BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

domingo, 26 de junio de 2011

EL DÍA DEL SEÑOR





En la convergencia del fervor ―que es espíritu― con la liturgia ―que es letra―, está el día del Señor.

Úbeda, ha celebrado, en todo tiempo, esplendorosamente, esta magna fiesta católica. Para la procesión del Santísimo contaba Úbeda con aquella custodia, regalo de la azafata María de Molina, cuyo viril cuajado de piedras preciosas constituía un orgullo legítimo de la ciudad.

Es bueno en estas tardes de junio, ala hora del crepúsculo, penetrar en la Iglesia Mayor. Lo sabéis; es un placer espiritual, uno de esos placeres puros, sin adherencias, que tan difíciles son de gustar... La iglesia, en la penumbra, huele a nardo y a incienso. Acaban de reservar al Santísimo, después de los cultos de la Octava y flota en el ambiente esa fragancia inconfundible que trasciende a cirio, a armónium y a capa pluvial... En el altar de la Virgen hay flores restallantes, luminosas; al pie del altar están las muchachitas devotas, esas muchachitas que al entrar se han puesto sus manguitos... Más allá y más acá las viejas bisbiseantes; y los jovenzuelos del bachillerato, con el libro debajo del brazo, que entran en pandas, de los que enseguida se advierten que vienen a pedir «salir bien de los exámenes»; y las parejas...

Octavario del Corpus... En la Plaza de Santa María —¡golondrinas!— ha encontrado «su» momento. Se desmaya el día. Suena el «Ángelus»... Un rosario, lento, de devotos, cruza los umbrales de la Iglesia Mayor. En la misma puerta, la muchacha que se sujeta con unos alfileres el velo que levanta la brisa...

—Pero, ¿ha visto Vd. que día?

—Nunca por San Juan... nunca por San Juan ha hecho tanto calor.

—Bueno, eso se lo dirá Vd. a todos... a todos los años... ¿no?

ANSELMO DE ESPONERA

(Revista VBEDA, Año 1, Núm. 6, junio de 1950)

jueves, 23 de junio de 2011

¿PARA QUÉ?





Un difícil personaje de Malraux, en La condición humana, dice: «No es una promesa lo que espero; es una necesidad». Rara frase en un terrorista. Yo la pondría mejor en labios de un cristiano; quizá porque el cristiano en su acepción radical —quiero decir en su versión de estricta ortodoxia y orto-praxis— profesa una especie de terrorismo a lo divino. El «Niégate a ti mismo» ¿no semeja una... explosión? Dinamita para la voladura de lo oscuro cósmico —de la inerte «costumbre» diría Peguy— a fin de agilizar y hacer posible al «hombre nuevo» de la gracia.

Parece exacto: el cristiano vive de la impaciencia de la necesidad de Dios y puede que por eso no le esté permitido el descanso. Suponía mal Sartre al argüir que la fe es como una almohada en la que el creyente descarga toda inquietud. Al contrario. Ni antes ni ahora —nunca—, la religión fue recurso cómodo. No exonera, espolea. El cardenal Danietou, en el Vaticano, decía que nadie es naturalmente cristiano. Para serlo precisa un «plus» sobrenatural. Con un montaje de valores exclusivamente humanos la fe no es posible y las ruedas de lo teologal se atascan. Y si en nuestro tiempo la incomodidad cristiana es mayor, si la situación conflictiva del «homo religiosus» aumenta, ello no obedece sino a que se olvida o se pone entre paréntesis lo que tantas veces señalaba Gabriel Marcel: el Cristianismo no resuelve problemas, aporta misterios. Paradójicamente, la oscuridad del misterio es la carpa que envuelve la luz, mientras que la solución de cualquier problema es más bien externa. Así cabe deducir que la desazón secularizadora, desmitificante, todo este cristianismo de barredera que algunos quisieran imponer, tiene ahí su base: problematizamos sin freno y buscamos claves no idóneas (racionales unas veces y existenciales otras) para el «fenómeno religioso». Aunque «la razón natural —lo escribe Simone Well en pleno siglo XX— aplicada a los misterios de la fe, produce la herejía» afirma Whitehead, muy fiado de sí mismo, que «religión es lo que el individuo hace de su propia soledad». Cuidado. Puede ser —debe ser— algo más la religión. Mucho más si reflexionamos que no se atiende una fe como se riegan las flores de invernadero, sino como se cultiva el campo «necesario». Desde el instante en que nos llene tal convencimiento ya la perplejidad desaparece y no puede contentarnos a los cristianos aquel Cristo emancipado de Dios, o ese Dios sin Cristo, o esta religión sin Dios, o ese otro cristianismo sin religión, sin Cristo y sin Dios... Cualquiera, en fin, de esas «adivinanzas» para trabar la lengua o trabucar las ideas que hoy, en estiaje religioso, se proponen para el desierto, lejos la fuente y el agua. No es ni siquiera honesto el «self governement» religioso. No se puede levantar una creencia en estricta soledad, en absoluta autonomía, en frívolo robinsonismo. Es colocarse en «off-side». O es enloquecer.

Pero uno se preocupa aún más al considerar que el drama del cristiano de hoy se potencia en el sacerdote. Está en el vértice entre la espuma alborotada; vive de lleno la encrucijada. Entonces, puesto que está para ayudarnos, ¿no habrá que ayudarle a él? Porque —seamos sinceros— abundamos en la crítica y en la censura de las diversas reacciones de los eclesiásticos y muchas veces lo hacemos sin piedad. Cierto que las actitudes de los curas de ahora son diversas y en ocasiones contradictorias e incluso desconcertantes, pero ¿vamos por eso a agregar estopa al fuego? Están, sí, los que dolorosamente abdican o se van; más prudentes los que quieren «salvar lo esencial» (¿dónde empieza y dónde termina lo esencial?) y abocan, perdido el «sabor de la sal» a una teología aguada, rebajada, inoperante. Luego los impacientes —yo diría nerviosos y temerosos más que audaces—, agarrados al mástil de un temporalismo a ultranza ante la sospecha de que únicamente así puede justificarse la bandera. Y los tachados de antiguos por viejos o de viejos por antiguos, abroquelados, recelosos y a la defensiva. También, afortunadamente, los que no desalientan y conservan la frescura de espíritu; los incesantes en la imaginación y en el empeño; los que no olvidan que la nave de Pedro es también roca; los que saben que el oleaje a babor y a estribor exige la brújula que asegura rumbo y ruta.

En cualquier caso, el cristiano es un «no instalado». Lo es casi por definición y, entonces, sus dificultades exigen un tratamiento sereno. Pero serenidad de urgencia, atenta a la apelación ferviente de la Verdad y no a la exhaustiva, y a veces masoquista, exposición de problemáticas sin fin. Sirve, por supuesto, a todos, recordar que sólo una parte de verdad emerge del iceberg del misterio que somos y del que formamos parte. Pero que, sin embargo, como hacia notar Ortega y Gasset al pensar en Dios, «nos queda el borde de la herida de su Ausencia». ¿Haremos del Ausente un expulsado? ¿Exiliaremos de nuestra Cultura y de nuestro Mundo a quien, liberalmente, para no obligarnos, prefiere la velada presencia constante, que no cesa, a la inexorable manifestación explícita?

Frente a los que piden «señales», y «anticipos», y «créditos» y «seguridades» al Cristianismo, tienen que seguir aleccionándonos, defendiéndonos, pastoreándonos los sacerdotes. Misión difícil, pero indeclinable. No se esperan de ellos específicas promesas de solución para los problemas. Se espera de ellos, ante todo que nos devuelvan la conciencia de la necesidad de Dios. Son ministros de lo necesario. Lo más triste en los sacerdotes sería la falta de confianza en su expreso cometido, la duda de la propia misión y de la propia razón de ser. Siempre se oyó aquella exclamación irresponsable: «Un cura, ¿para qué?» Lo peor que puede ocurrir es que la pregunta sea algún día formulada precisamente, por un cura.

(ABC, 11 de junio de 1975)

lunes, 20 de junio de 2011

LA MODESTA ALEGRÍA





Hay estados de ánimo motivados por circunstancias —más bien sucesos— de carácter externo, y los hay de índole constitucional. Todo el mundo ha estado alegre o triste muchas veces. Se trata, entonces, de alteraciones más o menos intensas y efímeras que vienen imperadas por lo que nos pasa. Pero hay también quienes son de talante eufórico o depresivo, y eso no depende de lo que llega de afuera, sino de la estructura íntima del espíritu. Sin embargo, en cualquier caso, aspirar a la total y perenne alegría es una bobada, como lo sería sumirse en una absoluta e incondicional tristeza. No es posible un perpetuo clima de buen tiempo para el alma. Vienen las tempestades y, como sea, hay que capearlas... Ahora bien, es más factible la fortaleza, es decir, la aptitud —y la actitud— de mantener erguido el ánimo cuando el ánimo está a punto de abatirse. (Digresión: Yo distinguiría entre ánimo y ánima. El ánima, de género femenino, suele ser blanda, sensitiva, emocional y vacilante. El ánimo, en cambio, es más bien espíritu; está más cerca del yo íntimo y, si cabe expresarlo así, está hecho de sustancia más consistente.)

Cita Santa Teresa de Ávila la «modesta alegría» de una de sus monjas —creo que palentina—, Beatriz Oñez que abrumada por «un mal terrible que la atenazaba» se mantenía siempre con un semblante apacible, dando pruebas de una armonía psíquica envidiable. Este caso de «modesta alegría» lo cuenta Santa Teresa en el Libro de las fundaciones. Uno piensa que puede argüirse como ejemplo, egregio ejemplo, a imitar. Porque ¿podemos comprometernos todos a una indeclinable alegría programada para toda la vida? Esto es desaforada y necia ambición. En cambio todos podríamos proponernos con éxito, el ser modestamente alegres, cifrando un optimismo arraigado en fortalezas de espíritu y no fundado en el irresponsable vaticinio de que todo irá bien y todo vendrá de perlas. Eso es esperar pretenciosamente la felicidad. Y ya se sabe que la felicidad es un subproducto: no es inteligente buscarla, constituirla en objeto de un ansia indeclinable; pero es posible hallarla cuando buscamos algo mejor. Por ejemplo, cuando nos enfrascamos en una misión, cuando perseguimos un ideal. Pero siempre la felicidad —igualito que la alegría— si la queremos duradera, tiene que ser modesta.

La gente que aspira a la íntegra alegría sin mancha, o ha vivido muy poco, o tiene poca frente, o confunde los términos. Estimo que existe ahora tanta neurosis por la sencilla razón de que cualquiera se las promete felices. Y, como la promesa no se cumple, ante la menor adversidad surge la desazón, la zozobra. Porque, ¿es posible que todo marche bien? Si nada más hay ánima —y no hay ánimo— llega el insomnio por cualquier cosa. O va mal el negocio. O tengo un grano en la pierna. O va a haber tormenta. O discutí con Fulano. El neurótico convierte en preocupaciones todas las ocupaciones. Y sucede así, por miedo. El miedo tremendo a perder la felicidad de un día nos hace insoportable la misma felicidad de ese día. Pero debiéramos ser realistas. Debiéramos aceptar que el cielo nublado es tan natural como el cielo azul. Por nuestro deseo de completa felicidad, se nos quita la «modesta felicidad» que hacía grata la vida de Beatriz Oñez, aun en medio de su terrible enfermedad.

Pero acabo de leer otro emparejamiento de palabras muy frecuente en nuestros clásicos que también me hace pensar. Es la «mansa pobreza». Rodríguez Marín le encuentra antecedentes en Juan de Mena. Se ve en Laberinto de la fortuna este verso: «Oh vida segura de mansa pobreza». En La Celestina, finiquitando ya el siglo XV, se leen estas palabras dirigidas por la vieja a Parmenio: «Mucho más segura es la mansa pobreza». No falta la expresión en el Guzmán de Alfarache, donde la cita tiene calidad epigráfica: «Pero hermano, este don dio el Altísimo a la mansa pobreza, la cual El estimó y preció y la tuvo por compañera toda la vida».

Tampoco hoy nadie se contenta con la mansa pobreza. La pobreza es mansa cuando nos permite vivir apaciblemente y cuando las necesidades cubiertas y los mismos ocios asegurados, no se levantan en nuestra vida esos oleajes —oleajes de más, más y más— y esos deseos de «doce vita» para los que todo el dinero es poco. Está claro que cuando caminamos en pos de la riqueza sin límites, toda mansedumbre, toda paz, toda apacibilidad se ausentan del ánimo. Pero es éste el espectáculo que siempre, quizás, ha brindado el mundo, y más aún ahora.

He aquí un punto de cita para todos los cristianos, progresistas o no, tradicionalistas o innovadores. ¿No podríamos comulgar todos en una aspiración común —una aspiración al menos— a las dos insoslayables virtudes cristianas de la «modesta alegría» y de la «mansa pobreza»? Partiendo de aquí, y tomando la cosa con absoluta sinceridad y en serio, ¡qué fácil sería lo demás! Ya se sabe: disuena lo de «aspirar» a la pobreza y contentarse con lo poco en la alegría. Suena mal, pero la naturaleza enseña ya todas estas cosas. Nada emocionaba tanto a Antonio Machado como la modesta primavera soriana sin demasiado alarde floral. Y nada fortalece tanto como la contemplación y la audición de un amanecer en el campo cuya euforia corre a cargo casi exclusivamente del sol y de los pájaros. ¿Por qué no imitar a la naturaleza? Si, además, de las virtudes sencillas hacemos los cristianos virtudes sobrenaturales, es decir, si moderada alegría y casta pobreza son transmutadas en Esperanza y Amor, miel sobre hojuelas. Pero no sabemos, no sabemos ser cristianos...

(IDEAL, 17 de junio de 1973)

miércoles, 15 de junio de 2011

HAY QUE MIRAR





Creo que se va perdiendo la costumbre de mirar. Gradúa el mirar una tensión que en el simple ver no existe. Porque ver es sensación genérica y la mirada es operación personal. ¿Por qué hay ojos que no han aprendido a mirar? Mil sensaciones pueden solicitar la atención, pero cuando miramos seleccionamos y privilegiamos. Lo que se ve, se desestima o... pasa a informe: lo que se mira, se elige. Por algo el amor eleva su tremante catedral de suspiros sobre un cimiento de miradas.

Ah, pues quizá ahora se mira menos ―se contempla menos― porque se ve más. Más cantidad de cosas. ¿Dónde metemos todo lo que vemos? La memoria acopia atropelladamente impresiones que no puede degustar la mirada. Al viajero, al turista que viene a conocer toda una ciudad en unas horas, se le dice aproximadamente:

―Tenemos, a partir de este momento, ochenta minutos para dos museos, cinco iglesias y una catedral.

Y entonces, frente a la obra de arte, al viajero no le queda tiempo de saboreas la congrua emoción, porque le acosa la inminencia del paisaje siguiente o del monumento siguiente. Hay que ingerir belleza sin descanso, pero paladear está prohibido. La inexorable ley de oro rige también aquí: Se pierde en fuerza lo que se gana en velocidad. Y a uno le obligan a ser un «gourmand» y le vetan la delicia del «gourmet».

―¿Qué cuadro te ha gustado más del museo?

―Déjame que respire.

Pobre viajero con prisa, con prisa de viajante. Con lo agradecidas que las cosas son cuando a su agradable presencia correspondemos con la fruición deleitosa, con el galanteo. Pero no hay espacio vital para el piropo. Alguien, en la calle, algún día, deslumbrado al paso de la bella, va a medir reloj en mano la duración de su fervor enardecido; va a decirle:

—Veinte segundos, preciosa. Veinte segundos, no más, porque una torre románica me espera.

Lo que no dejará de ser un auténtico «madrigal de urgencia». Como que enseguida habrá que dejar, también, a la iglesia mudéjar con la palabra en la boca, a causa de la portada plateresca que hace señas en la esquina. Qué grosería, ¿eh? Y si la puesta de sol desde la atalaya del castillo se pone bonita de verdad, ni por las siete maravillas del mundo quisiera abandonarla el viajero. Y, sin embargo...

No le queda, probablemente, otro remedio que escapar un instante a donde venden las postales. Así, de alguna manera, podrá mirar después de lo mucho que está viendo. Por supuesto precisa abultar el bolsillo de recuerdos. (Por si acaso, hay que apresurarse a comprar el de la Giralda, ¡vaya a ocurrir que se haga tarde sin haberla de cerca admirado!)

Espacio y tiempo para la mirada. No es mucho pedir. Cuando se mira sin tasa, el espíritu —ese desconocido, siempre con el agua al cuello— alza su presencia y dice su palabra. Maeterlink escribía, poco más o menos, que buscar el espíritu «es como querer encontrar en una habitación oscura un gato negro que está en otra parte». Es natural que el espíritu se resista digno si se le intenta «cazar», y que escape felinamente, ágilmente, de las trampas domésticas que en el propio recinto le preparen los lógicos. Porque, acaso, le seducen más las enamoradas acechanzas de los poetas. Es más sencillo encontrar al espíritu a pleno sol, en función de belleza. (El «gato» se deja estar en el tejado.) No es necesario entonces el tema sublime que le encarne; basta el humilde motivo que le sirva de soporte. ¿No sopla el espíritu donde quiere? Ni espíritu ni belleza son exigentes. Callejeando despacio, media mañana, por la noche, vieja ciudad, topamos a lo mejor, en el silencio, con un apacible rincón:: recodo urbano para el descanso de los siglos. ¿Qué es lo que se ve? Nada o casi nada. Hay una perspectiva de muros encalados, iluminados de balcones floridos, con arcada monumental y torre al fondo. Sinfonía de piedra, cielo y luz. Nada o casi nada se ve —nadie subvenciona el «espectáculo»—, pero ¡si se mira...!

Hay que mirar, andar y ver no es suficiente.

(ABC, 1 de junio de 1965)

(Fotografía: RAMÓN RAMÍREZ GONZÁLEZ)

domingo, 12 de junio de 2011

CALIDAD DE VIDA





Después de votar, viene como un descanso. La política es un necesario y, en ciertos momentos, además, urgente afán. Pero ya está, ya hicimos las elecciones, ya cumplimos todos con nuestro deber. Por eso, si la atención de cada uno debe seguir alertada respecto a la cosa pública, ya, al menos, podemos proceder a la distensión en el plano individual, dejando a gobernantes y políticos que sigan ellos en el noble empeño, en la lucha dialéctica, en el proceso acuciante hacia la búsqueda de soluciones. Ellos, gobernantes y políticos, necesitan indudablemente de la colaboración de todos. Pero precisamente nuestra colaboración —como hombre de la calle hablo, desde mi profesión opino, a partir de mi trabajo pienso— debe consistir (una vez cumplido el voto) en regresar a nosotros mismos, facilitando la buena política, con la personal decisión de cumplir el deber cotidiano a que nos compromete no un partidismo, sino una ciudadanía, y no un deseo de beligerancia, sino un propósito de honradez. Entonces, ello implica también una política —pero política de «politesse»— a nivel de convivencia en las relaciones humanas y de ahondamiento, de «interiorización», en el cultivo propio e intransferible de la individual empresa.

No hay que darle vueltas; para contribuir al desarrollo social, para ofrecer a los demás lo que tenemos y somos, hay que empezar por ser y tener. Es precisa una intimidad en el hombre, que, haciéndole consciente de sí y de sus deberes, se prepare para la acción con vistas al beneficio común. Lo primero, ser persona, cuidar el propio huerto, empezar a partir de la soledad trabajos, fervores, negaciones y abnegaciones, que repercutan en la mejora. ¿Qué mejora? Los hombres de la política —que por vocación, por delegación y porque su especialización sería esa— están obligados a facilitarnos un aumento común de seguridades, de derechos humanos, de orden público, de condicionamientos económicos. Pero quienes estamos fuera de la profesión política, hemos de basar nuestra contribución al ordenamiento social, mejorando, precisamente, la calidad de vida. Ya que la moral, la ética, la honradez, la sensibilidad, la laboriosidad, el sentido religioso, el buen gusto, la cortesía, la buena educación, tan necesarias para cualquier florecimiento social, no son logros que puedan legislarse en las Cortes, no son «disposiciones» que hay que esperar en el Boletín Oficial del Estado, sino decisiones y propósitos nacidos en el seno de la personal libertad, anterior a las libertades otorgadas. Calidades son que cada uno debe promulgar en su recinto, sin aguardar el asenso del contexto. Pero, ¿no solemos hacer al contrario? Con frecuencia escribimos el «texto» inspirados por el contexto. La misma semántica enseña que el texto es previo al contexto. ¡Qué disparate hacer del margen de la página la calidad de la página!

Es el «lujo de la propia conciencia», que diría el físico Max Born, lo que cada uno tiene al alcance de la mano. En este sentido, a nadie falta el quehacer. Pero, quizás, en enormes sectores, hay una «paro de conciencia» espantoso ¿Acaso el sentido del deber, para hacerse patente en cualquiera de nosotros, pende, por ejemplo, de la formación de una fuerte mayoría parlamentaria? Entonces, todo sería, quizás, «andar y desandar la tristeza», como escribe la poetisa Trina Mercader. «Me crece la materia que me escombra» insiste ella, aludiendo a la acepción «cuantitativa» que solemos dar al mejoramiento del hombre. Porque, en efecto, nos enfrascamos en el más, —más fuerza, más dinero, más conocimiento, más vida— y apenas en el cómo. Pero es de la armonía —de la distribución de la belleza y de la riqueza en la persona y, por ende, por repercusión en la sociedad— de lo que depende esa muestra de equilibrio que está llamado a ser el hombre. Un equilibrio biológico y también psicológico que basa su «espécimen» de encanto más en lo que le falta que en lo que abunda. Camón Aznar decía de las estatuas griegas que «su arte radica en lo que no está». Por eso, «una leve melancolía — dice— es la expresión más pura de la gracia helénica». Sustancialmente el hombre es una realidad y un horizonte en cuyo paraje y en cuya proyección hay algo que no está. O algo perdido. La Civilización y la Cultura es el proceso de búsqueda de ese algo que no está. El error ocurre cuando la Cultura —y desde hace algún tiempo parece haberse decidido a hacerlo así— prefiere buscar sola, sin el alto auxilio.

«Yo me arruinaría si tuviese que comprar la pobreza», escribió un pintor contemporáneo millonario. Es la paradoja a que nos lleva la civilización cuantitativa. En el plano del espíritu y de la espiritualidad también es carísima la pura y limpia Sabiduría. A la Sabiduría se llega por reducción y selección, no por abundancia. La Sabiduría es pobreza incorruptible, más allá o más acá de la abundancia de conocimientos. Los conocimientos, ¿qué son, qué deben ser, sino moneda para comprar la pobreza de la Sabiduría?

Bien. Ya hemos votado. Regresemos a nosotros mismos, para, desde la interioridad, desde el personal pensamiento y el trabajo propio, preparar el camino del bienestar social. No es viable el bien-estar sin el bien-ser, enseñaba Teilhard de Chardin. En efecto, gobernantes y políticos parecen obligados a arreglarnos la estancia, a facilitarnos el estar. Pero el ser y la calidad hemos de procurarlo nosotros. Es nuestro primer deber moral... e incluso político.

(IDEAL, 29 de julio de 1977)

miércoles, 8 de junio de 2011

EL CUARTO DE HORA DEL ALMA





Es bello el atardecer. El mediodía también fue bello. Será bella la medianoche, y luego el alba, y luego la hora dorada... ¡Cuánta belleza varia cabe en un día! Y luego diremos que los días son monótonos... ¿Hay dos días iguales? No; tampoco hay dos hombres iguales, ni dos flores idénticas, ni dos libros que digan lo mismo. Ni las niñas que juegan a la rueda cantan siempre las mismas canciones. Y aquél árbol que hay enfrente de la ventana —ya como un fantasma, en esta hora en que la luz huye a tientas— se parece a cualquier árbol desde lejos; pero no tiene dos hojas que superpuestas coincidan. Esto ya lo sabíamos desde chiquillos y ahora nos sorprende gratamente el recordarlo. Porque lo bueno no es aprender sino volver sobre lo aprendido.

Es bello el atardecer. En el crepúsculo el alma se dilata hacia no sé qué lejanos confines. En el crepúsculo, el alma se da cuenta de que, si se lo propone, llegará a limitar con Dios. Pero el alma siente en pleno día algo así como una timidez. Algo así como una vergüenza de que se le vea a la luz del sol... No sé que pasa en esta hora del atardecer con el alma. Me da la impresión de que a estas horas «vive su vida». En cambio, durante el día —¡cobarde!— ha vivido sumisa a la vida del cuerpo, inhibiendo sus ansias... A ver, a ver si nos entendemos: durante el día, el alma parecía la tía soltera del cuerpo. No la esposa, si mucho menos. La tía soltera. Esa tía, pobre y complaciente, que hay en muchas familias... Es al anochecer cuando el alma —casi sin que el cuerpo se entere— se entrega a ese amante que se tenía tan callado.

Claro que esto no pasa siempre. No basta que atardezca, para que se revele la vida particular y oculta del alma. Hace falta por supuesto, que, también, en esos momentos, se le de una pequeña vacación al cuerpo tiranuelo... Que se le adormezca con cualquier cosa. Que se le ponga a descansar en una hamaca —por ejemplo— junto a una ventana por donde entre el fresco. Y que se le cierren los ojos. Que se le ponga en condición, en fin, de no estorbar. Entonces, sí, el alma huye por la ventana... Y se pone a divagar, a pensar suavemente, a soñar... A soñar, pero con la razón —aliada— al lado. (Porque la otra fuga del alma, la que hace mientras el cuerpo ronca en decúbito supino, no vale, ni es decente. Va sola, entonces, el alma sin protección, sin la razón al lado. Y todos los disparates la violan. Y no engendra poesía; aborta monstruos.)

Ya ha anochecido del todo. Poco rato le va a quedar al alma para timarse con las estrellas. Porque el cuerpo —ese fanfarrón déspota— va a pedir enseguida de cenar. Va a pedir luz eléctrica. Va a pedir un vaso de vino. Va a exigir. Menos mal si se está quieto, diez minutos más, con el señuelo del cigarrillo...

¡Ay, alma! ¡Cómo te ves! No te dejan respirar... ¿Es Sirio, aquél? ¿Y aquella es Vega? Un momento, alma: ¿por qué unas estrellas llevan el artículo masculino y otras el femenino?... En fin, tú sabrás. Aprovecha, aprovecha tu tiempo. Te queda medio minuto para volver a encerrarte detrás de la ventana. Estoy viendo que el cuerpo se dará enseguidísima cuenta de tus devaneos... ¿Lo ves? Ya se levanta. Ya alza sus manazas. Ya agarra la falleba de la ventana. Ya cierra. Ya hace girar el interruptor de la luz. Ya está atormentándote... ¡Ay tus estrellitas, alma! Se han quedado fuera. Se han quedado lejos...

(REVISTA VBEDA, Año 9, Núm. 96, mayo/junio de 1958)

(Fotografía: MALDONADO)