Vaya, enhorabuena, enhorabuena...

—Fiesta del Libro... ¿Vd. cree?

—Claro, hoy todo han sido homenajes para el libro. Estamos en una «sociedad materialista» y esto es alentador, amigo mío...

—Estoy en decadencia. Lo veo; lo noto, lo siento. Estoy achacoso.

—Quité allá, hombre. Un libro siempre es un libro. Los hombres, o aprenden en los libros o no aprenden.

—¿Vd. cree que tenemos, que seguimos teniendo, un gran prestigio?

—Claro; ahora se lee más que nunca.

—No ve convence el argumento. Ahora se come mejor que nunca. Ahora se viste mejor que nunca. Ahora hay más arte que nunca. Más literatura que nunca. Más estudiantes que nunca... No es sino que ahora hay más hombres en el mundo que nunca. En el pueblo nuestro, había hace un siglo una fonda: ahora hay tres hoteles, dos restaurantes y cuatro bodegones. ¿Más apetito hoy que hace un siglo? ¡Cá! Más bocas. ¿Más refinamiento? Ni hablar. Más viajeros y más viajantes. Eso es todo.

Mi libro es un volumen modesto, ni rico ni pobre, ni encuadernación en piel ni cartoné. Clase media.

—Mire, hombre —ha proseguido— la decadencia del libro no consiste en que haya menos libros. No solamente han aumentado los libros sino los escaparates. Precisamente el mal está, quizás, en que somos muchos. Casi tantos como personas. De ahí que nuestra «autoridad» esté en entredicho. Nos estamos, un poco, haciendo masa. Y, claro, no imponemos respeto. Ahora —por ejemplo— se dice de cualquier pedante: «Tiene una cultura libresca». ¿No quiere esto decir que el libro se desacredita? Antes, lo «literario», daba prestigio. Ahora, lo «libresco» lo quita. El adjetivo «libresco» es muy de nuestro tiempo.

—Entonces, habrá que decir que el libro desconfía de sí mismo...

—No tanto; pero el libro advierte que sin gran bagaje de libros adquiere el hombre las metas que ambiciona: riquezas, honores, amor... Por eso, en el fondo, el hombre que aspira a triunfar desprecia al libro que, al fin y al cabo, cuando es un buen libro, no enseña a triunfar sino más bien a ironizar acerca de lo que los hombres llaman triunfo. Y cuando el libro no es bueno —y entonces se lee más—, contribuye al despiste libresco.

—El libro que tengo en mis manos ¿es bueno o malo? —pregunto de sopetón.

Uno no sabe cómo es la manera que los libros tienen de ruborizarse —quizás cerrarse de golpe o caerse al suelo—; pero es indudable que el libro que yo tengo delante debe haberse ruborizado al decirme, con un dejo algo amarguillo:

—Ya ve: no soy un «Obras completas». Pero soy una «décimo sexta edición». Algo debe tener el agua cuando la bendicen.

—Esa experiencia de «décimo sexta edición», es una vejez gloriosa. Un libro así, debe tener muchas cosas que contar de los lectores, ¿no?

—Bastantes.

—¿Cómo era el lector de hace treinta años?

—Tenía, por lo menos, más esperanza. Esperaba, hasta cierto punto, cosas decisivas de nosotros los libros.

—En cambio el de ahora...

—El de ahora es más exigente, a pesar de que no espera que vayamos a resolver ningún problema. Nos critica más y nos entiende menos.

—¿El cine estorba al libro?

—Hay un cine que no nos entiende y otro que nos entiende. El que nos entiende de verdad, lejos de perjudicarnos, nos abre camino. Laurence Olivier, por ejemplo, ha aumentado prodigiosamente el número de lectores de Shakespeare.

—Los hombres que leen las «décimo sextas ediciones», ¿cómo son?

—Hombre; suelen ser buenas personas.

—¿Qué es una «buena persona» desde el punto de vista del libro?

—Una buena persona, desde nuestro punto de vista, es la que nos lee «sin interés», ¿Entiende? Quienes solo nos leen para —por ejemplo— obtener el éxito en las próximas oposiciones, no nos merecen ninguna garantía.

—¿Cuáles son las notas del buen libro?

—Que manifiesta una verdad —no que la invente, pues las verdades no se inventan— y que esté bien escrito. Pero este equilibrio de verdad y estilo es difícil. Por un lado están los estilistas: maravillosos jarrones de adorno, y, por otro, los transcedentalistas: el palo de lo eficaz y tente tieso. Pero tanto el estilismo, como la eficacia —tomados en un sentido unilateral o exclusivista— no necesitan propiamente del libro. En cambio el libro, sí exige la síntesis de pureza conceptual y belleza.

—¿Qué opina de la amenidad? Ahora a la literatura —como a todo— se le exige amenidad.

—La amenidad, a veces, no pasa de ser el «género chico» del arte. Sea cual fuere. Cuando la amenidad surge espontánea —sin que se la busque adrede— es deliciosa. Cuando se la busca y rebusca, adolece de un aire zarzuelero que apesta. Ahora hay mucha «amenidad» y muy poca sustancia. Esto es, mucho caldo de pollo sin pollo.

Se hace tarde y uno tiene que dejar el libro —«décimo sexta edición»— encima de la mesilla de la radio. No sé cómo la radio empieza a dar una nueva edición de los resultados de la liga del domingo. Vigésima edición.

—¿Qué opinan los libros del fútbol?

—Eso es largo de contar. En eso hay materia para un libro.

Abur, entonces. Y felicidades, libro, otra vez.

—Ea, buenas noches.

ANSELMO DE ESPONERA

(VBEDA, Año 11, Núm. 107, 15 de mayo de 1960)

sábado, 18 de enero de 2014

CARTA A ANTONIO VICO. FIESTA DE JESÚS





Láchar 20 Enero 1945.

Querido amigo: Cuando recibas esta carta ya se habrá celebrado la fiesta; la gran fiesta de Jesús, de Nuestro Padre Jesús Nazareno... Esto es magnífico, esto es enorme. Porque bien sabemos tú y yo que la fiesta de Nuestro Padre Jesús Nazareno inicia el cuarto creciente de nuestras ilusiones en la espera del plenilunio «trono-varalesco-tuniquil». Y tú estarás presente. ¡Enhorabuena, amigo!

No podía faltarte hoy mi carta, secretario magnífico, amigo insigne, caldeo supremo... Ahora, cuando esto escribo, son las ocho de la noche del sábado. La hora de ánimas. Pues bien, a esta misma hora estarán repicando, jubilosas, cordiales, las campanas de Santa María de los Reales Alcázares, como anuncio, como pregón de la gran Fiesta. Imagino el resonar de los cohetes en todo el ámbito de la Plaza y de la ciudad. «Mañana es la fiesta de Jesús», dirán todos. ¿Podría ignorarlo algún ubetense?

Me figuro, en estas horas, a los hermanos de la Cofradía, nuestros hermanos, confesando en los Frailes. Allí estará Lorenzo Lechuga; allí estará Bernabeu; allí estará Veirias, allí estará Alfonso Guerrero; allí estará Simón, allí estará... Cuando se oigan los cohetes —¡quién pudiera oírlos!— un temblor emocional, un escalofrío místico sacudirá sus entrañas. Qué magnífico acto de contrición harán esos que, esta tarde han podido oír el «Miserere» al pie del altar de Nuestro Jesús, con una vela encendida entre sus manos, a la hora magistral de la Reserva! Yo no; yo, mientras, tontamente, inexpresivamente, mecánicamente, obedezco a la voz de ¡firme! de alguno que ni sabrá lo que es Úbeda, ni habrá oído hablar jamás de la procesión de Nuestro Padre Jesús. ¿Sabrán acaso lo que es un varal de tres tulipas? ¿Habrán vestido alguna vez una túnica morada, ceñida por un cordón amarillo? ¡Entonces!

Pero, todavía quiero, en esta carta, seguir deleitándome con la evocación... Mañana, mañana... En mi imaginación, quiero representarme el acontecimiento. Los bancos, colocados «ad hoc» para que se sienten los hermanos. Antonio el sacristán trae y lleva misales. Afuera, en la mesa petitoria, está Pastor. Más afuera, en los claustros, los cofrades, unos de gabán, otros de capa, otros de gabardina, aguardan el comienzo de la fiesta, mientras dan las últimas chupadas al cigarro. Hablan del trono, de si lloverá este año; discuten sobre el valor artístico del nuevo San Juan...

Ya todo está a punto. Los músicos afinan sus instrumentos y hay sonidos aislados, incoherentes. Ya están los tres curas en el altar. Por supuesto, actúa de celebrante D. Juan Vico. El «Introito» de Perossi llena de polifónica armonía las naves de nuestra iglesia mayor. (Ruído de reclinatorios, toses, viento que se estrella, impotente, allá en los altos ventanales).

La Epístola, el Evangelio, el Sermón... Los hermanos se sientan, se disponen a escuchar, atentos, el verbo cálido de D. José Amadeo. Y luego... El «Miserere»; el «Miserere», al que todos los adjetivos de ponderación le vienen cortos. El «Miserere», que promueve un reclutamiento de lágrimas...

Así seguiría yo, gran Antonio, disfrutando con la imaginación de nuestra fiesta, ya que no puedo estar presente. Pero es tarde, y quiero que salga a tiempo esta carta, para que tú la recibas precisamente mañana, cuando todavía tu emoción esté ardiendo bajo la influencia de tu religiosidad y de tu ubetensismo; cuando todavía el Señor, reciente la Comunión de su Cuerpo y Sangre, opere amoroso en tu alma emocionada. Acuérdate de mi. Pide por mi.

Tu hermano en Nuestro Padre Jesús Nazareno, te abraza. Juan.

(Fotografía: ANTONIO JOSÉ JIMÉNEZ)

jueves, 2 de enero de 2014

A LA MEDIDA DE LOS NIÑOS





Reciente la Navidad, los Reyes Magos a la vuelta de la esquina, el tiempo —ese tiempo en círculo, eterno, del calendario, siempre sujetando la índole fugitiva y fungible del tiempo histórico— se pone a la medida de los niños. No; no hay muchas cosas en este mundo a la medida del niño. Cuando nosotros, cuando uno cualquiera, nos acercamos a un chiquillo, de esos que ahora están aprendiendo con su media lengua a rezar, comprobamos en seguida que nada de nosotros sirve, tal como es, a su «estatura», a su modo. Ni nuestras palabras. Porque nuestras palabras han de salir de su diapasón normal, entonces;  tienen que hacerse más altas o más susurrantes: tienen que remendar la voz del gigante —ese ser que el niño conoce sin haberlo visto nunca— o copiar la leve inflexión de voz de la mismísima Caperucita. Tenemos que hacer eso nosotros, los padres, si es que queremos impresionarles o divertirles de alguna manera. Nuestra voz natural no es apta para menores... Por supuesto, que en todo pasa igual. Cualquier acto normal nuestro les fastidia. Les molesta que escribamos una carta, que leamos un periódico o que fumemos un cigarrillo. No nos «ven» cuando somos nosotros; sólo sienten nuestra presencia cuando nuestra actitud se desmesura, de manera más o menos histriónica; cuando en nosotros, además de ver al «papá», ven también, un poco, al gato, al perro, al lobo o al conejito.

Porque el niño es el ser menos sencillo que existe. No vayamos a confundir inocencia con sencillez. Quizá implican conceptos opuestos si entendemos por cosa sencilla lo contrario que cosa confusa. El niño es el ser menos sencillo que existe, porque todo en su alma incipiente, se complica de imaginación, de ensueño y de portento; porque no discrimina lo real de lo irreal y confunde los «planos» de lo sustancial y de lo adherente. ¿No estamos observando a cada momento que cuando del niño afloran las ideas claras —para nuestro intento, claridad y sencillez son palabras sinónimas— es cuando empiezan a destruirse en su subconciencia la flora y la fauna de la fantasía? Si la sencillez implica una operación mental simplificadora —reducción de todas las vivencias o de todas las razones a un común denominador— es, desde luego, un mérito del adulto, del hombre. La inocencia, en cambio, es la encantadora, gratísima confusión de la realidad con el sueño, de la imaginación con la idea; bien que la ignorancia sea la confusión en mayoría de edad, esto es, la confusión sin encanto.

Pero esto es divagar por caminos que nos apartarían del nuestro. El nuestro, hoy, es el que conduce a Belén. Decíamos que de Navidad a Reyes el tiempo está a la medida de los niños.

¿Entonces, la Navidad es confusión? Claro que sí; en apariencia, encantadora confusión —pastores, Reyes Magos, borriquitos, zambombas, ángeles, lavanderas y Niño Jesús— que, naturalmente, va a anclarse, va a simplificarse más adelante, humanamente hablando, cuando toda ella se reduzca a Idea, a Verdad fundamental, y brote de sus manantiales la prístina sencillez divina del Evangelio. Pero que, al momento de producirse y por la manera de producirse, no puede por menos de resultar enmarañada. Dios se hizo Niño. No digáis que esto pudo parecer cosa sencilla de entender a los hombres vulgares, corrientes, de aquellos días. La mayor complicación teológica que hubieran podido imaginar los rabinos y los doctores de la ley era, precisamente, ésta: Dios Niño, Dios en un pesebre, Dios humilde. ¿Dios humilde? No digáis que pudo tener para los judíos aspecto de cosa clara... Como que sólo los magos y pastores abarcaron su comprensión. («Cuida de ser mago, sino eres pastor», escribía «Xenius». Pastores y magos han tenido siempre alma de niño.) Fue preciso que aquel Infante creciera y hablara, que aquel Niño se hiciese hombre para que la confusión maravillosa de la Navidad se ajustase en coordenadas precisas; para que de aquello, a primera vista tan complejo, saliese, ya meridiana, la Idea clarísima y actualísima de la Redención. Porque la Redención es el corolario de la Navidad, como en otro orden, el hombre es la secuela del niño. Y la impiedad se parece a la ignorancia en que, en una y en otra, la confusión ya sin encanto, ya sin inocencia, corrompida y agusanada ya, persiste.

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No digamos más. Ahí está ese chiquillo inclinando su cabecita para mejor ver al Niño Jesús. ¿Qué le dice? Él imagina ya, nebulosamente, que el Niño es algo más «complicado» que el muñequito de su hermana. Él no sabe todavía en que consiste la Divinidad, pero su instinto ventea ya la Divinidad en el candor rosado del Hijo de la Virgen. Y comprende, sin poder razonarlo aún, que sus piececitos fríos traen a la Tierra un mensaje de Amor. Él no conoce bien quién es Dios. Está aprendiendo a rezar. Él no puede entender todavía al Crucificado. Pero entiende ya al Niño Jesús. Rezarle a esa estupenda «complicación» teológica que se llama Niño Jesús, le parece naturalísimo cuando, cada noche, su madre le arregla el embozo de la cuna. ¿No se haría Dios Niño —confusión y escándalo para los gentiles y los judíos— para que los niños aprendiesen antes a rezar? ¿No prepararía Dios en su Eternidad, la escenografía maravillosamente confusa del Nacimiento —pastores, Reyes Magos, borreguitos, zambombas, ángeles y lavanderas— para poder ganarse al niño con el juego de lo prodigioso, antes de ganar luego al hombre con su Verdad?

Terminemos ya. No nos extendemos más. El Rey Mago y un niño —otro niño— han encontrado sus miradas. La de Melchor acaricia al pequeño con su sonrisa y el pequeño responde al mago con el gesto de su estupor. ¡Qué magnífico alarde barroco la indumentaria del Soberano de Oriente...! Corona, oro, brocados, púrpura, todo se conjuga para el interés del infante.

¡Diréis pedagogos que un Rey Mago no es un «centro de interés»!  ¿Tendrá el chiquillo, desde este momento de la visita de Melchor, una trompeta y un caballo, una pelota y un automóvil? Tardará el chiquillo mucho tiempo en saber que la pelota, el caballo, la trompeta y el automóvil, obedecen, en su mecanismo, nada menos que a una idea preconcebida de los hombres. Él, mejor, tiene en su mente una mágica sensación de los juguetes que le han traído los Reyes... Dentro de cinco días, dentro de una semana, los juguetes gemirán mutilados o rotos por los rincones del cuarto de estar, pero en el fondo de su alma habrá quedado la primera impresión maravillosa de las cosas. Porque serían sólo cosas —simples cosas, sencillas cosas— los juguetes... Regalados por ese ser fantástico que viste de púrpura y viene coronado de oro, los juguetes se han complicado de una deliciosa procedencia...

Desde Navidad hasta Reyes, las fiesta del calendario están a la medida de los niños. Dios lo ha querido. Dios es así. Quiso el Verbo encarnar en el Hombre. Y quiso hacerse Niño para encantar a los niños, acompasando la Eternidad al «tiempo infantil». Belén es un capítulo fundamental de la Teología con el que, todos  los años, de Navidad a Reyes, se ponen a jugar los niños. Tienen permiso del Niño Jesús...


(ABC, 1 de enero de 1959)