«El alma que anda en amor, ni cansa ni se
cansa», escribe San Juan de la Cruz. Entonces ¿cómo podríamos cansarnos
nosotros de leer, de escuchar, de aprender al mejor, al más grande sin duda de
los poetas en lengua castellana? Aunque, en Juan de Yepes, lo de poeta es puro
accidente, es añadidura y fleco de su entidad mayor de santo, de teólogo, de
místico, de filósofo. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española,
bajo el título de Una hora de España, «Azorín» dijo nada menos que esto:
«Nuestro ideal era tan elevado y legítimo como el ideal de los demás pueblos
europeos. Es falso que Descartes sea superior a Santa Teresa y Kant a San Juan
de la Cruz».
Nunca penetraremos lo bastante en la
selva de sugerencias ascéticas, místicas, filosóficas, poéticas de San Juan de
la Cruz. Es asombrosa la feracidad de su mente. ¡Cómo nos hace falta su
doctrina en esta hora confusa! Para este tiempo que abusa de la palabra amor
antes de haber usado el amor, ¡cómo viene, como anillo al dedo, la doctrina de
amor de Juan de Yepes! Porque el amor no es únicamente un sentimiento: necesita
para vertebrarse, de una doctrina. El fraile carmelita, deshoja las rosas de su
amor divino en sus poesías. ¿Qué es el «Cántico» sino una custodia de pétalos,
una orfebral fragancia de suspiros, anhelos, adivinaciones, esperanzas, glorias
y nostalgias? Esta explosión de fervores, este hervidero de intimidades puestas
al fuego, que es el «Cántico», se alisa, se encalma en pensamiento cuando Juan
de la Cruz comenta palabra a palabra —en finísima exégesis, en un auto
análisis— su poema. Sorprende, la mina de amor que el carmelita encuentra en
esa especie de manto freático de la «sicología profunda». Limpias aguas, sin
lodo, transparentes. El ilustre Freud ¿ha estudiado alguna vez a San Juan de la
Cruz?, ¿se ha inclinado sobre el brocal de su cisterna? Tanto da. Juan de Yepes
no es un «ego» que limita al sur con el «ego» y al norte con el «superego». San
Juan de la Cruz es pensamiento empapado de teologales auxilios. Porque el
espíritu en exilio «produce» el pensamiento como «contestación». Dice el santo:
«Un pensamiento del hombre vale más que todo el mundo». Y añade: «Por tanto,
sólo Dios es digno de Él». Maravillosa conclusión. Escribía Valéry: «No conozco
a ningún hombre que haya llegado hasta el final». El reformador carmelita, sí;
él sí ha ido, de derivación en derivación, al cabo último; él no se ha
detenido; ha seguido hasta las últimas consecuencias. Buscando al amor con la
verdad y a la verdad con el amor, se nos muestra como el alpinista de Dios en
su Subida al Monte Carmelo. Despegando de la mundanidad que le estorba,
es el genuino nauta que, arrojando lastre, encuentra en la «Noche Oscura» el
auténtico medio divino que otorga a su alma la plena “disponibilidad”, la
oquedad para la Gracia ( ¡Ah, la Gracia! Pegúy pensaba que la Gracia es la
esencial juventud del hombre que, por naturaleza, decrece. Recrece la Gracia al
hombre que, abandonado a sí mismo, se arruga en vejez, en costumbre, en rutina,
en «cosa»). Y la fatiga ascética del ascenso, la oscuridad de la renuncia, se
compensa en Juan de la Cruz con la luz de la «Llama». Llama viva de amor que es
llaga y cauterio.
He aquí la técnica que nos brinda el
santo carmelita para una época que carece de amor y parlotea incansablemente de
esos efectos del amor que son la libertad, la comprensión, la tolerancia, la
fraternidad y la igualdad. Porque queremos los efectos, despreciando la causa.
Y preconizamos amores que no pasan por Dios o le rodean en circunvalación
artificiosa. ¿Por qué? El Doctor Extático sabe que al «atardecer nos examinarán
en el amor». Entonces ya su vida es una
porfía incansable: «Ni ya busco ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en
amor es mi ejercicio», escribe en una estrofa sutilísima. Para remachar en
prosa: «Donde no haya amor, pon amor y hallarás amor». Y continuar: «¡Oh,
dulcísimo amor de Dios mal conocido!, el que halló sus venas descansó...»
¡Hallar la vena del amor divino¡ Qué
difícil se está poniendo, cuando buscamos
la fe por caminos que no son los que Dios prepara. Pascal, escribía
conmovedoramente: «Ponte de rodillas para que te entre la fe». Pero, ¿quién
pide hoy la fe de rodillas? Falta fe para la fe, y ustedes dispensen la
perogrullada. Era el mismo Pascal quien escribía genialmente: «Dios está
suficientemente desvelado en las Escrituras para que los que le busquen
verdaderamente lo encuentren. Y está lo suficientemente oculto para que los que
no lo buscan con todo su corazón no lo encuentren».
Buscar, buscar, porfiar, anhelar. Es el
trabajo de la fe. Nuestro poeta santo lo ha dicho mejor que nadie: «Buscando
mis amores/ iré por esos campos y riberas/ ni cogeré las flores/ ni temeré a
las fieras / y pasaré los fuertes y fronteras».
Pero mil cristianos hay ya
pululantes por ahí que no quieren saber nada de la mística. Que a la hora de
adoptar una espiritualidad se contentan con el remedo del «medio divino» de
Teilhard de Chardin (donde, como escribe Camón Aznar, «confluyen poéticas
invocaciones y cursis logomaquias» en un «libro de alto lirismo y de vulgar
sociología»). Mil cristianos que se quedan sin saber a este filósofo canonizado
que Azorín no retiraría si hubiera que parangonarle —ya hemos reproducido sus
palabras— con Kant o Descartes. Mil cristianos que no han paladeado jamás sus
estrofas, que no se han puesto nunca a practicar, para el advenimiento del
amor, la «técnica» del cantor de la «soledad sonora» y de la «música
callada»...
Pero Juan de la Cruz es la invitación que
no cesa. Quiere persuadirnos. Pide que hagamos «noche», que apaguemos
frivolidades, que la soledad no sea desierto sino campo fértil para la
sonoridad de lo trascendente; que callen los ruidos y hagan sitio a la música
honda e intrépida de los últimos fondos: música que traspasa los sonidos, que
los calla, para transfigurarlos en ascuas del espíritu y así encandilar, así
gritar «A las aves ligeras/ leones, ciervos, gamos saltadores/ montes, valles,
riberas,/ aguas, aires, ardores,/ y miedos de las noches veladores».
¡Si acudiésemos a su invitación! Pero su
invitación es dura; «Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no
sabes. Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada». Muchas exigencias
en un tiempo para el que queremos a toda costa el abaratamiento de Dios.
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