BLOG SOBRE JUAN PASQUAU - PERIÓDICO INTEMPORAL



PERIÓDICO INTEMPORAL DEDICADO A JUAN PASQUAU

Para que vuelvan a acercarse a la obra del escritor ubetense quienes tuvieron la suerte de conocerlo, para que lo descubran quienes no lo conocieron, para que todos crezcan en permanente conversación con sus escritos y su pensamiento.

domingo, 30 de octubre de 2011

LA FUENTE DE “EL CLARO”. —





Pero existen otras fuentes recoletas, como esta del “Claro de San Isidoro”. Fuentes para descansar, mientras el agua canta.

Junto a la fuente, muy cerca, la Iglesia. Esta fuente ve pasar todas las mañanas a las piadosas viejas enlutadas. Y a las niñas devotas que llevan su delantal blanco y el velo —de sus madres— largo, largo. Y a las jovencitas en edad de merecer, a quienes el sueño ingrávido del amor no se les ha concretado del todo aún y fluye —y buye— “en el pecho de cristal”.

Dice la fuente a las viejas enlutadas que entran a la iglesia a pedir al Señor un año más de vida:

—¡Todavía, no; todavía no te morirás!

Y a las jovencitas:

—¡Pronto; pronto te casarás!

Y las campanas, mientras: ¡Talán... talán... tilín... talán!

(BIOGRAFÍA DE ÚBEDA)

viernes, 28 de octubre de 2011

EL PORVENIR DE LAS LETRAS





Primero fueron las Armas y las Letras: esto es, de un lado, la guerra y, de otro, la Cultura. A cualquier hombre, en trance de elegir carrera, se presentaba esta opción verdaderamente poco complicada. O se servía para una cosa o para otra. Casi no había términos medios. Y casi nunca —el doncel de Sigüenza, claro, puede ser una excepción— se servía para las dos cosas.

El Renacimiento, complicó las cosas. Secularizada la cultura, sus predios, antes dedicados en gran parte al monocultivo teológico se diversificaron prodigiosamente. Y surgieron «las ramas del saber». Porque antes, el saber era indiferenciado, casi enorme y casi confuso. Fue el Renacimiento quien hizo la «división del trabajo» del saber. Y entonces, a la antinomia entre las Armas y las Letras, sucedió la oposición entre las Ciencias y las Letras. (Con la conversión del guerrero en militar —que diría Ortega— el oficio de las armas empezó, al fin y al cabo, a ser un oficio letrado; ya las armas, no eran, pues, algo distinto a la cultura: ya estaban dentro de ella.)

Pero es obvio, el Renacimiento que adopta un matiz marcadamente humanístico, el Renacimiento que si se estudia superficialmente no es sino un inusitado florecer de las artes y las letras, tiene sin embargo, en su raíz profunda, una significación eminentemente científica. Hasta el punto que la veloz carrera de la Ciencia arranca de él. No sé si sería acertada la expresión de que el Renacimiento fue una meta de las letras y una catapulta de las ciencias ya que lo que, después, vino en el campo humanístico careció sustancialmente de novedad mientras el campo de la Ciencia se agrandaba increíblemente. El empirismo que es, naturalmente, el método idóneo para las ciencias experimentales, servía bastante menos para las ciencias del espíritu. El Renacimiento —viene a decir Bergson— fue un cambio de vía de la Cultura. El humanismo fue cediendo el paso a la Técnica y la Civilización al Progreso.

No quiere decir esto que las disciplinas del espíritu no hayan seguido floreciendo después del Renacimiento. Lo que sucede es que... han fructificado poco. El hombre medio de hoy —por ejemplo— lee más que el de otras épocas, pero su carácter permanece más bien impermeable a las sugerencias filosóficas, éticas o estéticas. La cultura literaria y, en un sentido más amplio, el humanismo, no está en el ambiente. No se viven las preocupaciones de orden puramente humano, aunque, profusamente, se las cite o se las exponga. En todo caso se «profesa» la cultura; rara vez se la ama.

En el tiempo nuestro, peligrosamente sojuzgado por la Técnica, a la cultura humanística se ofrece un porvenir precario. La Ciencia se salva porque, al fin y al cabo, es la premisa indispensable de la Técnica si bien es verdad que, por sí misma, va importando poco a las gentes y, lo que es peor, a los estudiantes. Es sintomático que los estudiantes de ahora al terminar el bachillerato, rara vez muestran apetencias específicamente culturales. Siempre ha habido un contingente de estudiantes hacia las carreras o profesiones que «dan dinero»; es natural. Pero hasta hace poco, la vocación personal de cada uno era, sin embargo, un factor todavía decisivo en el momento de la elección: se estudiaban ciencias o letra con vistas al brillante porvenir, sí, pero, al mismo tiempo, teniendo en cuenta la disposición personal que cualquier «profesión liberal» exige... Es sintomático el enorme incremento actual de las Escuelas Especiales, de los peritajes, de los técnicos de cualquier índole. Es sintomático que, dentro de la Universidad, las facultades de Filosofía y Letras empiecen a nutrirse de señoritas casi exclusivamente. ¿Qué porvenir aguarda a las Letras? ¿Qué va a ser del Humanismo? En el año dos mil, ciertamente, seguirá habiendo filósofos, literatos y artistas. Pero sospechamos, vagamente, que en el año dos mil el Arte, la Literatura, la Filosofía van a ser, para la Humanidad, nada más un bello pasatiempo: van a dejar de influir positivamente en una Sociedad totalmente intervenida por la Técnica. Si Dios no lo remedia.

(VBEDA, Año 8, Núm. 92, septiembre/octubre de 1957)

jueves, 27 de octubre de 2011

POSIBILIDADES PARA LA CARIÁTIDE





¿Pesa de verdad mucho la vida? Es cosa en que se insiste cada día. Al menos, desde que hizo de la angustia una categoría filosófica, teatro, arte, cine, novela (salvo evasivas excepciones), tratan de inculcar en el hombre normal la sensación de que la existencia es algo así como el soporte de innumerables presiones insoportables. Y el pequeño o grande drama de cada uno se acentúa miméticamente en un ambiente —a veces real y a veces pintado— empeñado en hacer más oscuro a lo oscuro. Como aquel señor de «Mingote» enlutado, que pedía un detergente que lavase negro, más negro.

Preferible sería disimular el peso con la gracia, como las airosas cariátides de estirpe helénica que repiten su gesto y su postura, su serenidad, su fuerza sin grito en los edificios y templos renacentistas. Infunde su contemplación una reciedumbre —que es a la par dulcedumbre— frente a la pesadumbre. Porque la pesadumbre se adelanta a menudo al peso, para más dramatizar el drama. ¿No se peraltan entonces inútilmente, inelegantemente, el dolor o la fatiga, algo que siempre será mejor y más sabio ocultar? Elogiaba don Eugenio d’Ors el buen estilo del trabajo púdico frente al estentóreo alarde de esos hombres siempre a vueltas con «su trabajo». De su trabajo vienen. A su trabajo van. Sí, pero ¿por qué no, señor mío, con diafanidad, con intersticios para la sonrisa? De la misma manera el dolor, que amaga agobios, puede —debe— recibirse con limpia, elástica postura. Apostura. Ánimo en el ánimo. Jung da a entender que el «yo», flotante en el «ego» —«No pasa nada un día en el que usted no descubra que es más yo de lo que se creía»—, surge del ánimo, del valor que seamos capaces de incrustar en el alma, más bien pasiva, receptiva. El «yo» es como un empuje vertical del «ánimo» que contrapesa el deslizante derrumbe lento del «ánima» sojuzgada de influencias. Animo en el ánima. Es lo que parece insinuar la cariátide. Como si ahilase gravitaciones y elevase anhelos apeando el duro énfasis aplastante de la piedra. Semejantemente, podríamos nosotros entendernos consigo mismos con los otros, con el mundo, con las cosas. ¿O no? He leído en un eminente psiquiatra que el «el hombre actual no posee medios para lograr un equilibrio entre su yo y su medio» y que así «su conflicto dialéctico es doble: interno y externo». Explica cómo por esta causa el 70 por 100 de los hombres de nuestro tiempo sufren un proceso neurótico que, aunque en los españoles se reduce globalmente a un 10 por 100, alcanza a un 43 por 100 en las grandes ciudades. Puede que los números engañen o exageren; pero es cierto —casi cierto— que todos nos quejamos de soportar más peso del que nos corresponde... y que ello motiva transtornos psíquicos cuya frecuencia aumenta. Sin embargo, ¿no nos quejamos en mucha parte por afición? ¿No podríamos disminuir el peso per cápita vigorizando, galvanizando las fuerzas interiores —desde la Gracia a la gracia, desde la abnegación a la sonrisa, desde el amor a la cortesía—, fuerzas capaces de suavizar el horror, de adelgazar la cintura de la tragedia, de compensar la obsesión angustiosa mediante la viva salud espontánea de la reflexión optimista?

Y se preguntará: ¿a dónde vamos por el optimismo? ¿Se da, se vende, se negocia? ¿Se encuentra sin buscarlo, o se busca y no se encuentra? ¿Surge nada más que por un juego de aptitudes naturales? Decía André Gide que Charlot «es el hombre que tiene la virtud de ponerse de acuerdo con todo el mundo». Quizá de esta actitud nazca el optimismo en bastantes casos. Para otros se necesita la contribución de una ayuda más alta. Donde hay acuerdo con Dios, ya las demás armonías resultan más fáciles y el acuerdo con el contexto arquitectónico que postula la cariátide es lección trasladable al hombre y su circunstancia. De cualquier forma, para que el peso sea menor habrá que salir de este laberinto ideológico —y también fáctico— de una cultura que renuncia a arquitecturarse, a organizarse, y que acumula «trozos formados de trozos» —conceptos, inventos, proyectos, nostalgias y adivinaciones—, todo sin cúpula, sin clave, perdida la ilusión de la unidad.

Es significativa, a este respecto, la lamentación de Jean Cassou. Se duele de la abolición en arte de lo lineal, en música de la melodía y en literatura de la narración. Triunfa la idea de un mundo discontinuo. Ausentes las coherencias tonales «hay una inclinación de la música a confiarse en el ruido», como puede decir Cassou en la introducción al catálogo de la Exposición del Cubismo en el Museo Nacional de Arte Moderno. Igualmente, la narrativa adolece del prurito de confundir al lector con sus complejos montajes. (Así Vargas Llosa con sus diálogos simultáneos de Conversaciones en la catedral.) Hasta aquí todo se presta a la opinión e incluso al elogio. Lo penoso —piensa uno— comienza cuando filosofía y vida pierden también su línea —la línea— y se ponen a inventar la nueva lógica y el mundo nuevo. Se ha gloriado la pintura por sus últimas realizaciones expresivistas y abstractas de alcanzar su «definitiva victoria sobre la realidad»; pero no son estas tácticas transferibles a campos en los cuales el éxito es improbable. Como cuando —por ejemplo— el estructuralismo «salido de madre», desbordado de su cauce y olvidados sus modestos orígenes lingüísticos hasta hacer profesión filosófica, nos viene a decir, poco más o menos, que cree en la tela sin creer apenas en la araña. Se casa el estructuralismo un día, para divorciarse al siguente, con el marxismo que, sin fe en Dios, descubre un paraíso a cien o doscientos años vista. Si bien, para desechar cualquier esperanza, están las apelaciones a un freudismo a ultranza. ¿Para qué? Para dragar con su sonda el subconsciente y así embarrar el rostro del hombre que antes nada más se creía pecador y ya más acaba en monstruo. Pero, en otra orilla, Bultman y sus adeptos intentan el consuelo con su «salvífica» devoción (?) a un Cristo en la niebla, hecho de niebla, para la niebla. Y llaman desmitificación a esto. Desmitificación para la «autentificación».

¿Fragmentos de verdad? Aluvión de verdades rotas. Mundo discontinuo, deshecho que después de abominar de la razón no quiere volver al misterio. Claro que pesa mucho un mundo así. Pero no es que el mundo sea así. Es que hay —en no pocos filósofos, artistas, dramaturgos, poetas y falsos profetas— la obsesión por un mundo así. Pero la gente corriente no es así. Y por eso quedan motivos para el optimismo. Y posibilidades para la cariátide.

(ABC, 19 de octubre de 1975)

(Fotografía: Rafa Markos)

lunes, 24 de octubre de 2011

EXPERIENCIA





En una novela leída ahora de Mercedes Salisachs, un muchacho dice enfadado: «Todos tenemos derecho a la experiencia». Tiene razón, pero es que cada cosa llega a su tiempo. No se puede ser bisoño y veterano a la par. Cada estado de la vida tiene sus ventajas y, por eso, cualquiera tiene derecho a la primavera y, también, al otoño, pero sucesivamente. Lo costoso, casi lo imposible de conseguir, es un otoño en primavera. Vivir con ilusiones frescas es bueno. Vivir con sapiencia madura es, igualmente, estimable. No obstante las flores son para olerlas y las manzanas o las granadas son más bien para comerlas. Se tiene —todo el mundo tiene— derecho a la experiencia, pero hay que esperar. El jovencito de la novela, estupendo proclamador de «todos» los derechos humanos, considera una especie de injusticia la ventaja de su padre de haber vivido ya bastantes años. ¿Qué es mejor? No es mejor o peor nada. Todo es bueno o malo nada más. Querer que las cosas, además de buenas, sean mejores que las de al lado, que, además, de malas, sean peores es mucho ambicionar. También en política los centristas puros desean ser a la par de derechas y de izquierdas. Es decir, desean más que llevar razón, tener mejores razones que la derecha y mejores que la izquierda... Bien; es bueno que las dos manos (la derecha y la izquierda), colaboren en el trabajo. Pero la naturaleza sería absurda dotándonos de una mano intermedia.

Claro que hay dos clases de experiencias —volviendo a la experiencia—, la personal y la impersonal. Por ejemplo, los conocimientos que nos da la ciencia, e incluso la misma historia, son experiencia acumulada o almacenada de la que cualquiera puede hacer uso cuando quiera. Así hay mucha gente que conoce —como dice Amiel— sin haber apenas vivido. En la juventud se da mucho esto. En ocasiones también aún sin llegar a la juventud se dan niños prodigio, más bien niños de barraca de feria, niños monstruosos, que se lo saben todo. Se apresuran a encerrar en sus graneros toda la geografía, toda la física y toda el álgebra. Es un peligro para cuando sean un poquito mayorcitos. Van a alcanzar la edad de adultos, o de semi-adultos, creyendo que no sólo han llegado a todas partes sino que de todas partes vuelven. Pero tanta instrucción les ha impedido a lo mejor incoar el atestado del propio conocimiento. No han tenido tiempo, a fuerza de enterarse de todo, de informarse de quiénes son. Carecen en suma de la experiencia personal. Los libros y los profesores, y lo que ven, y lo que oyen, les ha puesto en condiciones de tomar el pulso —vamos a ser un poquito exagerados— a la filosofía de nuestro tiempo. Pero, ¿saben el número, el ritmo y la cantidad de sus propias pulsaciones?

Es un problema todo eso de la cultura. Abundan, hoy más que nunca, no me canso de repetirlo, los «beatos de la cultura». Los que creen que con pomaditas y baños y recetas de ciencia nueva o vieja, se remedian todos los males del mundo. Los beatos de la Cultura, se rasgan las vestiduras cuando se encuentran con un señor que escribe beso con uve u horno sin hache. También se escandalizan cuando se encuentran con un panadero que no sabe quien era Arquímedes. O un ingeniero que confiesa que no le gusta Shakespeare. Todo eso es lamentable, pero no para tanto. Quizás lo fundamental es que todo el mundo acierte con la sonrisa a tiempo.

Yo creo que hoy abundan las gentes con mucha ciencia y poquísima educación. Que han adquirido la experiencia de la vida en el ambiente lleno de miasmas impersonales y no en las raíces de su propio y exclusivo crecimiento. Yo creo que hay que pretender Sabiduría, Prudencia, Discreción, Bondad. Pero para todas esas sabidurías no se necesita ser muy sabio.

Cuando se tiene verdadera experiencia, entusiasma mucho más la charla de café amistoso que el simposio sobre cibernética. Y más la alegría dorada de melancolías que el urgente y avasallante placer. Y más la belleza lejana que el dinero inminente.

Y etcétera.

(JAÉN, 7 de octubre de 1976)

lunes, 17 de octubre de 2011

POSTAGE REVENUE





Alguna vez, como reacción al entusiasmo un poco bobo de las gentes hacia la velocidad —porque, en síntesis, la civilización nuestra no ha hecho otra cosa que incrementar velocidades, cuando su misión debiera haber consistido, parece, en incrementar objetivos— alguna vez, digo, como «protesta» particular hacia el «caen las marcas» que cada día aparece, con recuadro, en los periódicos, he estado tentado de hacer, por mi cuenta y riesgo, el elogio de la lentitud. Porque hace falta que la gente se de cuenta de que toda la gama campeonística tan en boga que acapara la admiración universal y que abarca desde la proeza del último cohete ideado por la balística hasta la «hazaña» del bebedor de cerveza contra reloj —diez botellas, diez en cinco minutos—, no supone ningún bien. Ni siquiera en última instancia, supone ningún progreso del hombre como tal. A todos esos «beatos» de la velocidad habría que preguntarles en qué emplean las horas o los minutos en que dejan de «correr». Uno cree, y tiene sus motivos para ello, que los que más aprisa caminan son, generalmente, los que menos cosas tienen en que ocuparse. Y de la misma manera que el campeón ciclista, en la aventura inocente de un «tour» fracasa en un sentido filosófico al triunfar en el sentido deportivo porque su victoria se reduce a regresar al punto de donde partió —y para ese viaje no se necesitan alforjas— y siendo su objetivo único llegar a la meta, elige el método paradójico de alejarse de ella, de la misma manera, la Civilización en todas sus pruebas de velocidad no hace otra cosa que dar vueltas sin finalidad conocida. Más velocidad en las vueltas cada día; pero ¿por qué?, ¿para qué?, ¿hacia dónde?. He aquí la cuestión... En el fondo siempre un propósito inconfesado de embriaguez. (¿Hay —digámoslo entre paréntesis— algo más idiota que la «rabia» del chofer que acelera la marcha, no porque tenga prisa, sino porque no le «adelante» el que viene zumbando detrás? Pues el mundo, hoy por hoy, anda en estas cosas... Y yo no sé por qué, pero me parecería bastante imprudente decir que «también entre velocidades anda el Señor». Él, lento y seguro Creador. Pastor Bueno que apacienta milenios...)

Pero, ¡adónde hemos ido a parar! El elogio de la lentitud que quede para otra ocasión. Hoy sólo queríamos glosar una de sus manifestaciones. La del correo antañón y amable. Es cierto que el correo, contagiado por el ambiente, también ha ido ganando velocidad y que una carta cualquiera rara vez emplea ahora más de dos fechas, dentro de un mismo país, hasta llegar a su punto de destino. Hay un orgullo muy explicable en el Cuerpo de Correos a causa de la prontitud de sus funciones... De todas formas el Correo tiene, comparado con otros servicios públicos más nerviosos, un ancestral prestigio de buena paciencia. Todavía el Correo pone más interés en la eficacia y en el esmero que en la rapidez. Todavía una carta es algo más sólido que un telegrama o que una conferencia telefónica. Y todavía el correo admite «paquetes» que nadie admitiría. He aquí, a este propósito, una noticia estupenda que copiamos de la prensa diaria:

«Londres, 10: Ronald Roden del Condado de Leiscesterhide, se ha mandado a sí mismo un caballo vivo por paquete postal para demostrar el buen funcionamiento de los correos ingleses. El caballo llevaba al cuello una etiqueta con la dirección del destinatario y en la grupa sellos por valor de seis chelines.»

No hace tanto tiempo había caballos para el correo. Ahora hay correo para los caballos. Henos ante un progreso auténtico en el que sin embargo, para nada juega la velocidad. Anotémoslo por lo confortador e insólito.

MIGUEL H. URIBE

(Revista VBEDA, Año 8, Núm. 92, septiembre/octubre de 1957)

jueves, 13 de octubre de 2011

SOÑAR, ENSOÑAR Y ESTAR DESPIERTO





Después de un buen sueño —sueño largo, ancho y profundo— cualquiera reanuda el hilo de su vida con optimismos y empuje. El «no he dormido bien» es antecedente de infinitos pequeños desastres, desde el dolor de cabeza hasta el «cambio de dirección» en el gesto que iba hacia la sonrisa y se queda en mueca neutra —más bien antipática— del que oye sin entender, ve sin mirar o... palabrea sin hablar. Pero, además, el buen sueño suele tener por epílogo un agradable «ensueño». En las simas del sueño profundo, la persona se pierde en una oscuridad, en una inconsciencia misteriosa, casi en una muerte. Y es cuando ya vamos a despertar, cuando al ir emergiendo de nuevo el yo entre la bruma tomados conciencia del regreso..., es entonces la hora de ese tornasol psicológico en que ni dormimos ni estamos alertas. Tornasol propicio para que la fantasía sople su brisa, sesgando las ideas obedientes a un ventalle lírico. Puede que esos «ensueños» con que termina el sueño constituyan algo así como el aliciente, el estímulo, la «prima» para acometer con ganas la jornada y cimentar el día que empieza con una dosis de buen ánimo. Claro que, por el contrario, otros sueños concluyen en «pesadilla». En la pesadilla, el yo, próximo a amanecer, tiene que soportar no sé qué borrascas que avanzan desde el océano del subconsciente con intención de desarbolar la flota de nuestros propósitos, guardaditos durante el sueño, pero ahora dispuestos en alineación de combate. Porque cada jornada que nos regala el Señor nos trae un combate. ¿Lo comenzamos con el sabor amable del ensueño reciente o con el amargor de la pesadilla? Que haya suerte...

De todas formas, pasados sueño, ensueño y pesadilla, se impone el estar despierto. Y bien despierto. La vida es, al par, espectáculo y tarea. Paisaje que hay que mirar con enamoramiento y trabajo que debe acometerse con coraje. La vida, para abrir los ojos y las manos; para levantar deseos. Para usar la risa y el lamento en sano equilibrio, porque, ¡ay del hombre que sólo quiere la risa! ¡Y pobre del hombre que se empeña en creer que el «valle de lágrimas» es puro desierto sin arroyos y sin flores! Estar despierto es misión trabajosa, y por eso las treguas del sueño y del ensueño. Estar despierto es afrontar la existencia en todas sus dimensiones. Y no basta, por tanto, el salir del sueño y levantarse de la cama. Urge caminar con visión firme, con paso decidido. Y ¿está despierto quien camina sin saber dónde va? ¿Salió decididamente del sueño quien, creyéndose en «plena faena» se debate en confusiones, titubeos, zozobras, temores? Es una ciencia el despertarse del todo, el despertarse de verdad. Cada mañana, ¿no debiera la mente de cada hombre trazar sus coordenadas? Eugenio d’Ors decía que, como primera providencia al empezar la jornada, urge un cuadro sinóptico y una oración. Sinopsis preparatoria que agaville ideas con vista a la eficacia del pensamiento y del trabajo. Sinopsis que resume y no programación difusa que derrama. Y, además, oración para que el quehacer no se condene a sí mismo en régimen de secano.

¡Estar despierto! Insisto en que no deja de ser cosa difícil y compleja. Quizá hay quienes asimilan el «estar despierto» del hombre y el estar despierto de la ardilla. Y no es eso. Cierto que el vivir demanda un movimiento. Pero si a la ardilla, para moverse le basta el desplazarse, al hombre no. Las mejores procesiones del hombre van siempre por dentro. ¿No confundimos con esto de la «actividad»? ¿No existe aquí un «quid pro quo»? Hay espíritus sedentarios siempre al volante y a una velocidad de ciento veinte. Hubo —¿hay aún?— espíritus de una inquietud prodigiosa y que, sin embargo, no salieron de su ámbito. Como Kant que, según cuenta, no viajó cincuenta kilómetros más allá de Konisberga. O como los místicos —torrencial actividad interna— que no dejaban nunca su celda porque desde su celda veían el sol, el campo y las estrellas. «¿Y, qué verás —les recordaba el Kempis—, que verás en alguna parte que aquí no veas?». Ciencia y técnica del «estar despierto» para entrañar de verdad al mundo en sus repliegues íntimos, y para conocerse sin descanso. Porque falta siempre tiempo para ver y comprender. «Ars longa, vitae brevis». Y quizá nunca estamos lo suficientemente vivos. Y toda la modorra que nos trae el no despertar del todo, ¿no viene de esa superficialidad frívola de vivir en la corteza de la vida, enviscados en los flujos, en las gelatinas del aburguesamiento cómodo?

Pero tan difícil es el «estar despierto», el estar atento a la plural e innumerable vida, tanto puede fatigar, que un profesor de Nottingham —Stuarte Lewis— ha propuesto, como remedio, la técnica del «soñar despierto». No basta el sueño del estar dormido seis u ocho horas. Durante la vigilia la mente necesita también periódicas evasiones porque las ondas encefalográficas del sueño aparecen, según el profesor, cada noventa minutos. Y por eso estima que, para evitar neurosis y estados de ansiedad, urgen los sueños en plena vigilia. Pero, ¿cómo? ¿Cómo soñar despierto? Ello requiere una técnica especial cuyo «manejo» no aclara el profesor de Nottingham. ¿No se reducirá esa técnica a la búsqueda y procura de un tantico de poesía y de amable locura? Lo útil, lo funcional, lo práctico, nos están descoyuntando el espíritu en este mundo de pragmatismos. Horacio aconsejaba: «Disuelve en tu cordura un grano de locura». Hay que ir pensando en este específico «un grano de locura» que es casi lo mismo que un grano de poesía. Hay que ir pensando en este específico idóneo, tanto para dormir, como para ensoñar, como para estar despiertos.

(IDEAL, 19 de octubre de 1973)