BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

jueves, 31 de mayo de 2012

GUERRA Y PAZ





Muchas veces el malhumor o la tristeza —también la «mala uva»— nos vienen a causa de no haber alcanzado logros que, de una parte, no son posibles y de otra no son precisos. Si nada más nos ilusiona lo posible, lo que está a mano conseguir con poca dificultad, somos felices. Pero sucede que aspiramos a los gozos demasiado altos, o demasiado caros, o complejos en exceso, o raros por su contextura. También nos desazona, nos quita la tranquilidad e incluso el sueño lo que nos es preciso. Abundan quienes prefieren prescindir de un buen almuerzo —diríamos— en aras de un excelente aperitivo. En amor, ya se sabe, enciende el detalle y engatusa el capricho. Y lo peor que para algunos tiene el trabajo de la propia profesión es que necesitamos de él para vivir. Es una pena, pero nos cansamos mucho más efectuando un trabajo remunerado que cuando dedicamos íntegramente la atención o el músculo a una ocupación o un ejercicio que voluntariamente, sin prescripción de ninguna clase, nos imponemos. Un médico me decía que relajarse no es tenderse en una cama y quedarse inmóvil sino cambiar suavemente la «postura» de la mente, pero casi sin que se entere o se lo proponga imperativamente la mente. Nunca se duerme peor, como cuando dándose uno cuenta de que es preciso dormir, el sueño no acude. Si la siesta sienta tan bien a muchos es porque se trata de un descanso supernumerario. Igual con el trabajo: tanto mejor nos cae cuanto es más a destiempo, menos urgente y menos dinero da. Entiendo que la gimnasia, la andadura rápida o la confrontación formal con el adversario, por constituir la profesión del deportista, cansen enormemente —por la repetición que implican— al futbolista, al ciclista o al atleta. Más debe cansarse realmente el oficinista cuando juega al fútbol, después del coñac y del puro en la fiesta del patrón —«viejos» contra «jóvenes»—, pero ¡qué distendidos salen sus nervios del encuentro, qué relajado el ánimo! El cansancio más atroz del oficinista es el del sillón. Yo, de profesión sedentaria, ando y ando todos los días por el campo: quizás diez kilómetros muchas mañanas. Termino tan ágil. Si lo hiciese por obligación, por estar lejos mi puesto de trabajo y por no tener vehículo, ¡adonde llegarían mis protestas!

La solución de muchos conflictos estaría en quitar urgencia a lo urgente, en estimar que necesitamos de algunas cosas; pero que, no impacientándonos su necesidad, podemos convertir en agradable el trabajo que nos proporciona el conseguirlas. Los enamorados lo pasan a veces tan mal porque cuelgan toda la carga de cada uno de los instantes. Quieren ser eternamente felices en cada segundo. No saben distribuir la pasión en el tiempo ni el tiempo en la pasión. Aspiran a un placer no de hombres sino de dioses. ¿Saben que eso no es posible y que eso no es preciso? La desesperación de los románticos a ultranza es que querían dictar al tiempo un «adagio» y un «presto» a su capricho. Con aurigas así, el tiempo indefectiblemente descarrila. En un momento el romántico hierve porque lo sabe o cree saberlo todo. En un momento el romántico se engaña y al momento siguiente se desengaña. El corazón vuelca porque no es para esos trotes.

Dichosa serenidad. Es lo que todo el mundo necesita para calmar sus caballos. Porque ímpetu para desear, para cabalgar, lo tiene todo el mundo, aunque por fuera resulte apacible. La «cara de tranquilo» es un disfraz. «Da gusto mirarle, tiene usted un semblante que infunde paz», suele decírsele al hombre tranquilo. «Dígamelo usted a mí», responde para sus adentros el hombre de paz. Y dibuja la flor de una sonrisa. ¿Sonríe porque no sabe hacer otra cosa? Hay quien adopta gestos iracundos y pronuncia palabrotas y prorrumpe en puñetazos porque eso constituye para él un hábito y la cólera le brota como el agua. Pero no le cuesta trabajo ni en el fondo tiene peor humor que el hombre tranquilo. Quizá lo tiene mejor, porque se desahoga a intervalos antes del peligro de ahogarse... Puede que el hombre de semblante pacífico sea más bien —aunque hay excepciones, claro—, un ahogado acostumbrado...

Dichosa serenidad. Con todos estos vaivenes, uno no sabe si estar tranquilo es signo de vida o signo antecedente de la muerte. De una parte, es cierto que «no hay nada como la paz». Pero es la lucha, la guerra, el desprecio de lo fácil en persecución de lo difícil o lo imposible, el modo de dar más tamaño al hombre y más tensión a su espíritu. Cristo dijo: «La paz os traigo, la paz os doy». También habló así: «Fuego vine a poner en la Tierra y ¡qué quiero sino que arda!». En un mismo pasaje del Evangelio invita a un apóstol a enfundar su espada y a otro apóstol le conmina para que se provea de espada. No es contradicción. La contradicción es el hombre —luz y tiniebla— que no puede alcanzar la paz sin combate, ni puede hacer de la paz un trofeo sino una escala.

Dichosa serenidad. Todos nos la estamos recetando a todos en cada minuto que pasa. No es enteramente posible. No es enteramente precisa. Por eso tanto nos ilusiona, tanto la deseamos. Por eso su valor es tan grande. ¿Depende de nosotros? Sí y no. En cualquier caso, depende de que sepamos cuándo hay que enfundar la espada y cuándo hay que adquirir una espada mejor.

Dichosa serenidad. En el fondo no es sino que queremos el descanso. Pero ¿lo merecemos? Unos quieren descansar al final. Otros desean hacerlo ya mismo. Cineas el filósofo le decía a Pirro: ¿Qué haremos después de tomar Roma? Tomar Italia, responde el rey. ¿Y después de tomar Italia? Conquistar Sicilia. Y, ¿luego de conquistar Sicilia? Apoderarnos de África. Y ¿después? Descansar.... Bueno —concluye Cineas— ¿ y qué nos impide ponernos a descansar desde ahora?

(JAÉN, 30 de mayo de 1976)

viernes, 25 de mayo de 2012

EL FAROL A LA LUZ DEL ÁRBOL





Decía Picasso a Malraux, aludiendo a sus figuras de mujer con ojos en las piernas, que su pintura es de las que muerden; que el cuadro tiene que defenderse; que, ya que no erizada de cuchillas de afeitar, la obra de arte debe guarnecerse de despropósitos. Porque el artista no tiene firmado ningún contrato de buena amistad con la naturaleza. Hay que reconocer que Picasso pintaba, a veces, con auténtica rabia —y sólo él sabría la causa— hasta el punto de que, según propia declaración, hacía las cabezas cuadradas no por otro motivo sino porque deberían ser redondas.

Picasso se formulaba el propósito de que «hay que encontrar la mayor desviación» porque lo normal en arte está ya agotado. Y de ahí, quizá, su frenesí. Como hay que inventar siempre, la búsqueda tiene que abrir caminos absurdos porque los caminos lógicos fueron todos proyectados, abiertos, ensanchados y recorridos. Es que, piensa uno al leer la opinión de Picasso, con la Belleza en arte pasó como con los parques municipales. Constituyeron el gran adelanto urbano ochocentista en cada capital de provincia. Eran amenos, deliciosos lugares de asueto, galanteo y descanso. Pero tantas generaciones se han divertido ya en ellos, que hoy no sirven sino para el caminar lento de los jubilados, para el comercio inocuo del barquillero y para los soldados del destacamento que andan en busca de las niñeras sin darse cuenta de que las niñeras acabaron. Los parques provincianos resultaron perfectos para el amoroso paseo y para el concierto de la banda municipal; ahora nada más son embalses de aburrimientos. Es una pena. Pero, por lo visto, sucede algo semejante con la obra de arte conformada a los cánones de la estética de siempre. «Es admirable Velázquez —me decía un amigo—, pero su excelencia es casi ofensiva. La belleza “acabada” es como una calzada real. Me gusta más pasearme por mi acera. Y, ¿no es lo mismo morirse que acabarse? Pues por eso yo...» Le di su razón o, mejor, le devolví su razón pues discutir de gustos en arte es casi tan inútil como discutir de todo lo demás. Y, en fin, Picasso, y cualquier nombre del arte de hoy, y mi amigo, tienen desde luego derecho a la admiración. Aunque a algunos primero se les admira y después se les entiende. Es preciso, dicen, inventar la otra belleza. Y el profano piensa: es bueno que el nuevo artista se coma su nueva belleza con su pan; también yo estoy dispuesto a lo mismo, no me falta la buena voluntad, pero tienen que cambiarme el pan.

¿Es ese el quid de la cuestión? No hay que dudar —aunque las tentaciones de duda para algunos son horribles en este aspecto— de los valores del arte último. Y entonces, está claro que se impone una «educación» en este sentido. Porque al 95 por ciento de los habitantes de cualquier pueblo o ciudad, si se plantea el caso con absoluta sinceridad, no les gusta «Las señoritas de Avignon», pongo por ejemplo. Y ya se trata de una obra relativamente antigua. Pero esto de que no guste debe ser una aberración de la sensibilidad si se atiende a la crítica competente. Pues bien; la crítica competente no puede limitarse a la lamentación. Está obligada a disminuir el porcentaje de ciudadanos a los que todavía no gusta «Las señoritas de Avignon». ¿Cómo? Ah, pues los críticos verán. Tiene que enseñar a enhebrar la aguja. Pero no; lo que generalmente hacen los competentes críticos de arte es alejar aún más al contemplador corriente del admirable cuadro o de la estupenda obra de arte —sea cual fuere— que comentan. Por lo común la prosa esotérica, enmarañada, difusa, de los críticos de arte al uso, no es nada pedagógica. Si el contemplador, por su poca formación, no siente nada ante este retrato o ante esta escultura, tiene derecho a que se le digan los motivos por los cuales tal cuadro o estatua es formidable. Porque seguramente esos motivos existen. Y, sin embargo, la lectura de no pocos críticos da la sensación de que son motivos que se ignoran o de que son motivos secretos. Y, ¿cómo, entonces, vamos a poder conseguir así la «comunicación» que es, por lo visto, el principal objetivo que el arte actual se propone?

No hay que olvidar, sin embargo, que todo aquí es bastante difícil. El arte, ahora, parte de nuevos supuestos, cambia las técnicas, pretende una distinta sensibilidad y hasta le da la vuelta a la lógica. Chesterton, en una de sus novelas ironizaba a propósito de un borracho que quería «ver el farol a la luz del árbol en lugar del árbol a la luz del farol». Es muy cierto que algo de esto ocurre en la nueva «estructuración» y en la nueva «perspectiva» artística. De alguna manera, la obra de arte nuevo ambiciona ser sujeto y no objeto, y más que recibir el color y la luz, ansia darlos y expandirlos. ¿Contemplamos nosotros el cuadro o es el cuadro quien nos mira a nosotros, pasando por la mirada del artista y luego por nuestra propia mirada? Muy complicado es esto. Y por eso el crítico de arte, a la fuerza, tiene que verse apuradísimo.

Mucha gente, para gustar de ciertas obras del momento artístico, necesita de un previo «acto de fe». Esto implica una buena disposición conmovedora... Pero toda fe es un crédito. El crítico debiera hacer todo lo posible para convencer de que el crédito no se otorga en vano.

(IDEAL, 17 de mayo de 1974)

lunes, 21 de mayo de 2012

INQUIETUD DEL HOMBRE






Inquieto, Señor, hasta que descanse en ti». San Agustín)

Decía Oscar Wilde que «los cigarrillos poseen cuando menos la magia de dejarnos insatisfechos». Muchos se ayudan o se han ayudado alguna vez con el tabaco. Pero, ¿a qué ayuda el fumeteo? ¿Es cirineo el cigarro de la paciencia o de la impaciencia? La vida es tan extraña que, a veces, la paciencia —aunque sea la propia— desespera, mientras que, en ocasiones, la impaciencia tonifica los nervios. No hay reglas generales. Cuando yo fumaba creía todas las mentiras que se escribían a favor del tabaco. Ahora que no fumo, creo en todo lo que se dice en contra. Pero de todas formas, lo que escribe Wilde es cierto en un punto. La vida es precaria y difícil: se apoyan nuestras alegrías y nuestras penas en cualquier cosa. Todo tinglado de gozo o de pena se monta fácilmente y con tanta premura como luego se desmonta. Hay, pues, en todo hombre, motivos para la insatisfacción. Entonces, los cigarrillos «acompañan» con rúbricas de humo que se ciernen sobre la postura, el gesto y la mímica del fumador, las frágiles arquitecturas de la ilusión y los tristes derribos del desengaño. Y de una u otra forma, contento, lo que se dice satisfecho, no está nadie. Y el cigarrillo oficia de batuta, en los «presto», en los «crescendo», en los «allegro», en los «adaggio» de la sinfonía inacabada del vivir. Yo ya no fumo. Toso menos, digiero mejor, duermo más tranquilo. Lo voy diciendo a todos por ahí. Cualquier ex fumador habla y no para, encomiando la satisfacción del no fumar. Pero se trata de una satisfacción que se ciñe exclusivamente al simple hecho de haber dejado el tabaco. Y como las otras insatisfacciones continúan ahí, como las demás desazones siguen su erosión y su oficio, se produce como una especie de descompensación psicológica. Cierto, que el hábito de no fumar desde hace tres años y pico me ha vuelto más tranquilo. Pero falta por saber si hay derecho a esta tranquilidad y sedancia más bien fisiológica, cuando mientras, por dentro, más allá de los bronquios y del corazón —es decir, en el espíritu— no cesa el tosiqueo de esa urgente e inalienable zozobra a la que llamamos vida. Fumando o no, la existencia terrena es radical insatisfacción: es un deseo insaciable. El ansia del tabaco es como el báculo del ansia grande e inevitable. Pero ¡qué más da! La cojera es un hecho con bastón o sin él. (Así es que, ¿no se debe fumar? Claro, claro: es mejor, mucho mejor, no fumar, ¡no fume! Pero luego, luego, será igual.)

Constitucionalmente insatisfechos nos derramamos en nostalgias, en temores, en recuerdos, en ilusiones. Siempre un ¡ay! para el ayer (¿«ayer» viene de «ay»?). Y un «ah» para el mañana. El caso es que el presente, sin apoyatura, carece de entidad. Y cuando comienza a ser de verdad, ¿no es porque se ha ido? Esto da pena y cuando menos se piensa el fumador enciende su cigarrillo. No le sirve. Tampoco le sirve al no fumador no encenderlo. Radicalmente insatisfecho, el alma siente su coraje sin arrimo. «¡Oh, gran violeta derramada!», suspira Pablo Neruda. Porque nos trae el poeta su pensamiento: «¿Dónde está el amor muerto? El amor, el amor, ¿dónde va a morir?»

Ideas. Ideas —quizá— como otros tantos cigarrillos para ayudar nuestra insatisfacción. Para estimularla con el pretexto de, momentáneamente, calmarla. Ideas con cafeína e ideas con aspirina. Y el ansia sigue adentro. El ansia multiforme que una vez brama, y otra trina, y otra grazna y otra aúlla. El ansia —la inquietud— que quiere conocer y no se conoce a sí misma. El ansia, como el fumador, constantemente coronada de humo.

Y estas ideas que enciendes para convertirlas en sentimientos, como enciendes el tabaco para hacer fuego y humo, ¿sirven de verdad? Renato Mendonça, el poeta brasileño, dice: «Mis ideas abstractas, de tanto tocarlas se han vuelto concretas».

Es otra desilusión, otra... insatisfacción. Volaban inaprensibles, ligeras, las castas ideas, hendiendo el azul. Pero el frío análisis las abate. Y caen concretas, para el manoseo y el manejo, desde el puro cielo de la filosofía al triste suelo de la especulación, asaetadas para la utilización voraz e inmediata.

¿Otro cigarrillo y, ahora, para mitigar el desengaño? ¡Bah! Que cada cual se impaciente con su paciencia o que apaciente su impaciencia. Que tome su aspirina o que ingiera su cafeína. Renato Mendonça, que empezó en la filosofía del absurdo, consiste en que, ya en la costa del continente cristiano, reposta y toma cargamento en Tomás de Kempis. Mendonça se ilumina de Esperanza: «¿Cuándo nos aproximaremos en fervor a nuestra esencia?» Quizá todas las ideas-cigarrillo que ingerimos a diario —que parecen estímulos y luego son humo— nos desazonan después de aquietarnos o nos aquietan después de desazonarnos, precisamente porque no nos aproximan «en fervor a nuestra esencia». El pecado de nuestro siglo es que quiere escamotear las verdades esenciales, entre las flores o... entre el barro. Pero las esencias existen. «Un día abandonaremos la pasta inútil y decorativa de nuestro ser», insiste Mendonça que parece como si tradujera en algunos de sus versos a los pasajes del autor de la «Imitación». «¿Cómo podré sufrirme en esta miserable vida si no me confortase tu gracias y tu misericordia?» Pero este dramatismo, iluminado de Esperanza, de Tomás de Kempis, no es una solución exclusivamente medieval. Jaspers ya ahora, en nuestra actualidad, piensa con horror en «la masa de los que no piensan, preparando de manera inconsciente la victoria del coloso del nihilismo». Ahora bien; el triunfo del «coloso del nihilismo» sería la pura disolución. El contrapunto está en Tomás de Kempis o en Juan de la Cruz que, aún cuando predican una «nada» o una «ausencia», es pensando en un «absoluto» y en una «plenitud». Nada más así cabe una respuesta a la pregunta melancólica de Neruda: «¿Dónde está el amor muerto? El amor, ¿dónde va a morir?»

(IDEAL, 29 de mayo de 1974)

miércoles, 16 de mayo de 2012

CUANDO COGE EL TORO





Parece que fue Pedro Romero —comenzó a bregar con los toros en 1771 y se retiró en 1799— el único diestro famoso que jamás sufrió una cogida. Pero la excepción confirma la regla; todos los toreros antes o después, con graves o leves consecuencias, tienen un percance o un accidente. Y por extensión, metafóricamente, ¿quién es el hombre, cualquiera que sea su profesión, que no haya sido nunca cogido por el toro? ¿Quién es el valiente? Porque la vida es lidia... (La vida es milicia, se lee en el libro de Job. Pero si es milicia, es lidia.) Hay siempre, a pocos afanes que se tengan, un morlaco insistente que —en forma de «bicho» o en forma de dificultad más o menos terrible— juega de oponente; oponente de nuestra lucha. Si para los toreros hay toros tangibles, constantes y sonantes, que sortear, para los demás no se banderillea ni se estoquea en media hora. A veces, para deshacernos de él, necesitamos toda una vida.

¿Existimos? Luego estamos en el ruedo. En rigor, cada profesión, cada oficio, cada empleo, cada dedicación, tiene su «faena». Abundan, ciertamente, las faenas de aliño. Luego las faenas de adorno. Escasean las faenas ajustadas, precisas, hondas. Si el público de toros no entiende en general de toreo, tampoco los vivientes en general, ¡oh paradoja!, entienden de vida. Y se aplauden más los lances bonitos que los templados. Y más la aparente brillantez que la eficacia. Y como cada profesión reclama un gesto, y un «pase» cada dificultad, son más los que improvisan que los que lidian, más lo que se lucen que los que trabajan. Por supuesto, en la vida, ante la propia dificultad específica, ante el toro que tenemos reservado no valen en rigor las faenas prefabricadas, las faenas «standard». Y no bastan los «dos pases» por muchas tocaduras de pitón que vengan después. Cada viviente tiene, sobre el ruedo, y sobre la marcha, que ir inventando su faena. No hay «faenas» a priori: los recursos para la lucha surgen en la lucha y según la lucha. No hay toreo, en fin, esencial, sino existencial. Porque cada peligro tiene los cuernos colocados de una manera. Y no todas las dificultades cojean de la misma pata. Los filósofos —es cierto— son los teóricos de ese toreo que es la vida. Pero no se vive sólo con filósofos: atenerse a ellos sería incurrir en toreo de salón. Cada homre, sobre lo que sabe y aprende, debe incorporar su propia inspiración. No es que cada hombre, para la lidia, deba salirse de la ley e interpretarla como se le antoje. Es, más bien, al contrario. Es que, cada uno, para cumplir la ley —y para matar su toro— ha de contar consigo mismo, ha de modular en su garganta la canción y en su voluntad la norma. (No es que haya que eliminar los dogmas. Es que, para aceptarlos, tenemos que movilizar nuestra fe. No es que sobre la teoría; es que para conjugarla está nuestro ejemplo.)

Pero está claro: si toreamos, si luchamos, si lidiamos, alguna vez nos empitona el problema que tratamos de estoquear: nos hiere la dificultad que queremos vencer. Caemos sangrando en la arena. Podemos, entonces, levantarnos frenéticos diciendo el clásico «A mí con él; dejadme solo». Pero si la herida es honda, no vale la valentía ni la fanfarria. En todo caso, puede quedarnos la satisfacción de que la faena ha sido —estaba siendo— honrada, y que se adecuaba a las condiciones del «bicho». Aunque tengamos que retirarnos, sin ser orejeados, a la enfermería.

(JAÉN, 31 de mayo de 1969)

martes, 15 de mayo de 2012

¿SERÁ EL AIRE?





Encerrar el aire es una operación fácil. E infantil. Desde luego es tarea divertida. El globo encanta ya a los niños de dos años. Con él descubren la ironía; empiezan, un poco, a darse cuenta de lo paradójico.

—¿Qué hay dentro?

—Aire.

Resulta gracioso. El aire, hecho, según todos los indicios, para rodear a las cosas, preso en el interior. Porque parece que el dentro reclama una solidez. Y no; dentro puede haber también aire. Primera deducción del niño: lo que se hincha es aire; lo que sin esfuerzo se agranda, aire.

Y sin embargo, el descubrimiento se olvida pronto. De lo contrario no privarían —como privan, en el mundo de los adultos—, tanta filosofía de aire, tanto prestigio de aire, tanta virtud de aire. ¿Por qué la elevación de globos y fantoches es número obligado de todas las ferias de pueblo... y de no pocos festivales de la cultura?

Me acuerdo de esos síntomas, más o menos imaginarios, que confiesan ciertas personas enfermas de aprensión. Le dicen al médico: «Tengo un dolor aquí...». Y el doctor, campechanote, les consuela:

—Será flato.

Ante tantas «angustias vitales» de la época, dan ganas, también, de exclamar:

—Será...aire.

Pero uno teme ser tachado de frívolo y se calla.

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Es una maravilla la cantidad de aire que puede caber —por ejemplo— dentro de un discurso de tamaño normal. Gran recurso técnico. Como el aire comprimido tiene una fuerza motriz bárbara, los políticos de todo el mundo, que están bien enterados del fenómeno, lo explotan en beneficio del respectivo ideario. Pero quizá se mete todavía más cantidad de aire en la palabra escrita. Hay, sin ir más lejos, una literatura que, propuesta firmemente a ser honda, hace acopio de viento en sus fuelles sombríos. Si al menos, luego, se supiese dirigir y melodizar el aire por las tuberías del órgano... Pero, a menudo, la cañería musical falta y todo se reduce a cloaca y el ruido eclipsa cualquier posible armonía. Ahí están los galimatías tremendistas en plena verbena existencial. (Negra verbena; pero, ¡cuidado! ¿No ve usted qué relieve, qué volumen, qué tangible «fuerza» de las palabras? Usted sospecha que tales palabras y que tales conceptos encierran dentro bastante vulgaridad y casi se decide a pinchar los globos con su alfilerito. Cuidado, repito, porque enseguida, entonces, le van a llamar gamberro, gamberro reaccionario. Déjeles disfrutar su fiesta en paz).

Pero ¿y los «trabajadores»? Otro campo, ciertamente, en el que la elevación de globos y fantoches está a la orden del día. Juegan aquí otros factores... El trabajo es algo serio, nadie puede dudarlo; pero el énfasis que se pone en el propio trabajo es más rentable que el trabajo mismo, porque el énfasis, la presunción, la pedantería, son vanidades que elevan, elevan, elevan... Y por cierto que los santones —buñuelos de viento de la bondad— gozan a veces de un olor de multitud de que carecen los santos. Porque los santos no saben escarolar sus virtudes, y ahí está el quid. (No, el tema no se agota).

Se discute mucho sobre si este tiempo —el nuestro— es mejor o peor. No creo que sea peor. Hasta es posible que sea mejor. Pero adolece de una terrible enfermedad: el flato. A esta época se le ha metido mucho aire en las entrañas... Esos síntomas —dolores en todas partes, amagos de disturbio y revolución en los pueblos, guerras a punto de dispararse, ansia equívoca, malestar, distonía, neuralgia en las ideas, jaqueca y cansancio en las convicciones de cualquier índole— no obedecen, probablemente, a una enfermedad de las que se califican de orgánicas. Quizá todo es aire, cúmulo de vanidades en la máquina social. Puede que un pequeño remedio baste si con él se acierta. A lo mejor, el alivio se inicia con un simple cambio de postura...

Pero cualquiera convence de esto a una Humanidad que presume de cáncer. Se ofendería.

(ABC, 19 de mayo de 1965)

lunes, 7 de mayo de 2012

USTED Y SUS RAZONES





Cuando usted encuentre una razón, admítala de buen grado, pero no se vaya a entusiasmar demasiado con ella; no la haga avanzar, arrolladoramente, directamente, en su sola dirección. Piense que una razón, si se encierra dentro de sí misma, si no atiende a su vida de relación, si no establece contacto con la realidad circundante, si no atiende a otras razones, le pondrá en la pista de la locura, precisamente de la locura.

Pues ya dijo Chesterton que no se enloquece sino por obra de razón. Que los locos piensan con la verdad, no admite duda. Pero sucede que piensan con una sola verdad que prolifera como un cáncer en su organización psíquica, sin dejar lugar, sin dejar sitio, a cualquier otra cosa de su entorno.

Por la verdad, en este mundo, debe tener, además de alma, cuerpo. Es de lo que carecen las verdades y las razones de los locos. Diríase que las ideas de los locos planean su vuelo constantemente sin aterrizar jamás, sin hacerse carne y sangre.

Y por eso hay que matrimoniar enseguida a la razón. Hay que casarla, concretándola en hechos reales. No podemos dejar a la razón soltera. Corre peligro.

—Usted, ¿es un idealista?

—Sí, señor.

—Pues me parece magnífico. Pero su idealismo, para conservarse sano, tiene que humillarse un poco.

—¿Qué quiere decir con eso?

—¿Quiero decir que su idealismo, que se asienta en razones maravillosas, tiene que atender a los pies casi con el mismo esmero con que atiende a las alas. De lo contrario, su bello ideal se le escapará como un globo cualquier día. Y entonces no será usted Quijote ya, y ya será tarde para que aprenda usted a ser Sancho.

—¿Es que usted prefiere Sancho a Don Quijote?

—Líbreme el cielo. Lo que quiero decirle es que Sancho es el lastre de Don Quijote. Sin Don Quijote, Sancho es nada más que una piedra mostrenca. Sin Sancho, Don Quijote sirve nada más para fantoche de feria. uno y otro han de complementarse. Ideal y realidad deben formar una sustancia única. El ideal da forma a la realidad, y la embellece, la eleva, la dignifica. Pero sin realidad, sin base de sustentación, toda razón, por sublime que parezca, deviene en locura.

Si usted tiene una razón, cuídela. Pero no la haga inútil a fuerza de mimos y asepsias. Déjela salir y entrar. Procure que le de el aire, que se acostumbre al sol, a la lluvia y al viento. De lo contrario, hará de su razón un absolutismo. El absolutismo es el monstruo que resulta cuando se ha maleducado a las ideas, cuando se las ha dejado nutrirse nada más que de sí mismas, cuando se les ha vedado el trato con las ideas vecinas, cuando no se las ha mandado a la escuela..., cuando en fin, se las ha guardado dentro de un fanal.

Si usted tiene, además, una firme convicción, ¡usted tranquilo! No se precipite, ni se indigne, ni se acalore. Una razón, la tiene cualquiera y el mundo es ancho y hay tiempo para todo. Que su entusiasmo no degenere nunca en fanatismo. Esa es la regla de oro de la armonía. Ateniéndose a ella, y sólo ateniéndose a ella, la prosperidad de su razón es posible.

Mire, Dios tiene toda la Razón contra ese Mundo —hecho de mundillos— que le ignora, le niega o le desatiende. Y sin embargo, Dios no ha dado todavía un manotazo a este mundo tan mundillero...

(JAÉN, 21 de mayo de 1965)

martes, 1 de mayo de 2012

¡UNA ROMERÍA TAN GRANDE PARA UNA VIRGEN «CHIQUITILLA»!






Habían aparecido ya las primeras estrellas, y sobre el azul tibio de prima noche, ensoñado de luna, se quebraban los cohetes en tecnicolor. ¡La Virgen de Guadalupe llegaba al Hospital!

Sí. La Virgen de Guadalupe llegaba al Hospital de Santiago. Se repetía la tradición. Se reiteraban los viejos motivos del entusiasmo, del fervor, de la devoción popular. Y eso a pesar de que este año teníamos novedades... Al tronco añoso, ancestral, se enroscaba la hiedra joven. Era la primavera misma, enmarcando la historia; lo vital, injertando su savia en lo venerable; lo juvenil poniendo su color y su calor sobre el avellanado simbolismo de las cosas viejas.

Yo se que la devoción religiosa no puede morir. Pero hay algo en el fervor popular —humano, al par que divino— hay algo en la tradición y en las costumbres, por viejas, por arraigadas que parezcan, que las somete a la inexorable regla: las tradiciones también se gastan, también se mueren si a tiempo no acertamos a renovarlas, si con nuestra propia iniciativa no imprimimos dinamismo nuevo al movimiento uniformemente retardado de las remotas empresas. Porque no hay que considerar siempre el pasado con esa especie de veneración jansenista que impide, por inaccesible, cualquier acercamiento o contacto con el presente. La tradición, si no opta por convertirse en definitiva caducidad, debe aceptar la colaboración que la modernidad puede brindarle. El pasado, por paradójico que parezca también debe ponerse al día.

He aquí, pues, que al tradicional traslado de nuestra Patrona, la Santísima Virgen de Guadalupe, desde su Santuario del Gavellar a Úbeda, se le ha confeccionado, por así decirlo, una modalidad, un traje nuevo. La verdad es que el traje antiguo —el de «la bota no lleva gota, el del pepino no lleva vino»— le estaba ya a la tradición muy viejo y no conviene consagrar lo viejo por el solo hecho de que es antiguo... Ahora, repito, la típica costumbre, ha estrenado un estilo: el estilo de romería.

...Y ¡qué romería! Así, de buenas a primera, cuando todo podía ser temor ante la improvisación, ante la espontaneidad, ante la falta de preparación, el instinto artístico de los ubetenses ha dado en el clavo sin dar antes ninguna vez en la herradura. Todo, verdaderamente, ha resultado perfecto. Era la primera vez y parecía ya cosa de siempre. La delicadeza y el buen gusto, el sentido estético y la más pura gracia andaluza, —andalucismo, sí— de esta Úbeda ecléctica que sabe, como gran señora que es, estar a todo, han impreso, a las primeras de cambio, imperecedero carácter a este magno alarde ubetense que muy pronto podría colocar a nuestra romería a la cabeza de las andaluzas.

En presencia del Gobernador Civil de la provincia, llegada ya la comitiva al Hospital de Santiago ante la tribuna situada al efecto, tenía lugar el vistoso desfile final de las treinta y tantas carretas iluminadas. Yo pensaba, un poco emocionado, en la alta calidad aristocrática de esta ciudad, dúctil en todo momento a cualquier influencia espiritual, propicia siempre a toda sugerencia lírica. Y un hombre del pueblo, mientras, a mi lado, exclamaba encandilado por la esplendidez que se ofrecía a sus ojos:

—«¡Una romería tan grande, para una Virgen tan pequeña..!»

Eso; eso. Allí estaba la urnita de la Virgen. Allí estaba la Virgencita pequeña, pequeña, en honor de la cual Úbeda entera se agiganta. Todo el entusiasmo popular convergía en aquel irradiante centro maravilloso. Era un derroche de gracia, de finura, en prueba de amor a su Reina. ¡Ah, esta Úbeda que tiene fama de sobria, de austera! Al fin y al cabo, como fondo de tanta galanura, estaba el monumental edificio de Santiago, imponente y escueto, ratificando con su prestigio histórico y artístico, la alegría de esta estampa de color. Castilla, en una palabra, dando el visto bueno a Andalucía. Y, como señal de esta aquiescencia, las torres vigías del soberbio edificio —tantas veces castigadas por el viento— se iluminaban a la luz de los potentes reflectores y las bombillas de color ponían una nota verbenera en el surtidor, en el trazado de la airosa arquería renacentista. ¡Un día, el Hospital, la casa del dolor, añoraba remembranzas de pasodoble! Era para celebrar la visita de la Virgencita pequeña que, unos momentos después de la llegada, recorría, una a una, en emotiva peregrinación, las camas de los enfermos, portada por nuestro alcalde y primeras autoridades. Porque es lo cierto que todo el esplendor externo, toda la pompa profana no era sino la aparente cobertura de un cálido hervor de anhelos y plegarias...

¿Enhorabuena a quien? Naturalmente, en primer lugar, a nuestro don Pedro Sola que tan decidida, tan fervorosa, tan ahincadamente sabe organizar y ambientar estas estupendas manifestaciones en que lo popular, rechazando el maridaje de lo populachero, se aúna con lo espiritual y estético. Enhorabuena a ese genuino director artístico, alma y luz de estas cosas, que se llama Juan de Dios Peñas. Enhorabuena al comercio, a la industria , a los gremios, a las entidades agrícolas y a los particulares que tan generosa, y tan jubilosamente han puesto a contribución su depurado gusto y devoción para con la Virgen de Guadalupe. Enhorabuena, en fin, especialísima, a la directiva y digno presidente de la cofradía, don Sebastián Hurtado, cuyas ilusiones y proyectos culminan en tan francas realizaciones.

Úbeda tiene ya su romería, su espléndida romería. Que sea por muchos años.

(JAÉN, 20 de mayo de 1948)

(Fotografía: MERCEDES DUEÑAS)