BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 31 de agosto de 2012

RELOJ DE SOL





La Virgen de Guadalupe y Úbeda.— Cuando va a finalizar el verano —gran fuerza centrífuga— Úbeda reagrupa sus fervores y condensa sus entusiasmos, alrededor de la Virgen de Guadalupe. Las fiestas de la Virgen, en Septiembre, polarizan la tradición. Esa tradición que, a veces, creemos perdida. Pero no. Un atardecer de los últimos días de Agosto o primeros de Septiembre vamos a Santa María y ya basta para que dentro de nuestra alma cante el ritornelo de las viejas —sacras— melodías. No hay peligro de que Úbeda se olvide de sí misma, mientras exista la Plaza de Vázquez de Molina. La Plaza de Vázquez de Molina, estancia de belleza y atrio de una devoción. La Plaza de Vázquez de Molina, primero estrofa y, luego, fervorín. La Plaza de Vázquez de Molina, propedéutica del arte para la oración.

Virgen de Guadalupe. Hucha lírica, hucha celestial que Dios ha puesto en la Iglesia Mayor de Úbeda, para recoger las plegarias de los ubetenses. Ahora, el 9 de septiembre, cuando la Virgen vuelva a su santuario, el Señor va a parecer un Niño:

—¿Me traes muchos fervores, Madre?

Y la Virgen pequeñita va a vaciar su alcancía:

—Como siempre, Señor.

Y Ella y Él van a hacer el recuento. Entre el oro de infinitas oraciones, van a encontrar algunas monedas falsas. ¿Qué importa? Allí habrá candorosas oraciones de niño; limpios, bruñidos anhelos adolescentes. Encontrarán onzas de amor y doblones enmohecidos. Hallarán flores y alguna que otra espina.

—Mira —dirá la Virgen— este vejete sólo me pidió cada día el «éxito» de sus cosechas.

—Pobre hombre —dirá Nuestro Señor. Y sonreirá.

—Aquel joven —continuará la Reina— sólo me pedía en cambio el triunfo de la Buena Verdad. Porque, créelo, en Úbeda, junto a mucha madurez demasiado otoñal que empieza a pudrirse, hay también un fermento de sana juventud. Casi son unos chiquillos y pasan desapercibidos, porque aún no «figuran». Pero tú lo sabes. En Úbeda, gracias a Dios hay jóvenes.

—Lo sé —dirá el Señor con el rostro iluminado.

—De todo, de todo hay. También miras egoístas, oraciones orilladas de vanidad, anhelos nobles lastrados de pereza, ideas religiosas a las que falta el sentimiento; sentimientos religiosos a los que falta la idea...

—Trae, Madre, todas las oraciones ubetenses. Aún las que vengan con cardenillo. Vamos a limpiarlas. Vamos a fundirlas todas, Madre, para tu Corona.


La Feria a la vista.— Después del 9 de septiembre —cansancio de quedarnos sin la Virgen de Guadalupe— Úbeda se encierra en su paréntesis de Septiembre, antes de prorrumpir en su parrafada jocunda de la Feria y Fiestas de San Miguel. Metida en su paréntesis, Úbeda prepara el discurso de su oficial alegría. Si el otoño, detrás de la esquina de San Miguel, no preparase al mismo tiempo su sinfonía de viento y lluvia... Hay una carrera forzada, un «sprint» del Otoño y de los Gigantes para ver quién llega primero. Casi siempre llegan a la par. Pero luego hay una componenda generalmente; un «trato», un gitaneo.

—Bueno; dos días de lluvia, dos, con tal que no sean los días de corrida —chalanea la feria.

—Veremos, veremos; «trataremos» de complacerte —exclama el otoño.

Pero hay veces en que Octubre se olvida de sí mismo y deja de hostigar a la feria, esa osada, esa fronteriza de ojos verdes... Y la feria, junto al alcázar mismo del otoño, pasa revista a todas las ilusiones jóvenes sin que ningún temporal gamberro la moleste.

(Revista VBEDA, Año 10, Núm. 103, julio-agosto 1959)

lunes, 27 de agosto de 2012

GALICIA





Galicia no es unívoca. ¿Es equívoca? Un escolástico precisaría que Galicia se «predica» de diferentes maneras. A uno le basta con afirmar que hay muchas Galicias, que es casi lo mismo que decir que Galicia es mucha Galicia... No falta aquí tampoco, para empezar, el cliché: alma quejumbrosa de dulcedumbre doliente en Rosalía que se hace «orballo» en las rúas compostelanas y «saudade» en el emigrante. Es la Galicia ortodoxa para uso y abuso. Pero luego, a cada gallego, le canta dentro su tierra. Le canta, no le llora. Que sea cierta la melancolía céltica —¡lo es!— de esta región de España, no excluye la alegría galaica. No es ciencia baladí la de saber encontrarse en soledad, pero tampoco es mala ciencia la de saber divertirse. He visto en Galicia —a veces sin solución de continuidad— ambas cosas. El gallego atina tanto cuando se vierte como cuando se di-vierte. Y más se ve en Galicia la detonación exultante que el suspiro. ¿Quiere esto decir que su llanto es literatura? No. Más bien quiere decir que se recata, mientras que la alegría se hace ostensible. Lo contrario quizá que en Andalucía, algo trágica en sus manifestaciones y más cascabelera en principio. En su folklore, Andalucía enseña penas: no es otra cosa el cante «jondo». ¿No exhibe, en cambio, Galicia su alegría regional en la «muiñeira»? Sólo en Andalucía hay mendigos felices: les basta el sol. Pero en Galicia el hombre pide motivos para sentirse feliz, tiene que trabajarse su contento tanto como su sustento; su dicha, cuando se produce, es menos natural, pero más responsable. Yo no sé que es mejor. Aquí no cabe, creo, hablar de mejor o peor. Que el fondo de niebla del alma gallega se esponje en alegrías y divertimientos me parece una elegancia. También me resulta finísima esa honda alegría andaluza que luego sale por peteneras.... Lo malo sería «afiliarse» a la alegría de tal forma que no se estuviera preparando la tristeza, o abandonarse a la tristeza sin esperanza. Por sistema no debiera abonarse nadie al optimismo ni al pesimismo. Radicalizados y llevados a ultranza, optimismo y pesimismo implican sendos errores psicológicos; pueden llegar a constituir dos tonterías paralelas de la misma dirección y de distinto sentido. La vida es más compleja. Gallegos y andaluces solemos entendernos, porque la alegría de los unos empieza donde la tristeza de los otros. Y viceversa.

Esto en cuanto a la gente gallega. Pero Galicia tiene personalidad como para no necesitar del todo de su gente. Principalmente por su hospitalidad. Hospitalidad en el sentido más egregio, en el de que ofrece acomodo a cualquier estado de ánimo proporcionando remedios de urgencia. Por eso hay que peregrinar a Galicia. Tan hospitalaria —o tan «hostal»— es Galicia que, si sentís un ansia de comunión europeísta, os brinda a Compostela; que os ofrece a Vigo si hay una tentación, pasajera o no, de americanismo en vuestra vida; que os regala a La Coruña si más bien aspiráis a un equilibrio de la mejor estirpe mundana. Tan bravo su mar —«olas que recuerdan el Génesis», escribe Castroviejo— junto al mirador atlántico de la torre de Hércules y tan domesticado, tan familiar, tan amansado, en las rías bajas. Galicia serviría, en efecto, para un poema de Osián. Y, sin embargo, también sería pretexto para los poemas de la «civilización del agua tranquila» que requería Eugenio d’Ors.

Luego, el campo. Es otro capítulo propenso a los ejercicios de paisaje comparado. Si en Castilla el campo es una apelación al infinito, en Galicia el infinito se enreda en los pinos y se solivia entre los helechos. Más desencarnado, más libre de sugestiones pánicas, el espíritu vuela alto, como un azor, sobre los páramos castellanos. San Juan de la Cruz es un ejemplo. Resulta que, en cambio, en Galicia el alma tiene cuerpo. Desde Prisciliano hasta Rosalía de Castro fluye la tensión de una constante lírica en que naturaleza y espíritu se trenzan amorosamente, quizá demasiado amorosamente. Hasta el punto de que más de un escritor pretende haber encontrado aquí la causa de la escasa voluntad ascética de Galicia, en oposición a Castilla, cuyo ímpetu, al no tener donde entretenerse, se dispara —cuando se dispara— épico y raudo a las alturas.

Pero uno, de Galicia gusta preferentemente de Compostela. Compostela es la ofrenda votiva del espíritu en un paisaje todavía acechado de encantos druídicos. Se ve, hemos dicho, el alma de Galicia en el cuerpo de Galicia. Pero lo que pudiera faltar de espíritu al paisaje gallego —claro está que el alma no es todavía espíritu, aunque ya es más que cuerpo— lo suple con creces la floración de piedra compostelana. No cabe más espléndido contrapunto. Precisamente es Unamuno quien dice de Santiago de Compostela que es «uno de los corazones de España». Y añade: «Allí, en la catedral de Santiago, hay que rezar de un modo u otro: no cabe hacer literatura.» Quizá no hay en España otra ciudad más a la medida del hombre. Su inmensa perspectiva de añoranzas no la hace, sin embargo, encallar en el pretérito. La historia es su catapulta, no su tumba. De tal forma que Santiago, «bosque oscuro de piedra» civilizada, no separa en emplazamiento distinto —como otras tantas ciudades históricas— su actualidad: no la segrega de su gloria. Los monumentos compostelanos palpitan en puro presente, no están relegados; reciben el riego sanguíneo de cada momento. Hay una exultante alegría humana íntimamente trenzada con la fisonomía melancólica que respira, por ejemplo, la rúa del Villar. Compostela no practica —o lo hace en el menor grado posible— la discriminación histórica, que es un pecado probablemente tan grande como la discriminación racial. ¿No constituye ya «lo histórico» una especie de «ghetto» en las disposiciones urbanas capitaneadas por la técnica? Cuando una ciudad acota irremisiblemente su sector monumental convirtiéndolo en un barrio-museo para uso y renta del turismo, cuando se deslinda tajantemente lo antiguo de lo moderno, la discriminación histórica es un hecho. Yo abogaría por un ecumenismo histórico paralelo al ecumenismo geográfico. Pero... Y no es que Compostela mezcle lo antiguo y lo de ahora. No. Eso sería horrible. No mezcla, combina. O mejor: fusiona. Diríase pura hipótesis urbana. Casi un milagro.

El campo gallego, «paisaje carnal y crepuscular a la vez». Bien. Pero su belleza, «más musical que pictórica» al decir de un ilustre viajero, se adhiere a las zonas más adentradas de quien lo contempla. En seguida, si el contemplador espera un momento, oye irremisiblemente un tañer de campanas aldeanas. Y cualquier campana de Galicia transmite el temblor de Compostela. Entonces, el espíritu se objetiva, impone su dirección y su pauta. Galicia es un paisaje de cuerpo y alma. Y Compostela es la asunción del cuerpo y alma de Galicia. Luego, las demás ciudades aportan su carisma, refuerzan y aguantan una personalidad que sin ellas podría licuarse entre la niebla, el helecho, el «orballo». Luego pone su romanismo. Pontevedra su serenidad, en algunos momentos helénica. Vigo, su proyecto. Su mesura Orense, cuajada de intelecto (Feijoo no es sombra en Galicia, es pura figura e imagen). Y La Coruña es corona. Graciosa e ingrávida corona de toda la región. En pocos lugares como en La Coruña se experimenta la sensación de que la vida pierde peso —peso bruto— sin perder por ello densidad.

(ABC, 27 de agosto de 1968)

viernes, 24 de agosto de 2012

OTRA ALEGRÍA





Lo de evadirse, ante lo desagradablemente agobiante, de tal forma que pudiéramos «salirnos del tiempo y el espacio» sería lujo imposible. O viable solamente a costa de pagar la ambición con la muerte. Pero, con menos pretensiones, ya sí es posible, en ocasiones, evadirse del «ahora» actualísimo del «telediario» y del «aquí» inapelable del despacho o el puesto de trabajo... Por lo que a mí se refiere, este verano —ya he contado mi enésima visita a Compostela— he tenido, luego, la oportunidad de retirarme en el Monasterio Cisterciense de Sobrado de los Monjes, en plena hondura del campo de Galicia. Estos monjes, en su hostería, brindan estancia temporal, por unos días, para los seglares que lo deseen. Estos monjes, tienen y enseñan un sosiego que se ve y se toca y después se contagia. Su regla es estrecha. Cada amanecer —a las cinco— un timbrazo prolongadísimo suena en todo el Monasterio. Es la convocatoria para las oraciones de la hora de «laudes». Después, para los cistercienses toda la jornada es una apretada trama de rezo en el coro —prima, tercia, sexta, nona, vísperas, completas—, de trabajo manual y de estudio. Algo duro, envidiable y admirable. El caso es que los monjes no se sienten encasillados al dictado de las «horas» y de ninguna manera opresos. Al contrario, al hablar con ellos, se advierte de manera muy clara e inmediatamente la flexibilidad muy libre —yo diría que «graciosa»— de sus espíritus. Y la alegría.

¿Qué alegría? Ah, pues otra alegría. Otra alegría, otra paz y otra felicidad. Sorprende aquí en el Monasterio una autenticidad. Ustedes saben que la palabra autenticidad está ahora manoseadísima. Bien; pues la autenticidad de estos frailes es, también, otra autenticidad. Lo que se intuye sin lugar a dudas es que los módulos y las claves a que ajustan su mente y su actuación los monjes con quienes he tenido la fortuna de convivir unas jornadas, son y parecen sobrenaturales a fuerza de naturales. Y naturales por vía sobrenatural. Porque otra desgracia de nuestro tiempo es que de lo natural y de lo sobrenatural hemos hecho una «oposición» y no una «complementación» unitaria. Y ha sido, por ese camino, por el que llegamos a un punto en que ya, sin agallas para la acometida de lo sobrenatural y sin humildad para la aceptación de lo natural, tristemente nos quedamos en un artificio y en una mixtura de vivir que a veces llamamos civilización, a veces hastío, a veces engaño, a veces desengaño.

—Por favor, padre —le he preguntado al Prior de la Comunidad Cisterciense de Sobrado, reverendo Andrés del Toro—, por favor; la vida genuinamente cristiana de oración, estudio y trabajo no crece en ustedes, en esta época, como una isla. ¿No le temen ustedes, padre, al Océano?

El padre prior, levemente sonríe. El padre prior, sutilmente dibuja en su mirada limpia una chispa de ironía. El padre prior tiene la cordialidad a punto y la inteligencia al día. Y su diáfano sosiego trasciende de eso que llamamos «tranquila paz», apuntando a eso que soñamos, desde el Catecismo, Gozos del Espíritu: paciencia, benignidad, mansedumbre, fe, longanimidad, bondad, pureza, continencia, castidad... Me contesta el Padre Andrés del Toro, asumiendo en sus palabras una energía y una dulzura:

—No se puede tener miedo al miedo. Esta vida nuestra es variada dentro de su unánime propósito. En sí, la existencia de un cristiano —de cualquier cristiano que se tome en serio su fe— es drama; ferviente, audaz y fuerte drama con gloria al fondo. Pero la manera de llevar ágilmente la fe —y mucho más en medio de un mundo ajeno, del «océano» como usted dice—, es fundamentar nuestro modo de amor en los pilares de la oración y el trabajo. Entre ellos trazamos nuestro arco.

Le comento al padre prior aquella frase tan traída y llevada de Jean Paul Sartre cuando frívolamente opina que la fe religiosa es como una almohada. ¿Reclinamos en ella el pensamiento y la acción, para dormir, nada más para dormir, tranquilos?

—Todo lo contrario que un sueño de descanso o pereza. Ni siquiera un vagoroso ensueño divertido. La fe religiosa —me dice el capitán de este destacamento religioso que es el Monasterio de Sobrado de los Monjes, en el corazón del campo céltico—, la fe religiosa implica, usted lo sabe, una tensión, una perenne alerta. Y es la constante «atención», el constante «cuidado», la nota que debe distinguir al hombre. A todo hombre. Lo difícil es ver dónde fundamentamos y enraizamos este cuidado. Porque hay quien siembra en el mar y hay quien edifica en la arena...

Observo la sabia organización —sin organigrama— de esta Comunidad de El Cister. El padre Víctor, el hermano Julián, el padre Prada... El hostelero, el sacristán, el «técnico», el encargado de la cocina, el instructor de novicios... Pero llega la hora en que todos dejan su hábito y visten el «mono». Y trabajan en la huerta, siegan en el campo, talan árboles, cuidan la vaquería... No hay prisas y hay puntualidad. Suena el timbre. Las «horas del Oficio Divino». En el «coro» —Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas, Completas, Maitines, Laudes—, un purísimo gregoriano, entreverado a veces con exultantes melodías o epifonemas de música gozosa. No hay prisa y hay perspectiva holgada para todo: oración, estudio, trabajo. Y en momentos de asueto, efusiva, clara alegría epifánica que brota de los más recónditos manantiales.

—Hay —me dice el padre Andrés del Toro— un concepto muy tópico, muy falso, de los frailes, de los monjes. Hay un torpe afán de vernos eternamente encapuchados, sin frescura de ánimo, sombríos, adustos. Y no es verdad.

Claro, padre, que no es verdad. En el Cister no hay juventud programada, hay juventud vivida. En el Cister, la viril austeridad tiene articulaciones jugosas, jubilosas. En el Cister, todas las palabras violadas por el mundo —felicidad, alegría, tristeza, juventud, libertad, amor, igualdad— recobran su virginidad.

¿Será entusiasmo mío? Salgo de mi estancia en la hospedería para seglares del Monasterio, un poco más optimista, más servible para la tarea de vivir. Se lo digo a mis compañeros de mesa —a don Fidel, a don José Ramón, a don Celso, a don Sebastián y a otro joven del que he perdido la tarjeta: un muchacho que, según me cuenta, vino a pasar unos días en el Monasterio para reponerse, oyendo el canto de «Completas», de su hartazgo de discotecas—. No sé si será entusiasmo mío. Pero todos mis compañeros —amigos improvisados, y ya constantes, de estas jornadas inolvidables— lo comparten.

(JAÉN, 24 de agosto de 1977)

martes, 21 de agosto de 2012

¿USTED, QUIÉN ES?





Hay once meses de trabajo y uno de vacaciones. Entonces, próximo el período de ocio, el hombre se dice: «Me dedicaré durante treinta días a ser quien soy». Tremendo espejismo. Rara, vez sabe el hombre quién es.

Naturalmente, a primera vista, la vacación nos individualiza. Y hacemos como que nos crecemos. Hay sutiles plantas en nuestro fondo anímico… Por ejemplo, la libertad. ¿Quién puede cultivar la libertad —la suya— desde su puesto de trabajo? Lo tremendo es que cada uno tiene una profesión que le gobierna, por autónoma que su profesión sea. Leyes visibles o invisibles hacen que la propia ocupación nos ocupe. Es e1.algualcil alguacilado. Cuando cumplimos el objetivo que se nos encomienda, fuerzas externas cercan la intimidad. Es como un sitio. Sitio en el sentido bélico de la palabra. Por eso la vacación suena a liberación. «Ahora yo —dice el vacante— voy a desprenderme de mi profesión como de: un vestido. Y mi alma desnuda va a caminar sin prejuicios». Más aún que el cuerpo necesita el espíritu de vez en cuando aligerarse de ropa.

Estupendo. Ya está el alma en bañador. Ya el .hombre no es el hombre más su profesión. Ya los caminos para el reencuentro están expeditos. ¿Y ahora?

Figurémonos que ahora el hombre aprovecha para enterarse de quién es. No tuvo tiempo antes. Comienza el interrogatorio. Imaginemos para el caso el autoexamen de un señor cualquiera:

—¿Quien soy yo?

—Pues, ¡caramba!, un varón de cuarenta años que...

—Genérico, genérico. No vale.

—Un hombre, perito agrónomo de profesión.

—Genérico, genérico.

—Con hijos...

—¡Bah!

—Un sujeto que cumple con su deber, que se impacienta a veces, que peca hoy, que mañana se arrepiente, que busca...

—Eso, todos. Pero tú; ¿quién eres? Lo específico, lo .único enteramente tuyo, ¿qué es?

—Tengo un nombre y unos apellidos.

—¡Palabras!

—Unas. aficiones.

—Que te vienen de fuera, del ambiente.

—Un puesto en la sociedad...

—¡Basta! ¿Te das cuenta? No ves en ti más allá de tus accidentes. ¿Dónde está tu «fondo insobornable»?

__________________

¡Qué tontería! La indagación es absurda. ¿Quién va a .ser el buen señor? Pues eso: un hombre que en vacaciones disfruta de su. libertad.

Sólo que... los hombres en trance de diversión se distinguen aún menos entre sí. Un músico y un notario, sumidos en la. respectiva profesión, apenas se parecen nada el uno al otro. Cuando comienzan a asemejarse de veras es cuando están libres: cuando presencian un partido de fútbol, admiran una faena de muleta, conducen un «Seat» o se tuestan en la playa de moda. Libremente, todos elegimos lo mismo. ¡Oh libertad, libertad!

(ABC, 21 de agosto de 1963)

sábado, 18 de agosto de 2012

EL «TRATADO DE CAZORLA»





Fui sin equipaje a Cazorla. Quiero decir que no llevaba teoría ninguna en la maleta. Cazorla, por supuesto, es materia para llenar muchos libros. Y, desde luego, poetas, historiadores, naturalistas, eruditos, han dicho o escrito muchas cosas sobre ella. Pude yo haber ido a Cazorla bien provisto de datos, de conocimientos, de nombres, de fechas. Pero no lo hice. Temí que los juicios ya emitidos se me avinagraran en la valija, se me convirtiesen en prejuicios. Los prejuicios intoxican, impiden el claro discernimiento. Dejé, pues, para más adelante las lecturas acerca de Cazorla. Siempre me ha parecido ésta una buena norma: primero se ve, y luego se hace uno cargo de la crítica que lo que está a la vista suscita en los demás. Regla valedera para personas, ciudades, paisajes. Pero se suele hacer al revés. Teófilo Gautier —me parece que fue Teófilo Gautier— cuando disponía su viaje a España decía: «Y, ¿cómo voy a escribir de España después de haberla conocido?». Una frase muy... «snob». Ciertamente, ahora estamos «enterados» de todo y apenas conocemos nada. Deformación de la difusión. Empero, sería mucho mejor leer la literatura de la Giralda, y ver sus fotografías y litografías, al regreso de Sevilla. Al regreso de Cazorla, después de haberla tratado y mirado con mis ojos, me puse a recoger opiniones de este pueblo, cuado ya yo tenía la mía.

¿Vale mi impresión? Pues vamos a hacer lo posible por expresarla.

Cazorla no es inenarrable, ni indefinible, gracias a Dios. De lo primero que se da uno cuenta es de que cabe dentro de nuestras medidas. No nos anonada Cazorla como una pagoda o como un Himalaya. No es su paisaje inabarcable. Nítidamente se ve, claramente se oye. Y todo lo de la ciudad, se gusta, se huele, se toca —o parece que se toca— con agradable facilidad. Nos fatiga lo inasequible. Nos fastidia lo oriental imponderable. Nos cansa la gran ciudad sin límites conocidos. Tampoco lo oculto puede seducirnos. Huyamos de esos pueblos o de esas personas de las que se cuenta: «Tiene una belleza oculta». A lo mejor perdemos el tiempo esperando que se descubra. En Cazorla, pasa que la belleza salta a la vista en un elástico despliegue luminoso que acaricia los sentidos. Y que no sugiere lejanías porque toda ella se concentra y acerca en cuencas de generosa gratuidad. No hay que adivinar, ni que esperar. Lo bueno es dos veces bueno si no se hace aguardar ni de rogar. Llegáis a Cazorla y no hay tiempo para la impaciencia. El espectáculo, desde un principio, muestra su esplendor. Pero vamos al espectáculo.

Primer acto. Hay un protagonista —el castillo— que se rodea del apiñado caserío como de una mesnada. Se ve que viene dirigido, que es un capitán de siglos. Como antagonista, se alza la Geología en soberbio gesto. El pueblo se adelanta al castillo y se agarra, se ciñe, a las estribaciones montañosas. Parece como si esperase una orden para escalar las cimas. «Suspense». ¿Va a producirse la tragedia? ¿Va la Geología, brava y sin alma, a aplastar a Cazorla? Hay un primer instante en el que el espectador se siente dominado por el temor de que la Geografía acabe con la Historia... Ingenua suposición. En seguida el diálogo entre protagonista y antagonista adopta un tono de armonía y se instaura el equilibrio. En este rincón del planeta, la Naturaleza encrespa, profiere, de pronto, su palabra de paz; se humaniza. Su ímpetu cósmico se amansa. La fortaleza —enfrente— apaciente campos ubérrimos donde las lomas se cuajan de olivos. Es el pacto de Cazorla, el «tratado de Cazorla». Es compatible la belleza arrogante y patética, con la sencilla y útil belleza. Pueden coexistir (y colaborar) lo agreste y lo fértil, lo imponente y lo amable. Y, además, la Historia y la Naturaleza no se repelen: más bien son coordenadas complementarias que sitúan y definen. El contraste, ¿por qué ha de ser premisa de la discordia?, ¿por qué no ha de ser postulado de la Armonía? Así nace la Cultura, hija legítima, en pura dialéctica de tesis y antítesis serenadas en síntesis.

Segundo acto. Salimos hacia la Sierra. La carretera es una interminable sierpe que asciende desde Cazorla al Puerto de las Palomas, pasando por La Iruela. La Iruela ofrece el ejemplar más dramático de castillo que yo he conocido. ¿Quién encaramó la piedra tallada a la cumbre de la roca? Ahora, desolado y ruinoso, semeja el castillo el esqueleto de una gesta. Fósil de una idea, quién sabe de un ideal. ¡Qué ideales, Dios mío! Nos admiran y nos dan miedo... Pero la carretera dice adiós y se interna en la sierra.

Es otro mundo y hay que sentirse pequeño. Ya en el seno de la sierra no nos sirve el vestido. El cuerpo desea el baño, pero, más aún, lo desea el alma. El alma quisiera desasirse de la indumentaria accesoria. ¿Qué indumentaria? Al espíritu lo asfixian mil convencionalismos; quiere desnudarse en la sierra, ansía ser quien es. Por lo pronto, cualquier refinamiento intelectual sobra, como sobra la corbata. Sería cursi, piensa uno beber el agua del manantial en la cristalería de Murano. ¡Ah! Pues igual de ridículo resulta allí cualquier elucubración libresca. Hay que regresar, momentáneamente, a lo rústico en todo; hasta en la filosofía. ¡Qué bien sienta un baño de ideas elementales siempre que el espíritu se empeña en rizar el rizo! La Naturaleza es buen freno de esta civilización mecanizada que planea su vuelo sobre abstracciones y quintaesencias. Árboles, agua, piedra, cigarras, águilas; fauna libre que huye del motor; flora que no conoce la tijera; música vegetal que pulsa el viento. Arriba, las nubes amigando con las cumbres, como conscientes de que la sierra es su nido, su hogar, su cobijo. El hombre, ¡qué extranjero! Todo le habla en lengua extraña, y sin embargo...

La sierra es una provisión de Naturaleza. El hombre sabe más de sí mismo en medio de ella: advierte su indigencia y, entonces, experimenta súbitamente un hambre nueva. Su antigua inapetencia religiosa se cura porque Dios mueve la música de los pinos y libera la canción del agua. Pocos pueblos tienen, como Cazorla, la sierre a su misma espalda. ¡Ay, esas grandes ciudades a las que se murió para siempre, en el asfalto interminable, la madre Naturaleza! ¿De dónde, sino de esta orfandad les viene la angustia? Pero Cazorla se nutre vitalmente de su «reserva», de su «despensa» geográfica, y está asegurada contra cualquier desesperanza. Su corazón no será nunca un corazón embalsamado.

Tercer acto. Las gentes. La ecuación ciudad-sierra da la clave del carácter de las gentes de Cazorla. Es el precioso «desenlace» del espectáculo que admiramos. En Cazorla, el precipitado de humanidad es asombrosamente amable; acusa un prodigio de euritmia. De un lado, vigor entrañable, telúrico: fortaleza, seguridad mental, «ideas propias», vernácula reciedumbre. De otro, limpia espiritualidad perfumada de cultura, de modernidad. Idiosincrasia que representa la resultante entre Naturaleza y Humanidad, paralelamente trabajados por el ambiente y por los siglos, por el sentido de adopción y por el instinto de tradición. En Cazorla no es posible pudrirse entre ideas y recuerdos: está la Naturaleza vigorizante al lado para renovarlo todo. Pero en Cazorla es imposible no sentir cada día la lanzada gloriosa del espíritu. La seguridad vital del pueblo es precisamente el plinto sobre el que su alada inquietud se alza.

Fui sin equipaje a Cazorla. Volví con el alma amueblada; más jóvenes las sensaciones, clarificados unos conceptos que la cotidianidad empezaba a ponerme turbios.

(JAÉN, 17 de agosto de 1963)

miércoles, 15 de agosto de 2012

LA FE COMO DRAMA





1873 es el año del nacimiento de Teresa de Lisieux. Creo que se trata de una santa que debe reivindicar plenamente nuestro tiempo para sí. Disipada la «insípida leyenda de la dócil santita, de sus virtudes edulcoradas maravillosamente propias —escribía Van der Meersch— para suscitar el arte blandengue y la imaginería estilo primera comunión», se impone la consideración de las calidades dramáticas de esta monja del Carmelo que muere a los veinticinco años tras un periodo de intenso desamparo intelectual en el que los tormentos de sus tentaciones contra la fe sobrepasaron en mucho el nivel de su, en extremo dolorosa, agonía física. Cunden todavía por ahí desfasadas escuelas de espiritualidad que intentan convencernos de que todas las virtudes cristianas son facilitas, agradables y confortables. Sin embargo, la «autenticidad» que pide nuestro tiempo, sabe que eso no es cierto. Ser cristiano, hoy, es enormemente caro. Más caro que nunca. En 1973 cuesta tanto la fe —y por supuesto el amor— que la gente desiste, o no se atreve. O dice, para mayor comodidad: «He perdido la fe». En Teresa de Lisieux, sumida tras su sonrisa amorosa en la vorágine de todas las oscuridades, ¿no se patetiza el «personalismo» de una opción cristiana contra todo evento, no sólo superior al ambiente, sino a la íntima vaharada de las desolaciones y de los desiertos interiores? «Canto lo que quiero creer, pero sin ningún sentimiento», decía Santa Teresita a sor María de la Trinidad que le elogiaba su poesía «Vivir de amor». Y es que, impregnada hasta el tuétano de la ascética de las «noches» y de las «nadas» de San Juan de la Cruz, solamente el Amor —pero un amor con trasfondo místico, más allá de los sensible— constituía el único soporte de una vida cuya constitución era la renuncia.

Teresa de Lisieux ejemplariza, a mi juicio, la fe que se necesita hoy. Es decir, una fe sin agarraderas, sin seguridades racionales, sin «garantía científica».Fe que bracea entre el oleaje y que, como la francesita de Lisieux, pueda decir: «Busco la Verdad y el conocimiento de la Verdad sobre sí misma me ha dado la humildad». Porque, ¿acaso puede hallarse algo genuinamente grande si no buscamos por encima de nosotros, desprendiéndonos de nosotros? A pesar de todos sus alardes agónicos y existenciales los humanismos con que ahora se adornan los escaparates de la cultura se mueven entre coordenadas racionales. Está claro: existe una contradicción. De un lado se preconizan irracionalismos y de otro se desdeña cualquier instrumento o medio ajeno al propio raciocinio, que pueda ayudarnos. Entonces, desechada toda trascendencia, relegado Dios, ¿qué hacer? Volver al individual criterio, a la opinión sostenida de lógicas. Pero con sólo razones no puede mantenerse cinco minutos en pie ningún genuino amor. Y, por supuesto, ninguna fe.

Amor de Teresa de Lisieux. Se cifra en una «salida». Hay que salir al encuentro de la luz que coincide con el fuego: de la fe que es una misma cosa con el amor. Salida de Juan de la Cruz en la «Noche Oscura», fuga del alma: «Salí sin ser notada». (Salida de Don Quijote, también en la oscuridad, que paragona Vicente Gaos con la del doctor Extático.) Dice la Santa de Lisieux: «Hay momentos en que uno se encuentra tan mal dentro de sí, en su interior, que debe apresurarse a salir... y no veo otro medio para salir de sí misma que el de ir a visitar a Jesús y a María, corriendo a las obras de caridad».

La fe es una gracia. Pero una gracia que hay que pedir, es decir, un don que demanda el expediente de un voluntarismo. Pascal pensaba que hincándose de rodillas ya está ganada la mitad de la fe. La fe, redunda —si es cierta— en obras. Pero con obras nada más, y sin entrega, la fe no accede al espíritu. Teresa de Lisieux no daría la razón a las «técnicas» de cierta religiosidad en boga, más atentas a la acción o, mejor, nada más atentas a la acción. Teresa de Lisieux escribía: «No quiero amasar méritos. Quiero trabajar únicamente para vuestro amor. No hay nada más que un medio para forzar a Dios a no juzgarnos en absoluto y es presentarse ante Él con las manos vacías».

¿Será, pues, que de nada sirven las obras y sólo la fe cuenta? No, porque ella misma ve que hay que salir para amar. Y, ¿qué es el amor sino limpia y densa y constante acción? Pero una cosa es amar y otra amasar méritos. Así resultará el pan sin levadura. La levadura es la esperanza teologal, por encima de la pobre aleación de los merecimientos. Y es la Esperanza lo que jamás falta a Teresa del Niño Jesús, aún medio de sus espantosas oscuridades en la fe. No le falta porque se siente en «infancia espiritual», dependiente del Señor, en absoluta entrega después de su «matrimonio espiritual» con Cristo, fiel trasunto del «Cántico» sanjuanista: «Quédeme y olvídeme». Nunca dudó en su salvación porque —decía— «los niños pequeños no se condenan».

Debe insistirse en esto; ser cristiano se ha puesto carísimo. Hay otro cristianismo repintado y de bisutería, pero esa ya no sirve. Para seguir adelante con la fe hay que ahondarla del todo y no «revisarla» como quieren algunos, poniendo esto y quitando aquello. Para vivir la fe hay que levantarse sobre sus oscuridades en un querer cantar como Teresa, quien como réplica a las dudas que sentía escribió el Credo con su propia sangre en su libro de Evangelios. Lo de ser cristiano exige una opción personal y dramática. Pero sólo a riesgo de un dramatismo las ideas y las creencias adquieren su dimensión de verdadera grandeza.

«Estoy en un agujero negro, pero estoy en la paz». Idea peregrina de Teresa de Lisieux. Pero la frase lo aclara todo. A la gente que va por ahí medio presumiendo de que ha perdido la fe, le sucede lo contrario. Están en la confusión, porque pretenden que los agujeros se tornen luminosos. Después de veinte siglos de la cariñosa admonición de Jesús a Tomás, todavía exigimos ver para creer. La luz, aún en el cosmos sideral, es rara excepción. La fe religiosa es, indefectiblemente, noche: pura velada en espera del alba. Pero no hay alba si antes la noche no ha alcanzado su punto máximo de oscuridad: «¿Es esto ya del todo la agonía?», preguntaba Teresa de Jesús momentos antes de su muerte. «Mi agonía es pura, sin mezcla de consuelo... No voy a saber morir», añadió.

Tan supo morir que cuando ya la creían cadáver, cuenta una testigo del óbito en el proceso de canonización, abrió los «ojos llenos de vida y de llamas donde se pintaba una felicidad que sobrepasaba todas sus esperanzas».

(IDEAL, 12 de agosto de 1972)

lunes, 13 de agosto de 2012

RETROSPECTIVA





Hace veinte años el verano de Úbeda era bastante diferente... El paseo de verano «oficial», empezaba en Santa María, en la Virgen, y terminaba en el carrillo del helado, junto a la tienda de Marcos Medel. Real para arriba, Real para abajo... Si alguien se aventuraba hacia la calle Nueva y el León era por su gusto, pero fuera ya del «buen gusto».

Cuando el reloj de Cobo, en el Real, señalaba las diez y cinco —iba cinco minutos adelantado, ¿sabe Vd.?— las pollitas empezaban a decir que «ya, la última», la última vuelta... pero, en realidad, faltaban todavía cuatro para la antepenúltima. Yo y los demás chiquillos, mis amigos —Anselmo de la Ossa, los Gassó, los Barcina y Paquito Vargas— nos dedicábamos mientras a tirar «cohetes rateros» en la calle Compañía.

No se veían tantos novios como ahora: no digo que no los hubiera, pero no se veían. Precisamente del año 30, poco más o menos, data la primera pareja que «paseó sola», sin «cesta», por las calles de Úbeda. Recuerdo que constituyó un escándalo. Al día siguiente su tía de Vd. le dijo a su otra tía:

—¿Viste la «chiquita» de...? Ayer, por el Real Viejo, sola con el novio...

Aquella pareja hizo la Revolución. En el verano siguiente —el 31— pasearon «solas» ocho parejas... Pero pasearon solos por la Calle Nueva. Todavía tardaron algunos años en pasear solos por el León.

Había cine en la Plaza de Toros. Las sillas costaban un real y las gradas diez céntimos... Se publicaba en Úbeda una revista llamada «Alminar» de la que era director Ramón Ferrerio. Y el diario «La Provincia». Y «Vida Nueva», semanario...

Hace veinte años, poco más o menos, había en medio de la Plaza una torre metálica, muy alta, muy alta... como la torre Eiffel, pero menos. Junto a ella, es donde el célebre Cejudo —el gallito de los chiquillos de entonces— reunía a su Estado Mayor.

Había nada mas que cuatro o cinco aparatos de radio en la ciudad. «Fiesta en el aire» no lanzaba, pues, sus bocanadas de música cantable por los balcones abiertos de todas las casas de todas las calles de todos los barrios... Y, todo el mundo, podía dormir tranquilo, si le daba la gana, la noche del sábado...

Han pasado veinte años, sí... pero en cuanto al calor, ¡parece que fue ayer!

(Revista VBEDA, Año 1, Núm. 8, agosto de 1950)

viernes, 10 de agosto de 2012

D. ARGIMIRO Y LA OTRA VIDA





CASI CUENTO


Cuando alguien es célebre —cuando es dramaturgo, músico eminente, artista o futbolista— está contento con ser lo que es. Por eso, cuando a uno que es célebre le preguntan tontamente qué es lo que gustaría ser si le fuese permitido volver a nacer, contesta invariablemente (porque por algo es célebre y no tonto) que «mil veces que naciera, mil veces que seguiría el mismo camino».

Por eso —concluía paradójicamente D. Argimiro— ser célebre es una desgracia metafísica.

El pobre D. Argimiro, no era un célebre, en el respetable sentido de la palabra. Pero, eso sí, era un «tipo célebre». Es bien distinta una cosa de la otra. A los «célebres» les conocen todos los desconocidos. A los «tipos célebres» sólo les conocen los amigos. La fama de los «célebres» da la vuelta al mundo; la de los «tipos célebres» sólo da la vuelta alrededor del casino del pueblo en que viven.

Porque —aprovechémonos de que hemos nombrado el casino— fue en el casino D. Argimiro expuso su teoría:

—El hombre célebre —decía— agota en una vida todas sus posibilidades. Está satisfecho, esto es harto de sí mismo. Esto no es bueno, porque es aburridísimo. Lo bueno es morirse, acariciando la idea de querer ser otra cosa distinta, con la ilusión de ser, en otra vida, mil cosas distinta a la par; con la esperanza de hacer en otra existencia todas las cosas que uno no ha hecho todavía.

Los contertulios asentían con risas ambiguas. Cuando alguien dice una cosa más o menos rara, los que escuchan ríen con cara boba porque mientras les asalta la sospecha de que oyen una verdad, les acomete la duda de que lo que se les dice es una tontería. Y —es ley— dudas de nombre contrario se atraen, se funden, en una sonrisa imbécil.

—¿Es que no llevo razón? —proseguía D. Argemiro, enardecido por las sonrisas tontas—. Miren Vds.; cualquiera de esos toreros o de esos novelistas que dice que si volviera a nacer volvería a ser torero o novelista, no es sino un hombre a quien la celebridad ha inutilizado para siempre. ¡Cómo se aburrirán en la Eternidad esos hombres que no desean ser sino lo que son! De acuerdo con sus gustos, estarán condenados allí a torerar por los siglos de los siglos si son toreros, a escribir por los siglos de los siglos si son novelistas. Dejan esta vida mal preparados para la Eternidad. Porque yo concibo la Eternidad, como la gran posibilidad de adquirir «experiencias nuevas»; como la ocasión de descubrir todos los horizontes que en esta vida nos son vedados. El que ya está satisfecho, lleno, pleno de sí mismo, ¿qué oquedad de su alma reserva para las estupendas novedades de la otra vida? Miren Vds.; yo no he sido en esta vida otra cosa que empleado de ventanilla. Una cosa deleznable; una cosa que me deja vacío. Me iré, pues, de este mundo con una capacidad de recepción enorme: tendré sitio en mi espíritu para ser infinitas cosas. Allí me llenarán. Pero ¿qué harán allí con el que llega lleno?

Los contertulios se regocijaban con las «cosas del hombre célebre». Unos le decían que sofistiqueaba; otros que tergiversaba; otros que tonteaba. Nadie le tomaba en serio.

—Yo —argüía D. Argimiro— hago una parodia para mi uso, de aquella sentencia mística. Yo me digo a mi mismo: «Si quieres ser algo en todo, no quieras ser todo en nada».

—Entonces, Vd. D. Argimiro, si volviera a nacer, ¿qué camino tomaría?, ¿qué desearía ser?

—«Manolete» —decía en broma el «tipo».

No lo podía remediar el pobre D. Argimiro. La conversación —esa cosa que enhebra unos temas en otros distintos sin la menor consideración para los preopinantes— derivaba sin solución de continuidad, hacia los temas taurinos. El tenía ahora la culpa por nombrar al torero... Luego, la conversación derivó hacia Di Stéfano. Luego hacia el rapto del niño norteamericano. Y, por fin, hacia el calor que hace.

D. Argimiro, tuvo que guardarse una vez más sus teorías en el bolsillo. Pero al llegar a casa...

—Anda, anda —le dijo su mujer—; clávame esa punta en la pared, mientras me expones tu última teoría.

—Ya sabes mi teoría, querida. Todos los sabremos hacer todo en la Eternidad. Quizás allí yo sepa también clavar puntas en los muros de mampostería.

D. Argimiro tuvo suerte. Su mujer se alejó refunfuñando y no hubo más.

ANSELMO DE ESPONERA


(Revista VBEDA, Año 7, Núm. 80, agosto de 1956)

martes, 7 de agosto de 2012

GLOSAS DE VERANO





El departamento del tren.

En el departamento del tren, siempre va un señor que habla. Nunca falta, en el departamento del tren, el señor que calla.

La conversación comienza, naturalmente, en un tema fácil, al alcance de la mano. Comienza, a lo mejor, con ese tópico —verdadero, probablemente, como todos los tópicos— de que los ferrocarriles españoles tienen un servicio que da asco. Nada más oportuno que un chistecito sobre la velocidad parva del expreso, para que el señor hablador coseche un ramito de risas de sus compañeros de departamento. Conseguido esto, la facundia del viajero parlero se crece por momentos y si alguien no la detiene —el señor que calla es el único que pudiera detenerla... si hablase— concluye por inundar, en su pleamar, las riberas de las vidas de cada ocupante del departamento. Él —el hablador— termina por enterarse de dónde, cómo y porqué del viaje de sus compañeros. Ocasión estupenda para que él emita sus juicios —de una gracia resobadísima— sobre el matrimonio, el coste de la vida, los negocios, el tiempo que falta para llegar a Ponferrada, el veraneo, Di Stéfano, el «Litri», Jiménez Díaz, el cáncer, su primo el capitán de Aviación y su madre.

Cuando llega la hora de comer, el hombre hablador se revela, según todas las probabilidades, como un gastrónomo de primera división. Es entonces cuando los viajeros del departamento aprovechan jubilosos el momento para asomarse a la ventanilla, con la ilusionada esperanza de que un dulce sopor digestivo suma al hablador enteradísimo en el reparador sueño de las tres de la tarde.

Efectivamente, incensado por el homo de su cigarrillo, tras la última tajadita, el señor hablador se enerva en una somnolencia prometedora.

Y entonces... empieza a hablar avasalladoramente, incontenidamente, desconsideramente, el señor callado.

¡Maldición! Están ocupadas las ventanillas del pasillo. Para «liberarse» del martilleo del monólogo de turno sólo queda el recurso del «water».

 
La ciudad desconocida.

Es el caso que solo se dispone de dos horas para visitar la ciudad desconocida. Y, en esas dos horas, hay que visitar la catedral, los monumentos, los sitios típicos, los jardines y los comercios importantes. Hay que captar matices, hacerse cargo del ambiente, indagar la psicología de las gentes de la ciudad. Hay que subir a lo alto de un monte desde el que el mar ofrece, según dicen, una perspectiva grandiosa; hay, luego, que visitar una pequeña ermita cuyos sepulcros románicos son más que milenarios (de la edad de estos sepulcros se encarga el turismo); hay en fin que devorar impresiones heterogéneas y dispares en avizorante tensión de ánimo porque a las siete y media «en punto» sale el tren o el autobús de la excursión reanuda su marcha...

Y en estas circunstancias los monumentos, los matices, el ambiente, la psicología, las perspectivas y los sepulcros románicos de la bella ciudad recién conocida se atragantan fatalmente en un caos de percepciones. Cuando reanudado el viaje nos ponemos a pensar sobre la ciudad, acomodados en nuestro asiento, se impone en la imaginación, posiblemente, el recuerdo menos importante. En lugar de rumiar, como sería justo, la impresión de los sepulcros románicos, insiste machaconamente en la memoria el ocre sucio de la habitación donde nos hospedamos, o el rostro abrumadoramente vulgar del mozo de la cafetería, o el ruido chirriante de la carretilla de mano que nos sustrajo el sueño. Siempre, ¡maldición, otra vez! asociaremos el recuerdo efímero de la bella ciudad al de una habitación destartalada, un rostro estúpido, una carretilla o un gato.


La playa.

La playa embota los nervios —los «nervios en punta»— bajo una grasa de bienestar. No solamente es adánico el vestido en la playa; también el hombre se troca un poco en primer hombre. Los elementos otrora «desencadenados», se domestican en la playa al ser vicio del hombre. La roca descomunal se hizo arena, el sol se cernió en bruma y perdió su atributo de «sol de justicia», el viento se amansó en brisa y el mar —tan solemne, tan bravío— se puso mimoso y halagador lamiendo, con su festón de espuma, los pies de los bañistas. Ante este concierto de mansedumbres cósmicas, el hombre se recrece, se torna audaz, se forma un «complejo de superioridad»; tierra, mar, sol y aire son para él: para sus exhibiciones natatorias, para el bronceamiento de su piel, para su diversión y para su higiene.

Un rato de playa es un rato de abandono de la propia personalidad, un rato de espiritual descanso. Se adormecen las vivencias anímicas en la playa sometidas a la rumoterapia del mar. Mientras opera en el cuerpo la hidroterapia y la helioterapia...

Creíamos, en fin, que el mar bienhechor nos devolvía la plétora de nuestras facultades...

¡Maldición otra vez! Al salir del baño, el periódico, en su sección científico-pintoresca, nos pone delante dos importantes declaraciones del Doctor X, basadas en repetidas investigaciones escrupulosas, insistiendo en los nocivos efectos orgánicos de la helioterapia y de la hidroterapia. Respecto de la rumoterapia del mar, es nuestra misma experiencia, la que nos confirma su momentáneo influjo adverso, en la claridad de las ideas. Maravillosa literatura la que se hace, del mar, tierra adentro. En la playa... la inspiración, como los nervios, se embota bajo la grasa psicológica del bienestar.

ANSELMO DE ESPONERA


(Revista VBEDA, Año 5, Núm. 56, agosto de 1954)

viernes, 3 de agosto de 2012

IMPRESIÓN, EXPRESIÓN





La impresión, naturalmente, es anterior a la expresión; diríamos que es más infantil. Ya el recién nacido se impresiona de hecho; es más difícil que se exprese. Su llanto es puro reflejo impresionista. Es cuando rompe a hablar cuando el chiquillo se convierto en «todo un hombre»: cuando al producirse ideas en su cerebro, sabe su lenguaje expresarlas en palabras.

Fundamentalmente, cualquier actitud vital, filosófica o artística corresponde a un postulado previo impresionante o expresionista. No hay más. En el campo del pensamiento, los hombres se muestran impresionistas o expresionistas. No predominantemente sentimentales o intelectuales. Los sentimentales tienen las ideas que les da el ambiente —entendiendo por ambiente no sólo el paisaje externo, de las cosas, sino también el interno, el que está determinado por el propio temperamento—. Los intelectuales, en cambio, sin dejarse impregnar demasiado de la circunstancia, suelen emitir sus ideas con arreglo a un módulo de estricta razón. Los sentimentales son, pues, impresionistas: sus ideas les llegan de fuera, marcando un impacto en sus almas: impresionándolas. Pero los intelectuales, son expresionistas: a la solicitación externa, responden con una reacción inesperada, con una reacción que no es fiel trasunto de la impresión recibida. Así, el pensamiento de los intelectuales en lugar de funcionar como un espejo, funciona como una estrella, —o como un foco para más modestia— «que tiene luz propia». He ahí la diferencia: el impresionista refleja luz; el expresionista crea luz. ¿Es por eso por lo que los sentimentales —impresionistas por definición— aman tanto a la Luna?

La Edad Media fue un expresionismo de la Historia. Aunque funcionase mal y bastante mal a veces, los sistemas filosóficos de entonces se atenían, probablemente, a cánones de razón; no importa que las razones del Escolasticismo, que a menudo eran seudo-razones, no fuesen toda la Razón. Los filósofos del medioevo, se expresan sin tener demasiado en cuenta las impresiones que les llegaban de afuera, de la Naturaleza.

El Renacimiento —tan complejo— tiene, luego, una sutil urdimbre impresionista. La filosofía se impregna con el Renacimiento de temperamento (y ya hemos dicho que el temperamento también es un paisaje) y de naturaleza. La Religión también se impresiona cuando se hace Reforma, cuando presta atento oído a las sugestiones individuales que, al fin y al cabo, no expresan, por paradójico que resulte, nada original, puesto que son efecto, en la mayoría de los casos, de pasiones más que de ideaciones; y lo que manifiesta la pasión no es una expresión, sino el reflejo de una impresión. Lutero se dejó impresionar por los paisajes —el que le ofrecía el Renacimiento y el que le brindaba su pasión— y fundó una Religión en que, hablando en puridad, se pierden las ideas eternas, se apagan lentamente las estrellas del dogma, hasta convertirse en reflejos de doctrina, en mundos ciegos sin expresión: sin luz propia.

Pero es el campo del Arte donde estas palabras «expresión» e «impresión» juegan un papel más importante. A este efecto, en lo «clásico» predomina la expresión sobre la impresión, al tiempo que, en lo «romántico» —o en lo «barroco» como determinante de la «constante histórica» que ha descubierto Eugenio d’Ors—, cualquier impresionismo fugaz sobrepone sus cargadas estructuras sobre los esquemas formales de la expresión. Y el Arte moderno, tras su efímero y aparatoso relampagueo impresionista, inició con el cubismo su retorno a la «casa paterna». Porque el Arte, sino es expresión, si no es manifestación de creacionales vivencias, impermeables al color, calor, olor y sabor del contorno, ¿qué es?

Hacen mal quienes en nombre de una espiritualidad, obstruyen los caminos de lo que se ha venido en llamar «arte abstracto», cuyas posibilidades dentro de la misma Religión son excelentes. Claro está que el arte expresionista no nos impresiona, no nos acostumbra. Pero ¿es ésta razón para que neguemos su espiritualidad? Al fin y al cabo lo absolutamente espiritual —el Misterio— se cierne en unas regiones que a nosotros, hombres de carne y hueso, se nos antojan abstracciones. Pero, como señalaba Pemán el otro día, somos hombres de carne, hueso... e ideas. Y si a nosotros, hombres de carne y hueso, puedo no impresionarnos, humanamente hablando, el Misterio de la Trinidad, ¿cómo podemos sustraernos a él nosotros, hombres de ideas?... El Misterio de la Trinidad —y casi todos los del dogma— son expresiones con las que la Divinidad no intenta enardecer nuestro sentimiento, sino adoctrinar nuestra razón. Así, en el universo sidéreo, las estrellas, expresivas de luz, solicitan más nuestra admiración intelectual que nuestro entusiasmo sensual.

Los caminos nuevos del Arte, si ahora balbucean, porque todo comienzo es un balbuceo, son el símbolo de una espiritualidad en la idea, la «forma» mental, establece su hegemonía sobre el confucionismo anecdótico y cambiante de las formas sin «forma». Si como a hombres de carne y hueso no nos impresiona el arte moderno, su rigor intelectual reclama la atención de todo hombre de ideas. (Y un hombre sin ideas, ya no es hombre, sino bestia. De la misma manera que todo hombre, sin animal dentro, tampoco es hombre, sino ángel.)

(JAÉN, 1 de agosto de 1954)

miércoles, 1 de agosto de 2012

LAS CABAÑUELAS





A primeros de agosto, poco más o menos, el calor suele tomarse unas pequeñas vacaciones. Caen unas gotitas de agua por la mañana, sopla un airecillo potable después y, como hablar de calor en esta época es indefectible, al encontrarnos en la calle con el primer amigo, le decimos:

—Vaya hombre, hoy parece que hace menos calor...

Y el amigo responde enseguida:

—Como que hoy es la cabañuela de enero...

En las cabañuelas, por los visto, están los resortes de la meteorología... Son una especie de «publicidad». Cada cabañuela es algo así como un cartel anunciador.

Claro, naturalmente, no hay quien se fíe de la «publicidad». A pesar del SER-VE-TI-NAL... SER-VE-TI-NAL... de la Radio, no hay demasiada gente que crea en el Servetinal... A pesar de las veintiocho gotas que han caído en la cabañuela de enero, nadie se entusiasma demasiado ante la perspectiva de un invierno lluvioso, de un invierno como Dios manda...

¡Quién tuviera la fe de Jeromo! A Jeromo le cuesta ser escéptico el mismo trabajo que le costaría pronunciar la palabra «escepticismo».

Jeromo cree en las cabañuelas:

—Ahora —dice Jeromo— hay que esperar las «retornas»; como no llueva el «Día de la Virgen» que es la retorna de abril...

Jeromo se irá a la tumba creyendo en las cabañuelas; ¡admirable!, claro. Vd. y yo, lector, nos iremos a la tumba creyendo en los boletines meteorológicos: ¡no menos admirable!

ANSELMO DE ESPONERA


(Revista VBEDA, Año 1, Núm. 8, agosto de 1950)