Días pasados aparecía en este periódico la esquela mortuoria de Juan de Dios Peñas Bellón. Todos cuantos conocíamos a este hombre ejemplar, especialmente los que tuvimos el privilegio de penetrar en su intimidad, sabemos qué difícil va a resultar el consuelo ante su pérdida. Era —hay que decir esto sin el menor asomo de retórica, sin énfasis de ninguna clase— un ubetense excepcional. Consagrado a su profesión, médico meritísimo que cada día incrementó con renovada inquietud sus conocimientos y su técnica, acertó siempre a unir sus actividades específicas con una atención perseverante a los grandes temas del espíritu y la Cultura. Humanista en la mejor acepción de la palabra, poeta de la mejor estirpe, escritor límpido, conversador excelente, había llegado a una plenitud armoniosa de sus facultades y la serenidad como aura —diríamos como un premio— nimbaba su actitud, su palabra, sus gestos, su sonrisa. Yo sé que su consultorio médico era, al mismo tiempo, un consultorio espiritual. La exquisita sensibilidad, la inteligencia clarísima, la bondad irradiante de Juan de Dios Peñas envolvían —repito— a los que teníamos el honor de ser especiales amigos suyos, de una especie de sentimiento de seguridad. Porque su razones calmaban, curaban cualquier desorden, y un estímulo para la superación nacía al contacto de sus palabras.
No encontró Juan de Dios Peñas demasiadas facilidades en sus comienzos. Fue él, con su personalísimo esfuerzo, quien forjó, en lucha constante, su personalidad y su puesto destacado. Pronto a sus triunfos profesionales se unieron sus triunfos poéticos y literarios. Desde 1929, los galardones poéticos se sucedieron. Formó parte siempre de esa «minoría» ubetense que sabe, a despecho de Dios sabe cuántas incomprensiones, mantener la llama limpia del pensamiento y de la idea. De tal manera que todos cuantos más o menos tangencialmente sentimos la caricia o el flagelo de lo espiritual, hemos acudido a él como a auténtico maestro. ¿Cómo vamos a ser tan desagradecidos que no lo proclamemos así?
Era un hombre que sabía tener aficiones y que las mantenía sin cuadricular. Yo recuerdo en estos momentos su devoción por dos estilos de arte tan diferentes como el de Antonio Machado y el de... Luis Miguel Dominguín. Yo le admiraba profundamente porque sabía captar, al par, la belleza de un gol —también le gustaba el fútbol— y la belleza de una estrofa de San Juan de la Cruz. Y es que tenía una aptitud maravillosa para aquilatar y acertaba, en todo momento, a quedarse con lo limpio, con lo alto, con lo sublime que en cada cosa existe. Porque él sabía mondar cualquier verdad de la vulgaridad envolvente. Y, así, nunca fue un fanático, ni un gritador. Al contrario, ante lo desagradable, ante lo que repugnaba a su naturaleza depurada, esgrimía, nada más, su silencio. Su silencio a veces tan elocuente. Y tan acusador en tantas ocasiones.
Dios ha acogido su alma. He aquí un cristiano sin falsilla cuya muerte impregnada de fortaleza, lúcidamente aceptada, acaba de constituir una lección. La última, inolvidable lección de este hombre que no se propuso nunca enseñar nada, pero cuya vida entera constituye un clarísimo, imborrable testimonio.
(JAÉN, 10 de febrero de 1966)
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