Los libros hablan, naturalmente, en su letra impresa. ¡Ojalá escuchásemos más a menudo, y con más detenimiento, sus sugerencias! Realmente, no ha habido otro invento como el del libro, para solaz del pensamiento. En un libro hay siempre un alma al acecho. Tan callado el libro, en su estante, y tan repleto de ideas. Sin vocear en ningún momento y con tanto que decir. Ya hay una lección —y elocuentísima— en este su talante especial que le hace estarse quietecito cuando dentro tiene tanto movimiento. Al contrario de tantos hombres...
Pero, bueno; yo he soñado hoy que un libro, además de hablarme como libro, me ha hablado casi como hombre. No sé si me expreso. Quiero decir que me ha dicho sus cosas particulares, sus impresiones, sus ilusiones, sus desengaños. Algo así como cuando el profesor, terminada su lección, se pone a departir, fuera del aula, en los corredores, con el bedel, para lamentarse ambos de cómo está la vida o para comunicarse impresiones sobre el influjo del tiempo en sus respectivas úlceras de estómago... No es exactamente eso, pero...
—Fiesta del Libro, ¿eh? Vaya, enhorabuena, enhorabuena...
—Fiesta del Libro... ¿Vd. cree?
—Claro, hoy todo han sido homenajes para el libro. Estamos en una «sociedad materialista» y esto es alentador, amigo mío...
—Estoy en decadencia. Lo veo; lo noto, lo siento. Estoy achacoso.
—Quité allá, hombre. Un libro siempre es un libro. Los hombres, o aprenden en los libros o no aprenden.
—¿Vd. cree que tenemos, que seguimos teniendo, un gran prestigio?
—Claro; ahora se lee más que nunca.
—No ve convence el argumento. Ahora se come mejor que nunca. Ahora se viste mejor que nunca. Ahora hay más arte que nunca. Más literatura que nunca. Más estudiantes que nunca... No es sino que ahora hay más hombres en el mundo que nunca. En el pueblo nuestro, había hace un siglo una fonda: ahora hay tres hoteles, dos restaurantes y cuatro bodegones. ¿Más apetito hoy que hace un siglo? ¡Cá! Más bocas. ¿Más refinamiento? Ni hablar. Más viajeros y más viajantes. Eso es todo.
Mi libro es un volumen modesto, ni rico ni pobre, ni encuadernación en piel ni cartoné. Clase media.
—Mire, hombre —ha proseguido— la decadencia del libro no consiste en que haya menos libros. No solamente han aumentado los libros sino los escaparates. Precisamente el mal está, quizás, en que somos muchos. Casi tantos como personas. De ahí que nuestra «autoridad» esté en entredicho. Nos estamos, un poco, haciendo masa. Y, claro, no imponemos respeto. Ahora —por ejemplo— se dice de cualquier pedante: «Tiene una cultura libresca». ¿No quiere esto decir que el libro se desacredita? Antes, lo «literario», daba prestigio. Ahora, lo «libresco» lo quita. El adjetivo «libresco» es muy de nuestro tiempo.
—Entonces, habrá que decir que el libro desconfía de sí mismo...
—No tanto; pero el libro advierte que sin gran bagaje de libros adquiere el hombre las metas que ambiciona: riquezas, honores, amor... Por eso, en el fondo, el hombre que aspira a triunfar desprecia al libro que, al fin y al cabo, cuando es un buen libro, no enseña a triunfar sino más bien a ironizar acerca de lo que los hombres llaman triunfo. Y cuando el libro no es bueno —y entonces se lee más—, contribuye al despiste libresco.
—El libro que tengo en mis manos ¿es bueno o malo? —pregunto de sopetón.
Uno no sabe cómo es la manera que los libros tienen de ruborizarse —quizás cerrarse de golpe o caerse al suelo—; pero es indudable que el libro que yo tengo delante debe haberse ruborizado al decirme, con un dejo algo amarguillo:
—Ya ve: no soy un «Obras completas». Pero soy una «décimo sexta edición». Algo debe tener el agua cuando la bendicen.
—Esa experiencia de «décimo sexta edición», es una vejez gloriosa. Un libro así, debe tener muchas cosas que contar de los lectores, ¿no?
—Bastantes.
—¿Cómo era el lector de hace treinta años?
—Tenía, por lo menos, más esperanza. Esperaba, hasta cierto punto, cosas decisivas de nosotros los libros.
—En cambio el de ahora...
—El de ahora es más exigente, a pesar de que no espera que vayamos a resolver ningún problema. Nos critica más y nos entiende menos.
—¿El cine estorba al libro?
—Hay un cine que no nos entiende y otro que nos entiende. El que nos entiende de verdad, lejos de perjudicarnos, nos abre camino. Laurence Olivier, por ejemplo, ha aumentado prodigiosamente el número de lectores de Shakespeare.
—Los hombres que leen las «décimo sextas ediciones», ¿cómo son?
—Hombre; suelen ser buenas personas.
—¿Qué es una «buena persona» desde el punto de vista del libro?
—Una buena persona, desde nuestro punto de vista, es la que nos lee «sin interés», ¿Entiende? Quienes solo nos leen para —por ejemplo— obtener el éxito en las próximas oposiciones, no nos merecen ninguna garantía.
—¿Cuáles son las notas del buen libro?
—Que manifiesta una verdad —no que la invente, pues las verdades no se inventan— y que esté bien escrito. Pero este equilibrio de verdad y estilo es difícil. Por un lado están los estilistas: maravillosos jarrones de adorno, y, por otro, los transcedentalistas: el palo de lo eficaz y tente tieso. Pero tanto el estilismo, como la eficacia —tomados en un sentido unilateral o exclusivista— no necesitan propiamente del libro. En cambio el libro, sí exige la síntesis de pureza conceptual y belleza.
—¿Qué opina de la amenidad? Ahora a la literatura —como a todo— se le exige amenidad.
—La amenidad, a veces, no pasa de ser el «género chico» del arte. Sea cual fuere. Cuando la amenidad surge espontánea —sin que se la busque adrede— es deliciosa. Cuando se la busca y rebusca, adolece de un aire zarzuelero que apesta. Ahora hay mucha «amenidad» y muy poca sustancia. Esto es, mucho caldo de pollo sin pollo.
Se hace tarde y uno tiene que dejar el libro —«décimo sexta edición»— encima de la mesilla de la radio. No sé cómo la radio empieza a dar una nueva edición de los resultados de la liga del domingo. Vigésima edición.
—¿Qué opinan los libros del fútbol?
—Eso es largo de contar. En eso hay materia para un libro.
Abur, entonces. Y felicidades, libro, otra vez.
—Ea, buenas noches.
ANSELMO DE ESPONERA
(VBEDA, Año 11, Núm. 107, 15 de mayo de 1960)
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