Lo bueno de la juventud es que, en teoría al menos, detesta la mediocridad. Pero la juventud, que puede sentir impulsos formidables hacia el heroísmo, no suele disponer de una valiosa mentalidad. De ahí su ingenuidad y su pedantería, también formidables. «Sería un idiota, si no fuese un joven», oíd decir una vez de cierta entusiasta persona. Pero, como réplica, de muchos discretos —y hasta geniales— individuos honorables, podría decirse: «Sería un hombre... si no fuese un sabio». Porque los años, que añaden ciencia y experiencia, quitan a la vida ambición y generosidad.
La utopía es una escarlatina, más o menos lírica, que ataca a todo joven encarado con el mundo. ¿Quién no se ha sentido «reformador» y revolucionario a los veinte años? Todos los jóvenes de veinte, poco más o menos, creen de buena fe que el mundo aguarda la mayoría de edad de ellos, para entrar por el buen camino. Y que la maquina social aguarda sus esfuerzos para atornillarse definitivamente, para encajarse y montarse alrededor de unos ejes inoxidables. Los jóvenes no se «adaptan» a lo existente, y en su empeño de reforma, adoptan un aire en que corren parejas la simpatía y la impertinencia, la generosidad y la soberbia. Hay una pléyade de poetas jóvenes, que resultarían estupendos si no tuvieran tanto interés en destronar a los consagrados. Y ahí están «los nuevos» de todos los partidos políticos, de todas las juntas directivas, de todas las promociones académicas y de todos los equipos rectores. Llegan con un esquema de claridad, con un sentido expeditivo de acción, con un prurito de superación, que pasma. Pasma porque todos creen que unos cuantos «manotazos» lógicos a diestro y siniestro van a desbrozar el cúmulo colosal de los problemas. Pasman porque creen —ingenuos— que el mundo es una nave cargada de pesadísimos lastres inútiles. Ellos dicen: «Arrojemos, por la borda (siempre los jóvenes arrojan por la borda), este prejuicio y esta superstición, y este error, y este vicio, y este sistema; son lastres que impiden el vuelo libre de la nave; arrojémoslos, y ya está».
¿Y ya está? Los que llegan, estiman que las cosas pueden arrojarse, sin más. Este es su error, su engaño y su... desengaño. Sostienen que para reformar no hay sino revolucionar, prescindiendo de unas cosas y usando de otras inéditas. Tienen, en fin, un esquema de acción demasiado claro en su mente. No conocen el mundo que es bastante menos claro —mucho más complejo desde luego— que el elemental diseño que ellos, previamente, han forjado para comprenderlo. Tener ideas demasiado claras —por demasiado claras, demasiado inflexibles— sobre las cosas es, por paradójico que resulte, el principal obstáculo que se ponen a sí mismos los «nuevos», cuando intentan arreglar el mundo. Eso de «al pan, pan, y al vino, vino» deslumbra por lo terso y rutilante. Pero eso es una solemne tontería casi. Porque si queremos ser precisos, tenemos que reconocer que hay repertorio inmenso de ideas, de conceptos y de apreciaciones imposibles de polarizarse alrededor de esos dos extremos invariables del «pan y del vino». Querer reducirlo todo a pan o a vino, que es tanto como pretender reducirlo todo a los extremos de vicio o virtud, de dulce o de amargo, de blanco o de negro, implica una necedad. Porque la vida no está hecha de colores que se excluyen, sino de matices que se combinan en sutilísima malla a simple vista indiscernible. La Medicina, hace tiempo que llegó a la conclusión de que no hay enfermedades, sino enfermos. Y el mismo lenguaje usual, está reconociendo a todas horas que «cada hombre es un caso». No basta pues, para la resolución de los problemas humanos, las fórmulas expeditivas. Hallar el volumen de la pirámide o el área lateral del cilindro es sencillísimo cuando se aplica la fórmula. Pero las cuestiones humanas no se resuelven a la vista de unos simples datos escuetos. Ni la Sociología, ni la Moral, ni la Política, son ciencias exactas.
El error máximo de la juventud radica en creer optimistamente que bastan unos cuantos papirotazos —esto quito, esto pongo, esto derribo, esto levanto— para conseguir lo que se pretende. Luego, ya se sabe, lo que pasa: ven los jóvenes que no bastaba la fórmula y los «papirotazos» para la resolución de los problemas. Ven esto y, cuando llegan a la madurez, se tornan —desengañados— en hombres mediocres que, al renunciar a la utopía, se han creído por la fuerza, obligados también a renunciar a cualquier superación ya cualquier generosidad inusitada.
Pero la mediocridad del hombre maduro, reclamaría espacio para otro artículo.
(JAÉN, 6 de febrero de 1955)
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