A veces, cuesta trabajo creer y, precisamente, por exceso de credulidad. Ser creyente es una cosa y ser crédulo es, quizás, todo lo contrario. La miopía crédula atenta a las cosas pequeñas, a las medias verdades, al aparato externo y fenoménico de los sucesos circundantes, tapa o impide la creencia de largo alcance que tiende su arco valiente por encima de lo inmediato; de lo que a causa de un interés próximo, o de una pereza, o de una pasión mal orientada, capta nuestra mente de tal forma que sus formas se deforman y se perturba la lógica en atrofias e hipertrofias que extinguen su natural función.
Es curioso que bastantes jóvenes hoy comienzan el curso de su afianzamiento intelectual o vital por perder la fe religiosa. Pero, en la mayoría de los casos, no es que pierdan su concepto, su intuición o su sentimiento de Dios. Es que, al primer envite, lo arrojan como un lastre. Por creer con exceso o incondicionalmente en las teorías de un libro que acabe de entusiasmarles o en la lección de un maestro que se propuso atraerles, o en la personalidad de un líder que quiso imantarles, ponen en suspenso el funcionamiento de su propia razón e inhiben la puesta en marcha de sus mecanismos de defensa. Están tiernos, muy tiernos, para creérselo todo, para aceptar cuanto a ellos arriba con vistoso reclamo de novedad, de color, de fuerza aparente. Y como se lo creen —su credulidad llega en ocasiones a tragarse de una sentada a todo Freud, o a todo Marx o a todo Nietzsche— no les queda sitio para la genuina fe. Se emborracharon de vino ocasional y ya no pueden probar el auténtico vino generoso.
—No necesito de Dios, no lo echo de menos, vivo perfectamente sin Él —me ha dicho una bella muchacha quinceañera, a la que veo muy contenta, restallante de satisfacción a causa de sus ojos, de su negra cabellera, de su talle elástico y del elemental y sintético juego de pensamientos resumidos (muy resumidos) que bulle detrás de su frente.
—Pero mire usted —ratifica con tono que quería ser juguetón un segundista de B.U.P., con brazalete de no sé qué y con argumentos de no sé cuando—, si existe Dios, que yo no tengo por qué saberlo, lo indudable es que está ya muy viejecito. La genética, la bioquímica, Sartre, la Cibernética y el arte moderno, han firmado de común acuerdo su definitiva jubilación.
A ella y a él les pregunto por qué creen tan incondicional y tan exclusivamente en ellos mismos y me dicen que es lo único de que verdaderamente disponen. Yo les insisto y trato de inculcarles la sospecha de si todo no obedece sino a la ingenuidad de querer tomar posesión de sí mismo y del mundo apenas llegados, con las solas armas de una candidez infinita. Sonrío —levemente sonrío— cuando me dicen que el arte es ya otra cosa, y que ya es otra cosa la Cultura, y otra la moral, y otra el hombre. Les arguyo cómo es improcedente creer en todas las cosas cuyo único mérito es el no haber empezado todavía, desechando en cambio todas aquellas cuyo único defecto es el de mantenerse aún en pie. Les digo que una fe no puede asentarse sin raíces, ni el mundo rueda por permisión de los cantantes de moda, ni es viable sustituir el hueco de un dogma religioso que se intenta extirpar, con el último «slogan» del Partido. Les recuerdo que no queda otro remedio sino creer en los astrólogos cuando ha dejado de creerse en la Providencia, y en el absurdo cuando se ha apagado con agua sucia de las letrinas el íntimo fuego —apelación última— del Misterio. Deseo hacerles visible la ridiculez y hasta la cursilería que late tras el cartón pintado de ciertas admiraciones inconcebibles...; quiero apercibirles contra los nuevos mitos..., contra el «terrorismo intelectual», ya denunciado de silenciar cuantos valores, figuras, verdades y obras se pretende desprestigiar endosándoles el sambenito de «convencionales», de «tradicionales», de «burguesas», de «noñas» o de «inauténticas». Por el sólo hecho de no conformarse con los patrones respectivos de improvisación, de ruptura, de intemperancia, de destape o de cinismo que caracteriza a ciertas aptitudes que, so pretexto de sinceras, ofrecen todos los síntomas de una descomposición y de un agusanamiento.
Ella y él, después de oírme se sorprenden un poco porque quizás creían que nadie está de verdad convencido de estas cosas «antiguas» —Dios y la moral cristiana, por ejemplo— que yo sostengo llevado de un impulso sincerísimo. Como ven en mi casi un entusiasmo por ellas, dejan por un momento su gesto escéptico. Y entonces yo les agradezco esta sinceridad y este respeto a que, al menos de momento, les han movido mis palabras.
Me supongo que, enseguida, van a reaccionar de su provisional seriedad y van ellos a su vez a intentar convencerme. Pero van a tener que usar de otros argumentos. Ya saben que uno es todo lo contrario que un crédulo. Ya sabe que uno es un creyente. La fe, ¿cómo va a parecerse en nada a un «trágala»?
(IDEAL, 11 de enero de 1978)
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