El
olivo, naturalmente, no es el almendro. El almendro es el árbol de vanguardia,
con una prédica de ilusiones en flor, insuflado de un mensaje blanco de
alacridad, al tiempo que todavía el invierno —denostador y torvo— cierne su
amenaza. Cuando florece el primer almendro es que se ha recibido el telegrama
de la primavera anunciando su llegada...
Pero la gracia del olivo es menos
mórbida: su mensaje es en prosa. Diríase que viene escrito en tipo elzeviriano,
sin fiorituras, ajeno al alarde o a la pirueta. Y siempre con los mismos,
idénticos caracteres.
Uno, que es barroco por
naturaleza, puede decir en presencia del campo de olivos: ¡Qué monotonía,
Señor! El mismo color verde polvoriento, para todas las estaciones del año.
Olivos, olivos, olivos..., todos achaparrados, sin ansias verticales de altura,
uniformados y perennes; filas interminables, monocordes, como tetrástrofos
monorrimos del poema informe de los campos, como alejandrinos de un mester
añejo y pardo. ¿Es que no tienen los olivos un vestido de desposorios? Y, ¿han
estrangulado, como si se tratara de una tentación de Satanás, el brote de sus
flores incipientes? Y su alegría, ¿de qué extraña especie es? ¿Por qué el mismo
mutismo, indiferente, cuando el buen año supera la cosecha y cuando la fatalidad
adversa esquilma la dádiva de las redondas, tácitas aceitunas? Porque también
el mundo vegetal, ante la pobreza, reacciona con la palidez y el desaliento;
también se nota el hambre de los campos famélicos. En cambio del olivo, no;
para sus ramas que no sienten el estímulo vivificante de la juventud, no existe
tampoco el temible achaque de la vejez. Nada alegra al olivo; nada le entristece.
San Ignacio de Loyola debió de ponerle como símbolo en su invitación a la
santa indiferencia. Yo quiero imaginarme que uno de estos olivos perennes,
antañones, inmutables, va a escribir cualquier día de primavera un terrible
poema irónico, sarcástico, para recitar en plena euforia germinal, en un teatro
jubiloso de flores, aromas y trinos. ¿Se titularía ese poema: «Las hojas
amarillas... fueros verdes»? Sí; indudablemente estos olivos vetustos, junto a
aquel retorcido olivo sarcástico, guardan un gesto fulmíneo para cuando el
renacimiento llegue: serán los Savonarolas de la primavera.
Uno que es barroco por
naturaleza, experimenta, así al principio, en el olivar una sensación de
achatamiento. Pero, si uno es barroco por naturaleza, por gracia uno aspira a
ser clásico. Y entonces, uno empieza a ver con otros ojos.
Un
rato —cinco minutos— en el olivar, ha bastado para convencernos de la poesía
del olivar. No es la suya una poesía epidérmica, como la del almendro; es más
bien una poesía interior. Y bien, ¿qué será una poesía de vida interior?
Cuando
las cosas —las pasiones, las emociones y las sensaciones— en lugar de hacerse
tumulto de agua desbocada, corriente, se filtran gota a gota, a través de las
capas hombre tiene dispuesto alojamiento para su vida interior; cuando las
cosas, en lugar de resbalar con ruido, en silenció calan, hay en la concavidad
del alma una resonancia azul, sin estridencias, para todo lo que de afuera
llega. Entonces la poesía de «vida interior» surge armónica, sin violencias, en
una sophrcsyne intelectual que equidista de todos los vértices... Yo,
firmemente creo esto: la vorágine barroca, romántica, es el escándalo del agua
derrotada, espumeante, que, como ha resbalado, camina dando alaridos, campo
atraviesa, hacia la carretera (la carretera del mar, claro, es el río).
Firmemente creo también que el clasicismo es agua lenta, agua tácita, agua
filtrada, hacia el manantial, escondido en las catacumbas de la vida interior.
La
posesión del olivo, que tan prosaico parecía, en tipo elzeviriano nos envía un
mensaje de eternidad. Por eso llega vestida de modestia; la modestia es la virtud
de los que no tienen prisa. (La modestia, honradamente, quiere «llegar; pero
llegar a pie. La necedad también quiere llegar; pero como, para ella, llegar a
pie, por sus propios medios, es imposible, la necedad se monta en el primer
«auto», en la primer «oportunidad» que se le brinda. Y, ya se sabe, el «auto»
es un «chantaje» que se hace a la verdad.)
¿No
será por todo esto por lo que se consagró el olivo a Minerva, diosa de la
Sabiduría?
Iba a terminar el artículo y, de
no sé qué rincón, ha surgido un duendecillo objetante. Me ha dicho esto:
—Tan tonto eres, que te has
puesto a escribir un artículo sobre el olivo y no has dicho una palabra sobre
el aceite. ¿No te das cuenta, infeliz, de que lo único interesante del olivo
es el aceite? Se conoce que no es tuyo el olivar, en que lo comparas con una
estrofa de la «quaderna vía»... ¡Valiente ocurrencia esa de llamar tetrástrofos
monorrimos a las filas de olivos! Y si no, para demostrarte que en esto
relacionado con los olivos, no sabes ni jota, dime: ¿A cómo está el «cambio»?
(Claro, me ha apabullado el
duendecillo. Uno siente el alfilerazo lancinante de la duda. ¿Será verdad que
del olivar sólo importa el aceite? ¿Será verdad que, en la Tierra, la belleza
es nada más que la cáscara de la utilidad?)
No hay comentarios:
Publicar un comentario