La impresión, naturalmente, es anterior a la expresión; diríamos que es más infantil. Ya el recién nacido se impresiona de hecho; es más difícil que se exprese. Su llanto es puro reflejo impresionista. Es cuando rompe a hablar cuando el chiquillo se convierto en «todo un hombre»: cuando al producirse ideas en su cerebro, sabe su lenguaje expresarlas en palabras.
Fundamentalmente, cualquier actitud vital, filosófica o artística corresponde a un postulado previo impresionante o expresionista. No hay más. En el campo del pensamiento, los hombres se muestran impresionistas o expresionistas. No predominantemente sentimentales o intelectuales. Los sentimentales tienen las ideas que les da el ambiente —entendiendo por ambiente no sólo el paisaje externo, de las cosas, sino también el interno, el que está determinado por el propio temperamento—. Los intelectuales, en cambio, sin dejarse impregnar demasiado de la circunstancia, suelen emitir sus ideas con arreglo a un módulo de estricta razón. Los sentimentales son, pues, impresionistas: sus ideas les llegan de fuera, marcando un impacto en sus almas: impresionándolas. Pero los intelectuales, son expresionistas: a la solicitación externa, responden con una reacción inesperada, con una reacción que no es fiel trasunto de la impresión recibida. Así, el pensamiento de los intelectuales en lugar de funcionar como un espejo, funciona como una estrella, —o como un foco para más modestia— «que tiene luz propia». He ahí la diferencia: el impresionista refleja luz; el expresionista crea luz. ¿Es por eso por lo que los sentimentales —impresionistas por definición— aman tanto a la Luna?
La Edad Media fue un expresionismo de la Historia. Aunque funcionase mal y bastante mal a veces, los sistemas filosóficos de entonces se atenían, probablemente, a cánones de razón; no importa que las razones del Escolasticismo, que a menudo eran seudo-razones, no fuesen toda la Razón. Los filósofos del medioevo, se expresan sin tener demasiado en cuenta las impresiones que les llegaban de afuera, de la Naturaleza.
El Renacimiento —tan complejo— tiene, luego, una sutil urdimbre impresionista. La filosofía se impregna con el Renacimiento de temperamento (y ya hemos dicho que el temperamento también es un paisaje) y de naturaleza. La Religión también se impresiona cuando se hace Reforma, cuando presta atento oído a las sugestiones individuales que, al fin y al cabo, no expresan, por paradójico que resulte, nada original, puesto que son efecto, en la mayoría de los casos, de pasiones más que de ideaciones; y lo que manifiesta la pasión no es una expresión, sino el reflejo de una impresión. Lutero se dejó impresionar por los paisajes —el que le ofrecía el Renacimiento y el que le brindaba su pasión— y fundó una Religión en que, hablando en puridad, se pierden las ideas eternas, se apagan lentamente las estrellas del dogma, hasta convertirse en reflejos de doctrina, en mundos ciegos sin expresión: sin luz propia.
Pero es el campo del Arte donde estas palabras «expresión» e «impresión» juegan un papel más importante. A este efecto, en lo «clásico» predomina la expresión sobre la impresión, al tiempo que, en lo «romántico» —o en lo «barroco» como determinante de la «constante histórica» que ha descubierto Eugenio d’Ors—, cualquier impresionismo fugaz sobrepone sus cargadas estructuras sobre los esquemas formales de la expresión. Y el Arte moderno, tras su efímero y aparatoso relampagueo impresionista, inició con el cubismo su retorno a la «casa paterna». Porque el Arte, sino es expresión, si no es manifestación de creacionales vivencias, impermeables al color, calor, olor y sabor del contorno, ¿qué es?
Hacen mal quienes en nombre de una espiritualidad, obstruyen los caminos de lo que se ha venido en llamar «arte abstracto», cuyas posibilidades dentro de la misma Religión son excelentes. Claro está que el arte expresionista no nos impresiona, no nos acostumbra. Pero ¿es ésta razón para que neguemos su espiritualidad? Al fin y al cabo lo absolutamente espiritual —el Misterio— se cierne en unas regiones que a nosotros, hombres de carne y hueso, se nos antojan abstracciones. Pero, como señalaba Pemán el otro día, somos hombres de carne, hueso... e ideas. Y si a nosotros, hombres de carne y hueso, puedo no impresionarnos, humanamente hablando, el Misterio de la Trinidad, ¿cómo podemos sustraernos a él nosotros, hombres de ideas?... El Misterio de la Trinidad —y casi todos los del dogma— son expresiones con las que la Divinidad no intenta enardecer nuestro sentimiento, sino adoctrinar nuestra razón. Así, en el universo sidéreo, las estrellas, expresivas de luz, solicitan más nuestra admiración intelectual que nuestro entusiasmo sensual.
Los caminos nuevos del Arte, si ahora balbucean, porque todo comienzo es un balbuceo, son el símbolo de una espiritualidad en la idea, la «forma» mental, establece su hegemonía sobre el confucionismo anecdótico y cambiante de las formas sin «forma». Si como a hombres de carne y hueso no nos impresiona el arte moderno, su rigor intelectual reclama la atención de todo hombre de ideas. (Y un hombre sin ideas, ya no es hombre, sino bestia. De la misma manera que todo hombre, sin animal dentro, tampoco es hombre, sino ángel.)
(JAÉN, 1 de agosto de 1954)
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