BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

viernes, 11 de enero de 2013

CRÉDULOS Y CREYENTES




A veces, cuesta trabajo creer y, precisamente, por exceso de credulidad. Ser creyente es una cosa y ser crédulo es, quizás, todo lo contrario. La miopía crédula atenta a las cosas pequeñas, a las medias verdades, al aparato externo y fenoménico de los sucesos circundantes, tapa o impide la creencia de largo alcance que tiende su arco valiente por encima de lo inmediato; de lo que a causa de un interés próximo, o de una pereza, o de una pasión mal orientada, capta nuestra mente de tal forma que sus formas se deforman y se perturba la lógica en atrofias e hipertrofias que extinguen su natural función.

Es curioso que bastantes jóvenes hoy comienzan el curso de su afianzamiento intelectual o vital por perder la fe religiosa. Pero, en la mayoría de los casos, no es que pierdan su concepto, su intuición o su sentimiento de Dios. Es que, al primer envite, lo arrojan como un lastre. Por creer con exceso o incondicionalmente en las teorías de un libro que acabe de entusiasmarles o en la lección de un maestro que se propuso atraerles, o en la personalidad de un líder que quiso imantarles, ponen en suspenso el funcionamiento de su propia razón e inhiben la puesta en marcha de sus mecanismos de defensa. Están tiernos, muy tiernos, para creérselo todo, para aceptar cuanto a ellos arriba con vistoso reclamo de novedad, de color, de fuerza aparente. Y como se lo creen —su credulidad llega en ocasiones a tragarse de una sentada a todo Freud, o a todo Marx o a todo Nietzsche— no les queda sitio para la genuina fe. Se emborracharon de vino ocasional y ya no pueden probar el auténtico vino generoso.

—No necesito de Dios, no lo echo de menos, vivo perfectamente sin Él —me ha dicho una bella muchacha quinceañera, a la que veo muy contenta, restallante de satisfacción a causa de sus ojos, de su negra cabellera, de su talle elástico y del elemental y sintético juego de pensamientos resumidos (muy resumidos) que bulle detrás de su frente.

—Pero mire usted —ratifica con tono que quería ser juguetón un segundista de B.U.P., con brazalete de no sé qué y con argumentos de no sé cuando—, si existe Dios, que yo no tengo por qué saberlo, lo indudable es que está ya muy viejecito. La genética, la bioquímica, Sartre, la Cibernética y el arte moderno, han firmado de común acuerdo su definitiva jubilación.

A ella y a él les pregunto por qué creen tan incondicional y tan exclusivamente en ellos mismos y me dicen que es lo único de que verdaderamente disponen. Yo les insisto y trato de inculcarles la sospecha de si todo no obedece sino a la ingenuidad de querer tomar posesión de sí mismo y del mundo apenas llegados, con las solas armas de una candidez infinita. Sonrío —levemente sonrío— cuando me dicen que el arte es ya otra cosa, y que ya es otra cosa la Cultura, y otra la moral, y otra el hombre. Les arguyo cómo es improcedente creer en todas las cosas cuyo único mérito es el no haber empezado todavía, desechando en cambio todas aquellas cuyo único defecto es el de mantenerse aún en pie. Les digo que una fe no puede asentarse sin raíces, ni el mundo rueda por permisión de los cantantes de moda, ni es viable sustituir el hueco de un dogma religioso que se intenta extirpar, con el último «slogan» del Partido. Les recuerdo que no queda otro remedio sino creer en los astrólogos cuando ha dejado de creerse en la Providencia, y en el absurdo cuando se ha apagado con agua sucia de las letrinas el íntimo fuego —apelación última— del Misterio. Deseo hacerles visible la ridiculez y hasta la cursilería que late tras el cartón pintado de ciertas admiraciones inconcebibles...; quiero apercibirles contra los nuevos mitos..., contra el «terrorismo intelectual», ya denunciado de silenciar cuantos valores, figuras, verdades y obras se pretende desprestigiar endosándoles el sambenito de «convencionales», de «tradicionales», de «burguesas», de «noñas» o de «inauténticas». Por el sólo hecho de no conformarse con los patrones respectivos de improvisación, de ruptura, de intemperancia, de destape o de cinismo que caracteriza a ciertas aptitudes que, so pretexto de sinceras, ofrecen todos los síntomas de una descomposición y de un agusanamiento.

Ella y él, después de oírme se sorprenden un poco porque quizás creían que nadie está de verdad convencido de estas cosas «antiguas» —Dios y la moral cristiana, por ejemplo— que yo sostengo llevado de un impulso sincerísimo. Como ven en mi casi un entusiasmo por ellas, dejan por un momento su gesto escéptico. Y entonces yo les agradezco esta sinceridad y este respeto a que, al menos de momento, les han movido mis palabras.

Me supongo que, enseguida, van a reaccionar de su provisional seriedad y van ellos a su vez a intentar convencerme. Pero van a tener que usar de otros argumentos. Ya saben que uno es todo lo contrario que un crédulo. Ya sabe que uno es un creyente. La fe, ¿cómo va a parecerse en nada a un «trágala»?

(IDEAL, 11 de enero de 1978)

martes, 8 de enero de 2013

UNIVERSIDAD




«En toda España unos treinta mil estudiantes
empiezan a ser universitarios en enero.»
(De los periódicos)

Es importante porque, en principio, treinta mil jóvenes se deciden a ser profesionales del estudio durante unos años. Y como la vida de por sí es seria —profundamente seria a despecho de cualquier apreciación frívola— hay casi la obligación de pensar (o por lo menos de suponer) que esos treinta mil estudiantes tienen la próxima intención de «hincar los codos». Es nuestro punto de vista y nuestro deseo de padres. Ya se sabe: los consejos, las advertencias, la ilusión y los temores de última hora. Cuando un hijo va a cursar estudios superiores, decimos que se va a la Universidad. Como si se escapase de algún modo. Y es que sale hasta cierto punto del «hinterland», de la influencia familiar. Cambia de vida y empieza a tomar una posesión consciente de sí mismo. ¿Va a dimitir en él definitivamente el niño? Porque siempre en cada hijo añoramos al chiquillo. Cuando estudia el bachillerato es fácil advertir todavía en el hijo la marca del niño, aunque cada día un tanto más borrosa. Pero cuando se marcha, cuando se va a la Universidad, es cuando de verdad él se siente persona. Y esto es bueno y a nosotros y a él nos congratula e incluso nos emociona. Hasta ayer nos hemos sentido exclusivamente autores de nuestro hijo y, como autoridad viene de autor, él ha jugado en nuestro campo y nada más que en nuestro campo. Sí; nos da alegría de que nuestro hijo haya terminado su trayecto en la vía estrecha de la Enseñanza Media e inicie su itinerario de vía ancha. Pero ahí está la cuestión; de momento nos acomete el temor del cambio y sabemos que, trocada la vía, se impone el cambio de vagones. Y esto, esto, es lo que duele. No le sirve el traje o el abrigo del año anterior a nuestro hijo. Es muy natural. Pero, ¿nos resignamos de igual conformidad con que se le quedan estrechos los usos, las costumbres e incluso los juegos de hace seis meses? El universitario va a calzar ideas de adulto, preocupaciones de adulto, pasiones y emociones de adulto, zozobras de adulto. ¿Tiene de verdad el alma ya hecha para estas cosas? ¡Pero si ayer, ayer nada más, era nuestro niño...! Así es que ahí van, niño; ahí van, hijo mío; ahí van, joven, los consejos, los avisos, las admoniciones y las cautelas:

—Mira, que te lo dice tu padre que tiene mucha experiencia. ¿De verdad vas a tener mucho cuidado?

El cuidado que recomendamos y que urgimos al flamante universitario es de espectro muy ancho; debe alcanzarlo todo, referirse a mil aspectos distintos. Cuidado —le decimos— con el tiempo. Claro está; eso es lo primero: no debe perder el tiempo. Pero además ha de cuidar la ganancia en muchas cosas. En el fortalecimiento físico y moral. (¡Qué seas un hombre de verdad, hombre!) Y cuidado con la salud. Y con los amigos. Y con las amigas. Y con tu horario. (¿Cuántas horas vas a estudiar cada día?) Y con tus diversiones. (Tú, los fines de semana, pásalo bien; pero tranquilo, ¿sabes?) Y con lo que comes. Y con lo que bebes. Y... con el ambiente. (¿A qué llamas «ambiente universitario», hijo mío? No vayas a confundir el rábano con las hojas. Tu vas a la Universidad a estudiar, ¿no es eso? Supongo que lo sabes. ¡A estudiar y déjate de pamplinas!)

Y él, nuestro hijo, ante nuestros consejos, ante nuestras advertencias, ante nuestros temores, sonríe. Va a jugar en campo ajeno, inaugura carrera, es decir nueva vía y nuevos vagones. Nos tranquiliza.

—Mira, papa...

Casi no le dejamos hablar. En su gesto advertimos una especie de seguridad que hasta hoy no le hemos visto. Y sus explicaciones, sus conceptos, tienen ya un dibujo. ¿Se ha acabado en él el niño? Esto es bueno, Señor, pensamos. Pero, Señor, esto...

Sí; evidentemente nos desazona su seguridad en sí mismo, recién inaugurada. Nos tienta el pesimismo: ¿va a ser válida esa seguridad o se va a desmoronar al primer embate? Y en seguida vemos peligros, peligros, peligros... Luego deseamos ponernos a tono y vemos logros, logros. Logros maduros en una lejanía. Y lo contemplamos ya —para dentro de unos años— médico, profesor, investigador, economista. Y lo vemos con su bata blanca, o lo vemos en su despacho, rodeado de secretarios.

Se va, se va a la Universidad. Él está contento. Nosotros los padres, igual. Él tiene sus proyectos. Nosotros nuestros temores. Él se lleva su ilusión. Nos quedamos nosotros con nuestra experiencia. Una novia, todavía ignota, le sonríe. Nosotros recordamos su sonrisa de hace siete años cuando ingresó en el Instituto, su sonrisa de hace un año cuando nos contó su último gol en el colegio... Hasta, ¡hay que ver que tontos somos!, recordamos su sonrisa de bebé de hace quince años, dieciséis años...

—Pero, padre, ¡qué terco eres! A ver si todavía no me conoces.

Lo dice con una chispa de emoción, pero dentro le bulle el contento. Va a tomar posesión del hombre. Es plena mañana para él. Y, ¡qué le va uno a hacer! A uno, le sonlloran dentro no sé qué melancolías. ¿Está atardeciendo?

—Bueno, hijo mía, pero ya lo sabes, ¿eh? No lo olvides. ¿Lo vas a olvidar?

Lo sabe. Lo sabe y no lo olvida. ¿Qué sabe? ¿Qué no olvida? Mete en la maleta los libros, la ropa, los consejos. Va a tener cuidado, mucho cuidado con los libros, con la salud, con los amigos y con los consejos. Nos lo asegura y nos lo creemos. Pero se va, se va a la Universidad.

Y mamá, con la voz un poquitín quebrada, exclama:

—Esto es como empezar a perderlo...

Entonces, uno, con la voz entera, muy entera, muy firme, le sonríe a mamá y le dice:

—¡Bueno, mujer, bueno! ¡Qué cosas dices...! ¡Todo va a ser para bien!

(JAÉN, 5 de enero de 1974)

domingo, 6 de enero de 2013

LOS REYES MAGOS





Los Reyes Magos son... un humo de sueños que de pronto cristaliza y esculpe en realidades tangibles la áurea efusión de las ilusiones.

Vienen guiados por una estrella, pero ellos mismos son luz. Van a adorar a un niño; pero ellos mismos alojan en su alma de reyes un alma de niño. Melchor, Gaspar, Baltasar, ¿cuál es vuestro premio? En Belén, hace dos mil años, el Hijo de María puso encima de los recamados de vuestros mantos reales la máxima condecoración. Os nombró mantenedores perpetuos de la clara ingenuidad de los niños de todos los siglos. Os distinguió, Embajadores eternos, imprescriptibles, de una alegría sin mancha: de una alegría que cada año deposita su semilla en los corazones que no conocen la sombra.

Niños, esperad; los Reyes ya llegan. Parece mentira, pero ya casi están aquí. Vestid de limpio vuestras vidas para recibirlos. Acoged la espléndida cabalgata con ese júbilo de que solo vosotros sois capaces. Ellos os traen un regalo y un Mensaje. Un juguete y un recado —amoroso recado— del Niño de Belén.

(FAMILIA, Núm. 2, diciembre de 1957)

martes, 1 de enero de 2013

FELIZ AÑO NUEVO




La fiesta centrífuga.—

Nadie, en España, puede quitar a nadie la barata presunción de que pertenece a un «sufrido Cuerpo». Basta, a veces, cobrar un sueldo del Estado para pertenecer a un sufrido Cuerpo. O un sueldo de la Provincia. O un sueldo del Municipio. Ya se sabe que existen entre los hombres, y en todo el haz de la Tierra, vanidades muy económicas. Una de ellas, la de tener un soberbio resfriado. La de tener una heridita —con su vendaje y todo— en la muñeca, es otra. La de estar todo el santo día atareado y no disponer ni de un minuto de tiempo libre, no es la menor. Los humanos ostentamos —porque algo hay que ostentar siempre— nuestras deficiencias, nuestras limitaciones, como un honor. He aquí, pues, a los miembros de los «honrados y sufridos Cuerpos» (y el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra), exhibiendo a todas horas, en conversaciones, en duelos, en bautizos, en bodas, en todos los actos que componen la gama de las relaciones sociales; he aquí a los ciudadanos de los honrados y sufridos cuerpos, alardeando de su «callada, perseverante y mal retribuida labor». ¿Quién no es miembro —directa o indirectamente— del «sufrido cuerpo del Ejército», del «sufrido cuerpo del Magisterio», del «sufrido cuerpo de la Magistratura» o del «sufrido cuerpo de la Administración Local»?

Pero por Navidades y Año Nuevo —nadie puede negarlo— el sufrido Cuerpo por antonomasia, es el de Correos y Telégrafos. Ya cuando se inicia Diciembre, cuando va a llegar la Purísima, el Cuerpo prepara el parche ante la proximidad inaplazable del grano; ya, entonces, se formula la sana advertencia: Hay que depositar en los buzones las felicitaciones de pascuas, para evitar toda clase de embotellamientos, alrededor del quince de diciembre o cosa así. ¡Ojo! De no hacerse de esta manera, los vagones furgonetas de los correos harán descarrilar el tren por exceso de «chritsmas», y los pulmones de acero de los carteros, naufragarán por exceso de silbato.

Por eso, el 17 de Diciembre, había uno recibido ya el noventa y ocho por ciento de las felicitaciones de pascuas que tenía que recibir, y haya uno cursado ya, el 20 de Diciembre, el cien por cien de los plácemes de año nuevo que se consideraba obligado a dirigir.

Nadie, en absoluto, se acordó de felicitarnos las pascuas el día 25 de Diciembre. Este día —nada más— nos trajo el correo, esa cosa tan prosaica que se llama «reembolso». Realmente, ¿qué quedaba de la Navidad cuando amaneció el día de Navidad? Los «critsmas» estaban más que trasnochados, la lotería había pasado, estaba liquidada la paga extraordinaria... Parecía hasta una mañana de día laborable, porque como también la Misa había sido la noche anterior... Fue un día vacío y hastiado que vine después de la Noche-Buena. Un día en que casi resultaba elegante rechazar la bandejita de los polvorones, con un gesto displicente de úlcera de estómago. Porque también, el día 25 de Diciembre, tiene su «aquel» la vanidad de poder decir:

—No, por Dios, doña Pepa; a mí, bicarbonato.

Hay fiestas fijas, fiestas movibles y fiestas centrífugas. La Navidad, pertenece a la última especie.

Las «razzias» navideñas.—

—Entre la peste aviar y la Nochebuena... —podría quejarse la gallina, sino fuese tan tonta.

Y el pavo, le daría la razón, sino fuese tan «pavo». Porque la Noche-Buena, es la Noche Triste del pavo.

¿Por qué esta elección, este favoritismo, en «beneficio» de los «bichos de pico», cuando llega la cena de Navidad?

La «razzia» de los pavos, no levanta protestas ni en la Sociedad Protectora de Animales. Porque es una «razzia» con infinidad de intereses creados... Sería interesante el «punto de vista» del pavo al llegar estos días:

—¡Es un asco esta sensualidad de ese ser llamado hombre! Desdeña lo de llamarse «animal» como nosotros —pensaría el pavo si pensase— y, sin embargo, del animalísimo acto de comer, hace el centro de todas sus expansiones espirituales. No es capaz de «celebrar» nada, si no existe una comilona de por medio. Si no tuviese a todas horas animales que comer, ¿qué sería de él? Y, ¿qué sería de su cena navideña sin mí? Hasta de sus motivos religiosos, saca partida para llenar su estómago. ¡Qué animal!

Enero.—

¡Enero, enero... tienes nombre de cuesta! Pero es la «fama», ¿verdad? Tal como se ha puesto la vida, cualquier mes —el mismísimo Mayo florido y hermoso— es un Himalaya. La vida es un alpinismo en el que nunca falta el «picacho de cada día».

Lo que sucede, Enero, es que tienes que soportar de los hombres, de todos, la abrupta filosofía del «después» de la fiesta. eres un Lunes a grande escala; un lunes que dura toda una luna. Sobre tu faz escupen todos los oficinistas el malhumor de las nueve y media de la mañana, y todos los profesores encaran contigo su desgana de la primera clase, y...

Lo que sucede es que cuando pasa Reyes; cuando Enero, sin orla de pascuas, se presenta mondo y lirondo, es cuando hay que hacer efectiva aquella alegre promesa de «año nuevo, vida nueva», formulada entre sorbos de licor, en la Noche-Vieja, con varios días de fiesta por delante.

Enero, como el pavo, también puede tener su punto de vista. La Navidad, tal como la entienden los hombres —dice Enero—, es una fiesta bonachona y fofa: una fiesta sin nervio, sin acento; un lugar común de la sensibilidad; un tópico de la felicidad. La Navidad, tal como la entienden los hombres, carece de todo dramatismo cuando su conmemoración, precisamente, implica el más radical dramatismo de la Historia. La Navidad se ha aburguesado tanto entre la lotería, el turrón, la paga extraordinaria, las vacaciones y los cinco duros cedidos en un «alarde de generosidad» a los pobrecitos, que toda ella se ha vuelto sebo untuoso, sin hueso y sin fibra: sin verdad ninguna dentro. La Navidad, tal como la entienden los hombres, es un pastel hueco. Yo —concluye Enero— represento mejor a la realidad; yo no ofrezco facilones encantos a la gente. Por eso han inventado lo de la «cuesta».

Los Reyes motorizados.—

¡Ya es un fastidio tanto camello! ¡Teniendo las «vespas» al alcance de la mano!

El anacronismo de los Reyes Magos de Oriente, es bien manifiesto. Si no fuese porque son magos, ¿cómo en una noche iban a poder atender a los chiquillos de los dos hemisferios?

Pero no es fácil convencer a unos hombres tan «tradicionales» como Melchor, Gaspar y Baltasar. Como no se encargue de ello una agencia de publicidad de esas que patrocinan emisiones futbolísticas...

¿En qué higuera están ellos, los Reyes de Oriente? Ahora, a los chiquillos se les importa una higa los camellos, esa es la verdad. Si Melchor, Gaspar y Baltasar no pueden ya, por su edad, ser futbolistas —que es lo que únicamente les haría admirables a los ojos de los chiquillos— que sean, al menos, campeones motorizados. Ellos, para despertar admiraciones férvidas, emplean los conocidos sistemas antiguos: ellos son buenos, sabios, prodigiosos, sencillos. Pero si no disponen de un «motor», ¿cómo podrán convencer a nadie? Si no avasallan con su estrépito la calma ciudadana, si no se erigen en el pedestal del sillín, no dejarán de ser unos pobres hombres con corona y barbas.

Los tiempos cambian. Hay que renovarse. Renovarse —ya se sabe— trae consigo muchas renuncias. Si los Reyes absolutos de antaño han renunciado a su omnímodo poderío, si para subsistir en Suecia o en Inglaterra, se han visto precisados, por ejemplo, a confiar la carga legislativa sobre las espaldas, relevantes y revelantes, de los parlamentarios, ¿por qué no van a modernizarse también los Reyes Magos? ¿Por qué no renunciar al camello, y depositar sus tesoros de ilusión, cargados de juguetes, sobre las «anchas espaldas» del motor?

Alguien tendrá que escribir una carta a los Reyes Magos, diciéndoles todo eso. A ver si se enmiendan para el año que viene.

ANSELMO DE ESPONERA

(Revista VBEDA, Año 6, Núm. 72, diciembre de 1955)