Galicia no es unívoca. ¿Es equívoca? Un escolástico precisaría que Galicia se «predica» de diferentes maneras. A uno le basta con afirmar que hay muchas Galicias, que es casi lo mismo que decir que Galicia es mucha Galicia... No falta aquí tampoco, para empezar, el cliché: alma quejumbrosa de dulcedumbre doliente en Rosalía que se hace «orballo» en las rúas compostelanas y «saudade» en el emigrante. Es la Galicia ortodoxa para uso y abuso. Pero luego, a cada gallego, le canta dentro su tierra. Le canta, no le llora. Que sea cierta la melancolía céltica —¡lo es!— de esta región de España, no excluye la alegría galaica. No es ciencia baladí la de saber encontrarse en soledad, pero tampoco es mala ciencia la de saber divertirse. He visto en Galicia —a veces sin solución de continuidad— ambas cosas. El gallego atina tanto cuando se vierte como cuando se di-vierte. Y más se ve en Galicia la detonación exultante que el suspiro. ¿Quiere esto decir que su llanto es literatura? No. Más bien quiere decir que se recata, mientras que la alegría se hace ostensible. Lo contrario quizá que en Andalucía, algo trágica en sus manifestaciones y más cascabelera en principio. En su folklore, Andalucía enseña penas: no es otra cosa el cante «jondo». ¿No exhibe, en cambio, Galicia su alegría regional en la «muiñeira»? Sólo en Andalucía hay mendigos felices: les basta el sol. Pero en Galicia el hombre pide motivos para sentirse feliz, tiene que trabajarse su contento tanto como su sustento; su dicha, cuando se produce, es menos natural, pero más responsable. Yo no sé que es mejor. Aquí no cabe, creo, hablar de mejor o peor. Que el fondo de niebla del alma gallega se esponje en alegrías y divertimientos me parece una elegancia. También me resulta finísima esa honda alegría andaluza que luego sale por peteneras.... Lo malo sería «afiliarse» a la alegría de tal forma que no se estuviera preparando la tristeza, o abandonarse a la tristeza sin esperanza. Por sistema no debiera abonarse nadie al optimismo ni al pesimismo. Radicalizados y llevados a ultranza, optimismo y pesimismo implican sendos errores psicológicos; pueden llegar a constituir dos tonterías paralelas de la misma dirección y de distinto sentido. La vida es más compleja. Gallegos y andaluces solemos entendernos, porque la alegría de los unos empieza donde la tristeza de los otros. Y viceversa.
Esto en cuanto a la gente gallega. Pero Galicia tiene personalidad como para no necesitar del todo de su gente. Principalmente por su hospitalidad. Hospitalidad en el sentido más egregio, en el de que ofrece acomodo a cualquier estado de ánimo proporcionando remedios de urgencia. Por eso hay que peregrinar a Galicia. Tan hospitalaria —o tan «hostal»— es Galicia que, si sentís un ansia de comunión europeísta, os brinda a Compostela; que os ofrece a Vigo si hay una tentación, pasajera o no, de americanismo en vuestra vida; que os regala a La Coruña si más bien aspiráis a un equilibrio de la mejor estirpe mundana. Tan bravo su mar —«olas que recuerdan el Génesis», escribe Castroviejo— junto al mirador atlántico de la torre de Hércules y tan domesticado, tan familiar, tan amansado, en las rías bajas. Galicia serviría, en efecto, para un poema de Osián. Y, sin embargo, también sería pretexto para los poemas de la «civilización del agua tranquila» que requería Eugenio d’Ors.
Luego, el campo. Es otro capítulo propenso a los ejercicios de paisaje comparado. Si en Castilla el campo es una apelación al infinito, en Galicia el infinito se enreda en los pinos y se solivia entre los helechos. Más desencarnado, más libre de sugestiones pánicas, el espíritu vuela alto, como un azor, sobre los páramos castellanos. San Juan de la Cruz es un ejemplo. Resulta que, en cambio, en Galicia el alma tiene cuerpo. Desde Prisciliano hasta Rosalía de Castro fluye la tensión de una constante lírica en que naturaleza y espíritu se trenzan amorosamente, quizá demasiado amorosamente. Hasta el punto de que más de un escritor pretende haber encontrado aquí la causa de la escasa voluntad ascética de Galicia, en oposición a Castilla, cuyo ímpetu, al no tener donde entretenerse, se dispara —cuando se dispara— épico y raudo a las alturas.
Pero uno, de Galicia gusta preferentemente de Compostela. Compostela es la ofrenda votiva del espíritu en un paisaje todavía acechado de encantos druídicos. Se ve, hemos dicho, el alma de Galicia en el cuerpo de Galicia. Pero lo que pudiera faltar de espíritu al paisaje gallego —claro está que el alma no es todavía espíritu, aunque ya es más que cuerpo— lo suple con creces la floración de piedra compostelana. No cabe más espléndido contrapunto. Precisamente es Unamuno quien dice de Santiago de Compostela que es «uno de los corazones de España». Y añade: «Allí, en la catedral de Santiago, hay que rezar de un modo u otro: no cabe hacer literatura.» Quizá no hay en España otra ciudad más a la medida del hombre. Su inmensa perspectiva de añoranzas no la hace, sin embargo, encallar en el pretérito. La historia es su catapulta, no su tumba. De tal forma que Santiago, «bosque oscuro de piedra» civilizada, no separa en emplazamiento distinto —como otras tantas ciudades históricas— su actualidad: no la segrega de su gloria. Los monumentos compostelanos palpitan en puro presente, no están relegados; reciben el riego sanguíneo de cada momento. Hay una exultante alegría humana íntimamente trenzada con la fisonomía melancólica que respira, por ejemplo, la rúa del Villar. Compostela no practica —o lo hace en el menor grado posible— la discriminación histórica, que es un pecado probablemente tan grande como la discriminación racial. ¿No constituye ya «lo histórico» una especie de «ghetto» en las disposiciones urbanas capitaneadas por la técnica? Cuando una ciudad acota irremisiblemente su sector monumental convirtiéndolo en un barrio-museo para uso y renta del turismo, cuando se deslinda tajantemente lo antiguo de lo moderno, la discriminación histórica es un hecho. Yo abogaría por un ecumenismo histórico paralelo al ecumenismo geográfico. Pero... Y no es que Compostela mezcle lo antiguo y lo de ahora. No. Eso sería horrible. No mezcla, combina. O mejor: fusiona. Diríase pura hipótesis urbana. Casi un milagro.
El campo gallego, «paisaje carnal y crepuscular a la vez». Bien. Pero su belleza, «más musical que pictórica» al decir de un ilustre viajero, se adhiere a las zonas más adentradas de quien lo contempla. En seguida, si el contemplador espera un momento, oye irremisiblemente un tañer de campanas aldeanas. Y cualquier campana de Galicia transmite el temblor de Compostela. Entonces, el espíritu se objetiva, impone su dirección y su pauta. Galicia es un paisaje de cuerpo y alma. Y Compostela es la asunción del cuerpo y alma de Galicia. Luego, las demás ciudades aportan su carisma, refuerzan y aguantan una personalidad que sin ellas podría licuarse entre la niebla, el helecho, el «orballo». Luego pone su romanismo. Pontevedra su serenidad, en algunos momentos helénica. Vigo, su proyecto. Su mesura Orense, cuajada de intelecto (Feijoo no es sombra en Galicia, es pura figura e imagen). Y La Coruña es corona. Graciosa e ingrávida corona de toda la región. En pocos lugares como en La Coruña se experimenta la sensación de que la vida pierde peso —peso bruto— sin perder por ello densidad.
(ABC, 27 de agosto de 1968)
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