BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

martes, 31 de diciembre de 2013

EL FUTURO





Al comenzar, las cosas resultan difíci­les de entender. Incluso inútiles. «¿Pa­ra qué sirve la electricidad?», le pre­guntaron a Edison, el cual respondió: «¿Para qué sirve un recién nacido?» Después, cuan­do el uso del teléfono constituye una de las primeras, grandes epifanías de la Técnica, el inventor, con humorismo comenta: «¡Bi­cho raro: se le pisa la cola en Edimburgo y ladra en Londres; la "inútil" electricidad es responsable!»

Suele, sí, desconfiarse de lo que nace. Pero luego, inexorablemente, crece. Crece a veces hasta el punto de hacerse gigante. Riesgo. Las mitologías coinciden en la creen­cia de una generación pavorosa de gigan­tes que poblaron la Tierra en remotísimas edades. Fábula, pero significativa. Cosas y criaturas corren siempre el peligro de cre­cer demasiado. Es lo que a veces pensamos que ocurre con la Técnica. ¿Vivimos un mun­do gigante que nos amenaza, cuya medición y control se nos escapa? No obstante, hay que distinguir. Cabe hablar de una desme­sura cuantitativa con tamaños que espantan; pero también de otra espiritualidad de la que no está ausente la armonía. De la úl­tima, el arte nos depara símbolos ejemplares. Miguel Ángel hace del gigantismo una cali­dad del pensamiento transmitida por el cin­cel al mármol. Eugenio Montes y Camón Aznar han recordado aquí mismo —en las páginas de ABC— lo egregio de la «terri­bilitá». Es precisamente un trasfondo de melancolía el fermento que da vigor irrepe­tible a las estatuas del sepulcro de los Médicis, a las Vírgenes membrudas que des­bordan los medallones en que están enmarcadas. Porque en Miguel Ángel —nos invitan a comprobarlo— la melancolía no es un di­solvente, sino, mejor, preciso y enérgico es­tímulo de irresistibles dinamismos. Es frecuente admirar en las sillerías de coro de nuestros templos, tallas y relieves de asce­tas, confesores, evangelistas, profetas, cuyo trazado, imponente y enérgico, hace adivi­nar en las faces, ávidas de futuros, un an­sia que se eleva, en gesto cogitabundo, des­de una nostalgia. (¿Y no es esto la Historia?) En la «terribilitá» late un empeño de clari­dad para el mundo. Dramático empeño, en la línea quizá de ciertas cosmovisiones gnósticas que concebían el Universo (así Basílides en los primeros siglos cristianos) como un «contacto de tinieblas que tratan de posibi­litar el retomo de la luz».

Pero si la Historia entera es un forcejeo hacia la claridad razonadora y la conducta noble, y si el Evangelio de San Juan re­sume su altísima teología en la constante lucha —«terribilitá» asimismo— de la Luz contra las tinieblas, acomete la tentación de sospechar que, en no pocas ocasiones, el esforzado afán deviene más bien en seudo-gigantismo contrahecho, que es lo mismo que decir en confusión y más oscuridad. Es­cribía Víctor Hugo de su Quasimodo: «Pare­ce un gigante hecho pedazos y vuelto a juntar por manos inexpertas.» Hoy el miedo es pensar que, a lo mejor, la civilización futu­ra va a ser quasimodesca; en la antípoda de la edad «enorme y delicada» que añora­ba Verlaine. ¿Va a tener, pues, la giba, los miembros deformes, la megalocefalia grotesca de un monstruo compuesto a base de fragmentos sin perfil, de formas rotas..., de culturas desechadas y luego en parte saca­das del escombro tras el derribo? ¿O con­ducirá la acumulación incesante de los lo­gros de las ciencias aplicadas hacia el «Mun­do feliz», deshumanizado, de Huxley, o el más deshumanizado aún de las fantasías de Wells, o al utópico espiritualismo de la «teo­logía ficción» —felizmente superada— de un Teilhard de Chardin?

Ahora, en ciertos sectores, se organiza y orquesta la confusión. Así nos vamos a ver sumidos en aquella perplejidad de un dia­logante de Juan Valdés cuando arguye: «Vos queréisme enseñar lo que no entiendo con lo que no sé.»

Todo induce a la urgencia de preparar un futuro cuya grandeza no incurra —por error de objetivos o de métodos— en seudo-gigantismos. Pero no hay que dejar la mo­delación del futuro en manos de los futu­ristas ni la del progreso en las de los pro­gresistas. Futuristas y progresistas tienen, salvo excepciones, el común defecto de que saben mucho y prensan poco. Pensar es pararse a pensar. Nada más cuando el ti­rador deja de andar su disparó acierta. An­tonio Abad, en la antigua Iglesia, sentía el impulso irresistible de mejorar el mundo. Estando en esto, oye una misteriosa voz que le musita: «Fuge, tace, quiesce» (Huye, calla, aquiétate). Ojalá los reformadores de este tiempo oyeran el mismo consejo. Anto­nio Abad, como efecto del aviso, funda la vida monástica. La vida monástica verifica, a lo largo del medievo y después, la más eficaz, sutil y profunda reforma. No es que en este artículo se propugne, precisamente, un monasticismo ahora. Sí, en cambio, una audiencia a voces autorizadas que invitan a cierta huida de los usos materialistas, con­sumistas, pragmáticos, dominantes («abstemios de lo trascendente», llamaba Papini a los marxistas). Sí, una atención que lleve al buen silencio para el espacio de los hallaz­gos fecundos. Sí, un aquietamiento sereno, que es lo contrarío, de una parte, del inmovilismo y, de otra, del atolondrado activismo. Ya que, más bien, parece la condición pre­via a la acción intensa, directa y con sen­tido; fuerte, en fin.

Uno estima que nada más así podemos acercamos al mediodía. «Sólo el mediodía es la hora; las demás son simples horas», exclamaba Alfredo de Musset. Y quizá úni­camente la decisión que ocurre tras el pen­samiento reposado es apta para el lanza­miento. Si bien las dudas —y esto es inevi­table— acechan. Gómez de la Serna decía que «no gozamos bien del canto del ruiseñor porque siempre dudamos de que sea el ruiseñor». Estoy entre los que ven que te ver­dad, afortunadamente, está ahí y que, en momentos, perceptiblemente, «canta». Pero los «dudadores» de profesión u oficio no lo entienden así.

¿Cómo ganaremos él futuro? Con energía, con firmeza, con «terribilitá» si preciso fue­re, pero sin confusionismos. Con serenidad. Sin «quasimodismos», valga otra vez la pa­labra. Escribo ahora asimilando las transpa­rentes, limpias enseñanzas del discurso de la Corona de Juan Carlos I. Concluía: «Si todos permanecemos unidos habremos gana­do el futuro.»

(ABC, 14 de diciembre de 1975)

lunes, 30 de diciembre de 2013

EL NIÑO QUE SE LLEVARON LOS REYES





(CUENTO)

Yo —decía aquel hombre en la intimidad de sus amigos— no creo en Dios. Era un ateo calvo y sin hijos. Y como confesaba su incredulidad con tanto desparpajo, con tanta seguridad en sí mismo, los amigos —que no eran ningunos teólogos, ni ningunos apóstoles— temían objetarle con argumentos sencillos, por miedo a que él —el ateo— los tuviera por doctrinos ingenuos. No caían en la cuenta de que las demostraciones complicadas de la existencia de Dios, tenían una validez menor que las demostraciones sencillas. No caían en la cuenta de que la claridad del agua, es difícil de explicar mediante la química, y facilísima, en cambio, de comprobar con los ojos de la cara.

He dicho que se trataba de un ateo calvo y si hijos. Tengo que añadir que, sin embargo, un día, Dios le concedió un vástago cuando ya desconfiaba de tenerlo. Entonces, siguió con su impiedad de siempre, pero se estimo al fin con una misión en el mundo. La de educar a su hijo en la incredulidad.

La pedagogía del ateismo no tiene problemas. Niega todos los problemas. El niño es bueno de por sí. No hay que perfeccionarle, pues. El niño aprende naturalmente; no hay que instruirle usando de éste o el otro esfuerzo. No hay problema de pubertad alguno; que el niño desarrolle, en espiral, sus instintos —los que sean—, y ya está el hombre.

Creció el hijo del ateo calvo. Cumplió los siete años.

—Papa, ¿quién ha puesto las estrellas en el cielo?

—Es sencillísimo, hijo. No las ha puesto nadie.

—Entonces, ¿por qué están allí?

—Es facilísimo de comprender, hijo mío. Forman parte del universo. Como tú y como yo.

El chiquillo quedaba convencidísimo —porque no hay niño que no se convenza enseguida de cualquier cosa— y se iba a jugar.

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Pero a los siete años, no se le pueden ocultar a los chiquillos algunas cosas. Por ejemplo, el ateo calvo sufría horrores porque no le podía ocultar a su hijo que existía una fiesta llamada Navidad.

El chiquillo tenía amigos. Los amigos del chiquillo tenían padres que creían en Dios; padres que les compraban figuritas de nacimiento, que les hablaban del Portal de Belén, del Niño Jesús, de los Reyes Magos...

—Papá, ¿no sabes una cosa? —le dice un día el nene a su padre ateo y calvo—. ¿No sabes una cosa, papá? Existe Dios. Dios es uno que nació en un portal después de hacer el sol, la luna y las estrellas. Todos mis amigos de la calle lo saben porque se lo explican en la escuela. ¿Por qué yo no voy a la escuela?

—Hijo mío; eso son cosas de la gente, de los chiquillos. Dios no existe. Yo te demostraré que Dios no existe cuando puedas comprenderlo, cuando seas mayor.

—Entonces, ¿por qué nació Dios en la Nochebuena? Hoy es Nochebuena.

—Todas las noches son buenas, cuando no llueve ni hace viento, chiquillo.

—Entonces, ¿por qué los Reyes adoraron a Dios?

—Los Reyes... Verás.

—A todos los niños les traen cosas los Reyes. A mí también ¿verdad?

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Las cosas —hasta las mayores desgracias— ocurren facilísimamente. EL hijo del ateo calvo se puso enfermo el día 4 de Enero y se murió en la noche de Reyes.
Una hora antes de expirar, debatiéndose en la fiebre, le dijo a su padre, el ateo calvo:

—Ya sé por qué no me traen nada los Reyes. Un chiquillo me lo dijo; yo no estoy bautizado.

El ateo, sin poderse contener, dijo:

—Yo te bautizo en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Y roció con agua al chiquillo.

Dicen que después los ojos del ateo se impregnaron de lágrimas. Las cosas —hasta las mayores venturas— ocurren así, facilísimamente.

(VBEDA, Año 6, Núm. 72, Diciembre de 1955)



jueves, 26 de diciembre de 2013

NAVIDAD DE MAZAPÁN





La Navidad es el último reducto de la ternura. La Navidad es... un buen ambiente. La preparamos grata cada año desde sus prolegómenos a mediados de mes. Diciembre: sábado grande; todo él, víspera augural en que nos la prome­temos felices. Es verdad que el mundo dis­parado en urgencias detiene su carrera más o menos loca cuando va a llegar este tiempo. Y que, en estos días, cualquiera se nota, debajo de la prisa, al corazón. Qui­zá se advierte latir una generosidad, en inesperada taquicardia, dentro de la ana­tomía —recio tórax— de todos los egoísmos. Se experimenta la bondad... como una nostalgia. ¿Habéis encontrado alguna vez, entre los papeles antiguos, el retrato de un pariente muerto? Se os amarillea, enton­ces, un poco el alma; respiráis alrededor como una fragancia súbita de hojas caí­das, y decís: ¡Pobre!... Algo de eso resul­ta aparentemente la Navidad. Una deli­ciosa evocación burguesa de algo que se fue, de ideas que yacen en el olvido, de sensaciones pasadas, de bellezas encantadoramente anacrónicas. ¡Pobre Bondad! Se murió... Y os cosquillea en el espíritu un deseo leve de apacentar añejas virtu­des. Habláis de paz, de caridad, de per­dón, de sonrisa. ¡Pobre Bondad! Está muerta y hay que hacerle este homenaje póstumo. Ensoñáis a vuestros hijos con los Reyes Magos y reserváis de vuestro pecunio una parte para los pobres. Así, llega la fiesta y el corazón descansa cómodamente en una provisional almohada de lirismos y de ternezas. Sienta bien este descanso, esta efímera tregua para el disfrute de una ferviente ingenuidad… de encargo. Hasta la conciencia se aquieta un poquito. Porque la conciencia es un lebrel insobor­nable, a pesar de todo. Pero en Navidad se distrae al lebrel, se le contenta, se le ha­cen graciosas concesiones, se le dan palmaditas en el lomo, se le insinúa: «¿Ves? No soy tan malo. Tengo mi liberalidad particular, mi compasión, mi blanda en­trega, mi tolerancia. ¿Ves?...» Y el lebrel deja de ladrar. Y se acuesta a nuestros pies. Y empieza a parecer un perro de aguas con pelambre rizadita y mimosa. «Felices Pascuas», «Felices Pascuas», «Fe­lices Pascuas», «Felices Pascuas». Las tarjetas y los christmas se amontonan: forman una tarta de amabilidad que alza sus to­rres de merengue sobre el movedizo cimien­to de una sensibilidad garrapiñada.

Uno no sabe si siempre, siempre, nos vamos a conformar con una Navidad así, tan inocua, tan convencional, tan dulce­mente artificiosa, tan intrascendentemen­te sentimental... (¿Tan turbadoramente cursi?)

Porque es lo cierto que la celebración navideña —esa flor de invernadero— tiene su origen en un hecho de dimensiones apoteósicas, sobrehumanamente grandes. La Navidad conmemora nada menos que la Encarnación del Verbo con el subsi­guiente corolario sobrenatural del «Dios hecho Hombre» para la Redención del hombre. Algo tremendo y descomunal; algo maravilloso que hizo estremecer de pasmo a los Coros de los Ángeles.

Uno no sabe si hemos empequeñecido a la Navidad, minimizando su significado. De todas formas, se la piensa menos que se la gusta. Un niño de pocos años me ha dicho que él, hasta ahora, no había sabi­do que las almendras dulces de la Noche­buena... tienen almendra «de verdad» dentro. Creía, por lo visto, que eran obra exclusiva de la confitería y que nada po­nía el piñón —el de las piñas de los árboles— en la peladilla. Yo voy creyendo que una cosa semejante pasa, en la ma­yoría de los hombres, con la Navidad: Hemos olvidado la Idea que lleva dentro a fuerza de mediatizarla, a fuerza de en­volver en arrape a la Verdad. Pienso si al llegar esta época del año la Bondad, y la Paz, y la Buena Voluntad, no protestarán un poco de que se las presente como vir­tudes de repostería para el buen «con­fort» de nuestro ánimo, cuando ellas cla­man más bien por una vigencia pujante, desnuda, ardorosa y fuerte en el pensa­miento y en la acción de los hombres. Deben de estar descontentas, sí, de que las convirtamos en evocación, en poética nostalgia, en vaporoso anhelo o en «fino regalo», cuando pugnan por hacerse car­ne y sangre de eficacia en la existencia de cada persona redimida. Redimida por Aquél que quiso nacer en pobreza radical y determinó, al vestirse de hombre, inhi­bir el esplendor, el enjoyado visible de su Divinidad misma. Pero los cristianos he­mos hecho de la Navidad una «clase de adorno» cuando es, ante todo, una fun­damental Lección de fe y de Amor. Lección que demanda discípulos, no cantan­tes... Temo que hay un retablo de Navidad, recargado, redundante y hueco, cuando lo que urge es un altar de Navi­dad; un altar —si se me permito decirlo— más bien funcional.

Cristo nace para que la Bondad resuci­te militante, no para que la bonanza es­pejee en melancolía de atardeceres. Y, ¿no quiere Él que la Paz sea, un poco, la obra viva de cada uno? (La obra «viva» y actual de los hombres; no el daguerroti­po de perfumadas memorias.)

Un coro de voces exultantes está —en el templo— entonando el «Gloria». Atención al disco... Hay que creer que lo decisivo en la solemnidad navideña es que haya enamorados que cuando ella viene sientan, y consientan, el deseo de hacer con la propia vida un verso de ofrenda y alaban­za. Pero lo del sentir sin consentir—lo que los demás hacemos—es... literatura.

¡Felices Pascuas! Pero, por Dios, que no hagamos también del Amor una figura de mazapán.

(ABC, 23 de diciembre de 1960)

miércoles, 25 de diciembre de 2013

DIOS AL ALCANCE DEL HOMBRE





Navidad, Año Nuevo, Reyes… Fiestas de íntimo sabor familiar; pero sobre todo, no lo olvidemos, Navidad, Año Nuevo, Reyes, son fiestas religiosas, de neta raigambre cristiana. Por eso, no conviene rebozar demasiado el profundo sentido espiritualista de estos días. Solemos garrapiñar con exceso las cosas divinas, y no pocas veces desapercibimos la almendra de su genuinidad.

¿Qué consideraremos nosotros, los que ya dejamos un día de ser niños, al llegar estas fechas? ¿Acaso, desde la vertiente en que estamos enclavados, carece de perspectiva la maravillosa escena bíblica del portal de Belén? ¿Serán estas festividades un pretexto bello e ingenuo para que los niños toquen la zambomba y sueñen con los Reyes Magos mientras rivalizan con los mayores en la tradicional tarea de tomarse el turrón? ¿Será esto… y nada más?

Quizás los mayores debiéramos meditar, además, penetrando en la entraña religiosa de la fiesta. Quizás nos conviniera recordar que oculta en la garrapiñada alegría, hay una almendra.

Alexis Carrell, en su libro La Oración, habla de Dios. El alma necesita de Dios, dice Alexis Carrell, como el cuerpo necesita de oxígeno y del agua. Pero ¿dónde encontrará el alma a Dios? Para el peregrino, Dios resulta inabordable, e inaccesible. Cuando no era una abstracción, era una aberración. Diluido unas veces en el infinito, condensado otras en la angosta limitación del ídolo, el concepto de la divinidad gemía encadenado a todos los absurdos, a todas las supersticiones de las teogonías paganas. Creador y Creación eran como una inmensa ecuación llena de incógnitas irresolubles.


Pero «El Verbo se hizo carne». El Hijo de Dios había bajado a la tierra. Dios se acerca al hombre: más aún, se hizo Hombre. Es por eso quizás por lo que Alexis Carrell dice que el cristianismo puso a Dios al alcance del hombre.

Dios al alcance del hombre. Maravillosa esta frase de Alexis Carrell. Dios, inabordable e inaccesible según el concepto religioso del paganismo, desciende de su temida eminencia, de su pedestal labrado por el terror de mil generaciones y se confunde con el hombre. No viene a recaudar ofrendas de los hombres, sino a hacerse El mismo Ofrenda…

Pero el hombre, demasiado soberbio, no ha aceptado del todo a un Dios tan humilde, a un Dios que, según la frase de San Agustín, se hace hombre para que el hombre se haga Dios. Dios puesto al alcance del hombre, Dios Niño en el portal de Belén, Dios Obrero en el portal de Nazaret, Dios Maestro en los caminos de Palestina, Dios Ofrenda en la Cruz, es despreciado, vilipendiado, por una Humanidad presta a inmolarse, siempre, en aras falsas.

«El hombre necesita de Dios, como del oxígeno y del agua». El Cristianismo «nos trae» a Dios. Ya sólo resta querer. El se ha acercado. El ha venido, El nos ha llamado, El se ha hecho Hombre. El se nos da, verdaderamente, en Cuerpo y Alma. Pero como en Belén, al venir a nosotros, al ponerse a nuestro alcance, sólo encuentra Frío.

El hombre busca a Dios porque necesita de El. Pero lo busca en sí mismo. Ya lo ha dicho Federico Nietzsche: «Disfracémonos de Dios; es más cómodo». Es esa la trágica realidad. El hombre no se contenta con un Dios que se disfraza de hombre; lo que él quiere es «que el hombre se disfrace de Dios», que el hombre, «más allá del bien y del mal» establezca su reinado, su égida, en la tierra.

Muchos, más o menos inconscientes, van aceptando esta limpia filosofía sin moral. Porque, como dice el mismo Carrell, cuando desaparece la fe, la moral dura muy poco. Sin Fe, la moral es sólo un crepúsculo transitorio.

* * *

Oculta en la garrapiñada alegría de la Navidad está la almendra de una verdad. La Verdad que nos alegra, la verdad que nos trae al espíritu un mensaje de euforia, es ésta: En Belén se pone Dios al alcance del hombre.

«Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad». Urge la vigencia real —no la vigencia retórica— de esta salutación angélica. Urge que el hombre renuncie a su loca idea de hacerse Dios, de «disfrazarse de Dios», para adorar rendido a un Dios que se ha hecho hombre, que se ha «disfrazado» de hombre. El egoísmo quiere disfrazarnos de dioses. Pero la Caridad nos hace semejantes a Dios.

El novelista francés Meersch, en su obra Cuerpos y Almas se pregunta: «¿Por qué odiarnos, si hay tan poco tiempo para amarnos?» La inmoralidad, la frivolidad, el egoísmo, la soberbia, la ¿? acordados en un jazz band demoníaco, seguirán gritándonos la blasfema exhortación de Federico Nietzsche, «Disfracémonos de dioses». Pero, místicamente, envuelta en dulzura celestial, nos llega, cada año, durante estos días, la exhortación angélica «Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad». Palabras que deberían tener una vigencia real, y no retórica. Así, sabríamos reemplazar, con la caridad , que nos hace semejantes a Dios, ese egoísmo que quiere disfrazarnos de Dios. Y así, dejaríamos de odiarnos. Porque.. «¡tenemos tan poco tiempo para amarnos!»

(Diario JAÉN, 31 de diciembre de 1946)


domingo, 22 de diciembre de 2013

LA MULA Y EL CARRO





Todavía gimen por esos caminos de Dios las ruedas de los carros. Pero la carretera ya no es del carro. En la pista asfaltada se advierte enseguida su torpeza antigua, su perplejidad. ¿Y las mulas? «Azorín» tiene una página sugerente, llena de expresividad, acerca de las mulas. Son —dice— «algo consustancial de España». «Allá, allá en la lejanía, sobre el cielo radiante, se columbra la silueta de una reata de mulas que arrastran lentamente, dando tumbos y retumbos, un grueso carro.» «No concebimos el paisaje de España sin mulas», añade después.

¡Eh, automovilista!, ¿qué opina de las mulas?, ¿qué piensa usted de las mulas y del carro? Estamos en La Mancha. La recta de la carretera se pierde en lontananza. Placer de la velocidad. Es lenta la Naturaleza, lento el paisaje, lentas las viñas. Y la carretera impávida, incoercible, representa una invitación al vértigo. De pronto, «allá en la lejanía, sobre el cielo radiante, se columbra la silueta de una reata de mulas que arrastran, dando tumbos y retumbos, un grueso carro». ¿Carros a estas alturas? ¿Mulas con colleras? ¿Caminantes? Frena suavemente el automovilista, amaina unos instantes la velocidad. Y durante un momento en la carretera se cruzan dos mundos: el del motor y el del carro. Uno va de retirada, diríase que de arribada forzosa. Otro avanza irresistible venciendo al viento con su viento.

Recientemente Ramón Ferreiro ha cantado al camión en versos de sabor pindárico:

            Tu fatiga es la gran palabra del futuro anhelado,
            tu brío el que recorta al transporte sus uñas salvajes,
            tus hombros los que llevan la cruz de lo urgente y maldito,
            tus pies los que traen a la ciudad el perfume del campo.

Y es cierto que el camión, «siervo leal», y el automóvil, su hermano distinguido, merecen —bien merecen— el homenaje, el arrebato de la vibrante oda. Pero el progreso no es ruptura, sino esforzada continuidad. El camión es porque el carro fue. Hoy existen grandes hoteles gracias a las bulliciosas ventas de ayer, y grandes empresas porque hubo trajinantes. Aquel mundo en retirada, en arribada forzosa —el que ya se clausura en la historia—, ¿no reclama como contrapunto a la dinámica modernidad el canto umbroso, despacioso? Cada epifanía se corresponde —es ley de la vida— con una elegía. Por eso, tras el canto enardecido al camión, cabe al poeta melancolizar a costa del carro:

            La tierra tiembla de emoción cuando avanzas, lento y solemne.
            A la tierra no le importa el paso veloz de las caravanas de automóviles...

En los hombres mueve a la antipatía el egoísmo, la insolidaridad. Semejantemente repele de una época su falta de comunión con los siglos que se fueron. Porque el tiempo no se «divide» en pasado, presente y futuro. Espejismo. El tiempo es una línea continua. Y el trazo vigente no es sino efecto del impulso pretérito. En realidad el motor de lo moderno es la historia; los muertos están más enterrados que muertos. No hay autonomía posible para lo actual: la herencia histórica no es menos decisiva que la herencia biológica. ¿Por qué ironizar con aire de suficiencia ante el gesto enfático del abuelo retratado al óleo en la sala de recibir? Y, ¿por qué la sonrisa de desdén, no exenta de pedantería, para los versos de don José Zorrilla o de don Ramón de Campoamor? Los futbolistas de 1910 con pantalón hasta las rodillas, el landó del diputado liberal del distrito, las cartas de amor decimonónico que guardaba amorosamente en un cofre la viejecita por quien doblan las campanas... ¡cuánta lejanía!

Pero no hubiéramos llegado al «twist», amigo mío, sin el rigodón primero y sin el tango después. Ni las victorias internacionales del Real Madrid serían posibles si cincuenta años antes once señores con bigote no hubiesen constituido el Real Unión de Irún. Ni la épica nuclear y electrónica pasaría de ser ciencia soñada sin el precedente del siglo del «vapor y del buen tono». Existiría el presente sin nosotros, pero no existiría si no hubiesen nacido nuestros abuelos.

Alto en el camino. Se ha parado el carro junto al pueblo. Descansa la paciente mula. Muy cerca alzan su anhelo las torres y los palacios, testigos del pasado. Prodigiosa estampa... histórica. Pero la estampa histórica es premisa responsable del cuadro futurista. Y si no nos solidarizamos , también, con la estampa histórica, ¿no volveremos a la Prehistoria?

(ABC, 15 de diciembre de 1964)

jueves, 19 de diciembre de 2013

EL OLIVAR






El olivo, naturalmente, no es el almendro. El almendro es el árbol de vanguardia, con una prédica de ilusiones en flor, insuflado de un mensaje blanco de alacridad, al tiempo que todavía el invierno —denostador y torvo— cierne su amenaza. Cuando florece el primer almendro es que se ha recibido el telegrama de la primavera anun­ciando su llegada...

Pero la gracia del olivo es menos mórbida: su mensaje es en prosa. Diríase que viene escrito en tipo elzeviriano, sin fiorituras, ajeno al alarde o a la pirueta. Y siempre con los mismos, idénticos caracteres.

Uno, que es barroco por naturaleza, puede decir en presencia del campo de olivos: ¡Qué monotonía, Señor! El mismo color verde polvoriento, para todas las estacio­nes del año. Olivos, olivos, olivos..., todos achaparrados, sin ansias verticales de altura, uniformados y perennes; filas interminables, monocordes, como tetrástrofos monorrimos del poema informe de los campos, como alejandri­nos de un mester añejo y pardo. ¿Es que no tienen los olivos un vestido de desposorios? Y, ¿han estrangulado, como si se tratara de una tentación de Satanás, el brote de sus flores incipientes? Y su alegría, ¿de qué extraña especie es? ¿Por qué el mismo mutismo, indiferente, cuando el buen año supera la cosecha y cuando la fatali­dad adversa esquilma la dádiva de las redondas, tácitas aceitunas? Porque también el mundo vegetal, ante la po­breza, reacciona con la palidez y el desaliento; también se nota el hambre de los campos famélicos. En cambio del olivo, no; para sus ramas que no sienten el estímulo vivificante de la juventud, no existe tampoco el temible achaque de la vejez. Nada alegra al olivo; nada le entris­tece. San Ignacio de Loyola debió de ponerle como sím­bolo en su invitación a la santa indiferencia. Yo quiero imaginarme que uno de estos olivos perennes, antañones, inmutables, va a escribir cualquier día de primavera un terrible poema irónico, sarcástico, para recitar en plena euforia germinal, en un teatro jubiloso de flores, aromas y trinos. ¿Se titularía ese poema: «Las hojas amarillas... fueros verdes»? Sí; indudablemente estos olivos vetustos, junto a aquel retorcido olivo sarcástico, guardan un gesto fulmíneo para cuando el renacimiento llegue: serán los Savonarolas de la primavera.

Uno que es barroco por naturaleza, experimenta, así al principio, en el olivar una sensación de achatamiento. Pero, si uno es barroco por naturaleza, por gracia uno aspira a ser clásico. Y entonces, uno empieza a ver con otros ojos.

Un rato —cinco minutos— en el olivar, ha bastado para convencernos de la poesía del olivar. No es la suya una poesía epidérmica, como la del almendro; es más bien una poesía interior. Y bien, ¿qué será una poesía de vida interior?

Cuando las cosas —las pasiones, las emociones y las sensaciones— en lugar de hacerse tumulto de agua desbo­cada, corriente, se filtran gota a gota, a través de las capas hombre tiene dispuesto alojamiento para su vida interior; cuando las cosas, en lugar de resbalar con ruido, en silen­ció calan, hay en la concavidad del alma una resonancia azul, sin estridencias, para todo lo que de afuera llega. Entonces la poesía de «vida interior» surge armónica, sin violencias, en una sophrcsyne intelectual que equidista de todos los vértices... Yo, firmemente creo esto: la vorágine barroca, romántica, es el escándalo del agua derrotada, espumeante, que, como ha resbalado, camina dando ala­ridos, campo atraviesa, hacia la carretera (la carretera del mar, claro, es el río). Firmemente creo también que el clasicismo es agua lenta, agua tácita, agua filtrada, hacia el manantial, escondido en las catacumbas de la vida in­terior.

La posesión del olivo, que tan prosaico parecía, en tipo elzeviriano nos envía un mensaje de eternidad. Por eso llega vestida de modestia; la modestia es la virtud de los que no tienen prisa. (La modestia, honradamente, quie­re «llegar; pero llegar a pie. La necedad también quiere llegar; pero como, para ella, llegar a pie, por sus propios medios, es imposible, la necedad se monta en el primer «auto», en la primer «oportunidad» que se le brinda. Y, ya se sabe, el «auto» es un «chantaje» que se hace a la verdad.)

¿No será por todo esto por lo que se consagró el olivo a Minerva, diosa de la Sabiduría?

Iba a terminar el artículo y, de no sé qué rincón, ha surgido un duendecillo objetante. Me ha dicho esto:

—Tan tonto eres, que te has puesto a escribir un ar­tículo sobre el olivo y no has dicho una palabra sobre el aceite. ¿No te das cuenta, infeliz, de que lo único intere­sante del olivo es el aceite? Se conoce que no es tuyo el olivar, en que lo comparas con una estrofa de la «quaderna vía»... ¡Valiente ocurrencia esa de llamar tetrástrofos monorrimos a las filas de olivos! Y si no, para demostrar­te que en esto relacionado con los olivos, no sabes ni jota, dime: ¿A cómo está el «cambio»?

(Claro, me ha apabullado el duendecillo. Uno siente el alfilerazo lancinante de la duda. ¿Será verdad que del olivar sólo importa el aceite? ¿Será verdad que, en la Tie­rra, la belleza es nada más que la cáscara de la utilidad?)

(DIARIO JAÉN, 15 de diciembre de 1949)

miércoles, 18 de diciembre de 2013

EL ALMA QUE ANDA EN AMOR





«El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa», escribe San Juan de la Cruz. Entonces ¿cómo podríamos cansarnos nosotros de leer, de escuchar, de aprender al mejor, al más grande sin duda de los poetas en lengua castellana? Aunque, en Juan de Yepes, lo de poeta es puro accidente, es añadidura y fleco de su entidad mayor de santo, de teólogo, de místico, de filósofo. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, bajo el título de Una hora de España, «Azorín» dijo nada menos que esto: «Nuestro ideal era tan elevado y legítimo como el ideal de los demás pueblos europeos. Es falso que Descartes sea superior a Santa Teresa y Kant a San Juan de la Cruz».

Nunca penetraremos lo bastante en la selva de sugerencias ascéticas, místicas, filosóficas, poéticas de San Juan de la Cruz. Es asombrosa la feracidad de su mente. ¡Cómo nos hace falta su doctrina en esta hora confusa! Para este tiempo que abusa de la palabra amor antes de haber usado el amor, ¡cómo viene, como anillo al dedo, la doctrina de amor de Juan de Yepes! Porque el amor no es únicamente un sentimiento: necesita para vertebrarse, de una doctrina. El fraile carmelita, deshoja las rosas de su amor divino en sus poesías. ¿Qué es el «Cántico» sino una custodia de pétalos, una orfebral fragancia de suspiros, anhelos, adivinaciones, esperanzas, glorias y nostalgias? Esta explosión de fervores, este hervidero de intimidades puestas al fuego, que es el «Cántico», se alisa, se encalma en pensamiento cuando Juan de la Cruz comenta palabra a palabra —en finísima exégesis, en un auto análisis— su poema. Sorprende, la mina de amor que el carmelita encuentra en esa especie de manto freático de la «sicología profunda». Limpias aguas, sin lodo, transparentes. El ilustre Freud ¿ha estudiado alguna vez a San Juan de la Cruz?, ¿se ha inclinado sobre el brocal de su cisterna? Tanto da. Juan de Yepes no es un «ego» que limita al sur con el «ego» y al norte con el «superego». San Juan de la Cruz es pensamiento empapado de teologales auxilios. Porque el espíritu en exilio «produce» el pensamiento como «contestación». Dice el santo: «Un pensamiento del hombre vale más que todo el mundo». Y añade: «Por tanto, sólo Dios es digno de Él». Maravillosa conclusión. Escribía Valéry: «No conozco a ningún hombre que haya llegado hasta el final». El reformador carmelita, sí; él sí ha ido, de derivación en derivación, al cabo último; él no se ha detenido; ha seguido hasta las últimas consecuencias. Buscando al amor con la verdad y a la verdad con el amor, se nos muestra como el alpinista de Dios en su Subida al Monte Carmelo. Despegando de la mundanidad que le estorba, es el genuino nauta que, arrojando lastre, encuentra en la «Noche Oscura» el auténtico medio divino que otorga a su alma la plena “disponibilidad”, la oquedad para la Gracia ( ¡Ah, la Gracia! Pegúy pensaba que la Gracia es la esencial juventud del hombre que, por naturaleza, decrece. Recrece la Gracia al hombre que, abandonado a sí mismo, se arruga en vejez, en costumbre, en rutina, en «cosa»). Y la fatiga ascética del ascenso, la oscuridad de la renuncia, se compensa en Juan de la Cruz con la luz de la «Llama». Llama viva de amor que es llaga y cauterio.

He aquí la técnica que nos brinda el santo carmelita para una época que carece de amor y parlotea incansablemente de esos efectos del amor que son la libertad, la comprensión, la tolerancia, la fraternidad y la igualdad. Porque queremos los efectos, despreciando la causa. Y preconizamos amores que no pasan por Dios o le rodean en circunvalación artificiosa. ¿Por qué? El Doctor Extático sabe que al «atardecer nos examinarán en el  amor». Entonces ya su vida es una porfía incansable: «Ni ya busco ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amor es mi ejercicio», escribe en una estrofa sutilísima. Para remachar en prosa: «Donde no haya amor, pon amor y hallarás amor». Y continuar: «¡Oh, dulcísimo amor de Dios mal conocido!, el que halló sus venas descansó...»

¡Hallar la vena del amor divino¡ Qué difícil se está poniendo, cuando buscamos  la fe por caminos que no son los que Dios prepara. Pascal, escribía conmovedoramente: «Ponte de rodillas para que te entre la fe». Pero, ¿quién pide hoy la fe de rodillas? Falta fe para la fe, y ustedes dispensen la perogrullada. Era el mismo Pascal quien escribía genialmente: «Dios está suficientemente desvelado en las Escrituras para que los que le busquen verdaderamente lo encuentren. Y está lo suficientemente oculto para que los que no lo buscan con todo su corazón no lo encuentren».

Buscar, buscar, porfiar, anhelar. Es el trabajo de la fe. Nuestro poeta santo lo ha dicho mejor que nadie: «Buscando mis amores/ iré por esos campos y riberas/ ni cogeré las flores/ ni temeré a las fieras / y pasaré los fuertes y fronteras».

Pero mil cristianos hay ya pululantes por ahí que no quieren saber nada de la mística. Que a la hora de adoptar una espiritualidad se contentan con el remedo del «medio divino» de Teilhard de Chardin (donde, como escribe Camón Aznar, «confluyen poéticas invocaciones y cursis logomaquias» en un «libro de alto lirismo y de vulgar sociología»). Mil cristianos que se quedan sin saber a este filósofo canonizado que Azorín no retiraría si hubiera que parangonarle —ya hemos reproducido sus palabras— con Kant o Descartes. Mil cristianos que no han paladeado jamás sus estrofas, que no se han puesto nunca a practicar, para el advenimiento del amor, la «técnica» del cantor de la «soledad sonora» y de la «música callada»...

Pero Juan de la Cruz es la invitación que no cesa. Quiere persuadirnos. Pide que hagamos «noche», que apaguemos frivolidades, que la soledad no sea desierto sino campo fértil para la sonoridad de lo trascendente; que callen los ruidos y hagan sitio a la música honda e intrépida de los últimos fondos: música que traspasa los sonidos, que los calla, para transfigurarlos en ascuas del espíritu y así encandilar, así gritar «A las aves ligeras/ leones, ciervos, gamos saltadores/ montes, valles, riberas,/ aguas, aires, ardores,/ y miedos de las noches veladores».

¡Si acudiésemos a su invitación! Pero su invitación es dura; «Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes. Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada». Muchas exigencias en un tiempo para el que queremos a toda costa el abaratamiento de Dios.

(DIARIO JAÉN, 14 de diciembre de 1972)