CASI CUENTO
Cuando alguien es célebre —cuando es dramaturgo, músico eminente, artista o futbolista— está contento con ser lo que es. Por eso, cuando a uno que es célebre le preguntan tontamente qué es lo que gustaría ser si le fuese permitido volver a nacer, contesta invariablemente (porque por algo es célebre y no tonto) que «mil veces que naciera, mil veces que seguiría el mismo camino».
Por eso —concluía paradójicamente D. Argimiro— ser célebre es una desgracia metafísica.
El pobre D. Argimiro, no era un célebre, en el respetable sentido de la palabra. Pero, eso sí, era un «tipo célebre». Es bien distinta una cosa de la otra. A los «célebres» les conocen todos los desconocidos. A los «tipos célebres» sólo les conocen los amigos. La fama de los «célebres» da la vuelta al mundo; la de los «tipos célebres» sólo da la vuelta alrededor del casino del pueblo en que viven.
Porque —aprovechémonos de que hemos nombrado el casino— fue en el casino D. Argimiro expuso su teoría:
—El hombre célebre —decía— agota en una vida todas sus posibilidades. Está satisfecho, esto es harto de sí mismo. Esto no es bueno, porque es aburridísimo. Lo bueno es morirse, acariciando la idea de querer ser otra cosa distinta, con la ilusión de ser, en otra vida, mil cosas distinta a la par; con la esperanza de hacer en otra existencia todas las cosas que uno no ha hecho todavía.
Los contertulios asentían con risas ambiguas. Cuando alguien dice una cosa más o menos rara, los que escuchan ríen con cara boba porque mientras les asalta la sospecha de que oyen una verdad, les acomete la duda de que lo que se les dice es una tontería. Y —es ley— dudas de nombre contrario se atraen, se funden, en una sonrisa imbécil.
—¿Es que no llevo razón? —proseguía D. Argemiro, enardecido por las sonrisas tontas—. Miren Vds.; cualquiera de esos toreros o de esos novelistas que dice que si volviera a nacer volvería a ser torero o novelista, no es sino un hombre a quien la celebridad ha inutilizado para siempre. ¡Cómo se aburrirán en la Eternidad esos hombres que no desean ser sino lo que son! De acuerdo con sus gustos, estarán condenados allí a torerar por los siglos de los siglos si son toreros, a escribir por los siglos de los siglos si son novelistas. Dejan esta vida mal preparados para la Eternidad. Porque yo concibo la Eternidad, como la gran posibilidad de adquirir «experiencias nuevas»; como la ocasión de descubrir todos los horizontes que en esta vida nos son vedados. El que ya está satisfecho, lleno, pleno de sí mismo, ¿qué oquedad de su alma reserva para las estupendas novedades de la otra vida? Miren Vds.; yo no he sido en esta vida otra cosa que empleado de ventanilla. Una cosa deleznable; una cosa que me deja vacío. Me iré, pues, de este mundo con una capacidad de recepción enorme: tendré sitio en mi espíritu para ser infinitas cosas. Allí me llenarán. Pero ¿qué harán allí con el que llega lleno?
Los contertulios se regocijaban con las «cosas del hombre célebre». Unos le decían que sofistiqueaba; otros que tergiversaba; otros que tonteaba. Nadie le tomaba en serio.
—Yo —argüía D. Argimiro— hago una parodia para mi uso, de aquella sentencia mística. Yo me digo a mi mismo: «Si quieres ser algo en todo, no quieras ser todo en nada».
—Entonces, Vd. D. Argimiro, si volviera a nacer, ¿qué camino tomaría?, ¿qué desearía ser?
—«Manolete» —decía en broma el «tipo».
No lo podía remediar el pobre D. Argimiro. La conversación —esa cosa que enhebra unos temas en otros distintos sin la menor consideración para los preopinantes— derivaba sin solución de continuidad, hacia los temas taurinos. El tenía ahora la culpa por nombrar al torero... Luego, la conversación derivó hacia Di Stéfano. Luego hacia el rapto del niño norteamericano. Y, por fin, hacia el calor que hace.
D. Argimiro, tuvo que guardarse una vez más sus teorías en el bolsillo. Pero al llegar a casa...
—Anda, anda —le dijo su mujer—; clávame esa punta en la pared, mientras me expones tu última teoría.
—Ya sabes mi teoría, querida. Todos los sabremos hacer todo en la Eternidad. Quizás allí yo sepa también clavar puntas en los muros de mampostería.
D. Argimiro tuvo suerte. Su mujer se alejó refunfuñando y no hubo más.
ANSELMO DE ESPONERA
(Revista VBEDA, Año 7, Núm. 80, agosto de 1956)
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