Todavía gimen por esos caminos de Dios
las ruedas de los carros. Pero la carretera ya no es del carro. En la pista
asfaltada se advierte enseguida su torpeza antigua, su perplejidad. ¿Y las
mulas? «Azorín» tiene una página sugerente, llena de expresividad, acerca de
las mulas. Son —dice— «algo consustancial de España». «Allá, allá en la
lejanía, sobre el cielo radiante, se columbra la silueta de una reata de mulas
que arrastran lentamente, dando tumbos y retumbos, un grueso carro.» «No
concebimos el paisaje de España sin mulas», añade después.
¡Eh, automovilista!, ¿qué opina de las
mulas?, ¿qué piensa usted de las mulas y del carro? Estamos en La Mancha. La
recta de la carretera se pierde en lontananza. Placer de la velocidad. Es lenta
la Naturaleza, lento el paisaje, lentas las viñas. Y la carretera impávida,
incoercible, representa una invitación al vértigo. De pronto, «allá en la
lejanía, sobre el cielo radiante, se columbra la silueta de una reata de mulas
que arrastran, dando tumbos y retumbos, un grueso carro». ¿Carros a estas
alturas? ¿Mulas con colleras? ¿Caminantes? Frena suavemente el automovilista,
amaina unos instantes la velocidad. Y durante un momento en la carretera se
cruzan dos mundos: el del motor y el del carro. Uno va de retirada, diríase que
de arribada forzosa. Otro avanza irresistible venciendo al viento con su
viento.
Recientemente Ramón Ferreiro ha cantado
al camión en versos de sabor pindárico:
Tu
fatiga es la gran palabra del futuro anhelado,
tu
brío el que recorta al transporte sus uñas salvajes,
tus
hombros los que llevan la cruz de lo urgente y maldito,
tus
pies los que traen a la ciudad el perfume del campo.
Y es cierto que el camión, «siervo leal»,
y el automóvil, su hermano distinguido, merecen —bien merecen— el homenaje, el
arrebato de la vibrante oda. Pero el progreso no es ruptura, sino esforzada
continuidad. El camión es porque el carro fue. Hoy existen grandes hoteles
gracias a las bulliciosas ventas de ayer, y grandes empresas porque hubo
trajinantes. Aquel mundo en retirada, en arribada forzosa —el que ya se
clausura en la historia—, ¿no reclama como contrapunto a la dinámica modernidad
el canto umbroso, despacioso? Cada epifanía se corresponde —es ley de la vida—
con una elegía. Por eso, tras el canto enardecido al camión, cabe al poeta
melancolizar a costa del carro:
La
tierra tiembla de emoción cuando avanzas, lento y solemne.
A
la tierra no le importa el paso veloz de las caravanas de automóviles...
En los hombres mueve a la antipatía el
egoísmo, la insolidaridad. Semejantemente repele de una época su falta de
comunión con los siglos que se fueron. Porque el tiempo no se «divide» en
pasado, presente y futuro. Espejismo. El tiempo es una línea continua. Y el
trazo vigente no es sino efecto del impulso pretérito. En realidad el motor de
lo moderno es la historia; los muertos están más enterrados que muertos. No hay
autonomía posible para lo actual: la herencia histórica no es menos decisiva
que la herencia biológica. ¿Por qué ironizar con aire de suficiencia ante el
gesto enfático del abuelo retratado al óleo en la sala de recibir? Y, ¿por qué
la sonrisa de desdén, no exenta de pedantería, para los versos de don José
Zorrilla o de don Ramón de Campoamor? Los futbolistas de 1910 con pantalón
hasta las rodillas, el landó del diputado liberal del distrito, las cartas de
amor decimonónico que guardaba amorosamente en un cofre la viejecita por quien
doblan las campanas... ¡cuánta lejanía!
Pero no hubiéramos llegado al «twist»,
amigo mío, sin el rigodón primero y sin el tango después. Ni las victorias
internacionales del Real Madrid serían posibles si cincuenta años antes once
señores con bigote no hubiesen constituido el Real Unión de Irún. Ni la épica
nuclear y electrónica pasaría de ser ciencia soñada sin el precedente del siglo
del «vapor y del buen tono». Existiría el presente sin nosotros, pero no
existiría si no hubiesen nacido nuestros abuelos.
Alto en el camino. Se ha parado el carro
junto al pueblo. Descansa la paciente mula. Muy cerca alzan su anhelo las
torres y los palacios, testigos del pasado. Prodigiosa estampa... histórica.
Pero la estampa histórica es premisa responsable del cuadro futurista. Y si no
nos solidarizamos , también, con la estampa histórica, ¿no volveremos a la
Prehistoria?
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