Aquí y allá, todos nos hemos puesto de acuerdo: el localismo es «pecado». Pecado porque el mundo es ancho. Y, sin embargo, tan pequeño —tan poco distantes ya Pekín y Salzburgo— que no merece la pena andarse con chiquitas grandezas. Cuando el viaje entre Andalucía y Madrid se efectuaba en tres o cuatro días, a pesar de hacerse en diligencia, la geografía diferencial tenía sustancia, era una entidad respetable. Las ciudades, todas las ciudades, podían aspirar a la «clase especial». Y Burgos tenía toda la razón oponiendo sus costumbres a las de Baltimore. Cada uno era único. Única la jota de Aragón no obstante su vecindad con la jota de Navarra. Única la «proverbial hospitalidad» de Italia a unos miles de kilómetros de la «proverbial hospitalidad» de las islas Loföen... Y ¿por qué no «insuperable» el encanto de las mujeres lisboetas, si la belleza de las jóvenes georgianas estaba a dos meses de viaje? La distancia constituía un obstáculo que afincaba creencias y prejuicios, enmarcando a cada cual dentro de sí mismo, ratificando fronteras, acentuando los «caracteres raciales» no ya de la región bávara o de la comarca alsaciana, sino de la mismísima feligresía de Santo Domingo de la Puente...
Un ecumenismo a gran escala se instala en la conciencia de toda la humanidad, aunque alguien, ¡ay!, estime todavía que, bajo apariencia universalista, mil aldeanismos vergonzosos medran. (¿Todo lo tapa una buena capa?) Pero parece indudable que el hecho de haberse borrado prácticamente las distancias está unificando muchas aspiraciones y reduciendo a un máximo común divisor —o elevando a un mínimo común múltiplo— bastantes intereses dispersos, otrora acogidos a su exclusivo coeficiente montaraz e idiosincrásico.
Pues bien; este fenómeno ecuménico coincide en todas partes con el prurito actualista. Se desea lo universal y, al par, se ama con intransigente vehemencia el tiempo presente. Hasta el punto de que, para ciertas mentalidades muy al día, cualquier devaneo histórico, cualquier nostalgia del pasado, empieza también a hacerse sospechosa de «pecado». Es curioso: pero, ¿no resulta, además, extraño?
Se dijo muchas veces: «hay que amar al tiempo en que vivimos por el mismo imperativo que nos obliga a querer la tierra en que nacimos». Pero a uno se le ocurre pensar que si el localismo exagerado y la patriotería aldeana implican una especie de catetería, no es menos «pueblerino», en realidad, el actualismo a tambor batiente que vincula todas las perfecciones imaginables al «ahora». «Hic et nunc», se arguye con insistencia; y bien está. Pero convendría dejarse de fanatismos, ya que un actualismo sin medida es el equivalente del «chauvinismo» sin tasa. Un hombre que achaca todo lo excelso a su época para, después, no encontrar nada apreciable en las épocas ajenas, se parece alarmantemente al palurdo que asigna todos los méritos al campanario de su parroquia y todos los defectos a la torre de la catedral. Si nos abrimos en el espacio y nos cerramos en el tiempo, no vamos a conseguir nada. Si nos clausuramos en modernismos sin tregua, va a resultar igual que si nos confinásemos para siempre en la demarcación del término municipal en cuyo Registro Civil estamos inscritos. La renuncia al despliegue cordial del atlas de la Historia, ¿acaso no nos conducirá en seguida al convencimiento de que por este riachuelo de vida que nos cerca discurre todo el agua del océano? De seguro, cuando cunda el sorprendente criterio de que el ecumenismo en el tiempo —esto es, la tradición— representa nada más una antigualla inoperante, correremos el riesgo de que cualquier viento impensado dé al traste un día con nuestro refugio y con las estructuras tan entusiásticamente actualistas. Porque cada época, no debe olvidarse, viene precedida de una coma o de un punto y una coma. Lo que no es admisible es que se irrogue el comienzo y la mayúscula, y no sólo el principio de capítulo, sino la iniciación de la «novela».
* * *
Acabo de mirar, en la sillería del coro de una catedral solitaria —desierta como un barco sin pasaje— las tallas de unos santos «antiguos». Encarnan los modos del ascetismo heroico. Actitudes agitadas, como si un viento interior estuviese levantando continuamente en sus gestos la tensión dramática y gloriosa de la aspiración sobrenatural. En seguida me he preguntado si ahora puede haber santos así. Y me he puesto a pensar, como muchos de mis coetáneos, que las circunstancias actuales reclaman otra espiritualidad.
Pero, ¿de verdad nuestro tiempo demanda un estilo espiritualidad enteramente diferente? ¿Diferente hasta el punto de ser «otro»? En cualquier caso surge la duda. La duda y la tristeza. Porque si la virtud y la verdad se hacen también desaforadamente actualistas, si rompen en absoluto con aquello, si se enamoran demasiado de esto..., si no «viajan» para conocer el ambiente de otras latitudes históricas, si se declarasen autónomas, si evitasen sus relaciones con San Francisco de Asís, con Santo Tomás o con San Agustín, si tan a lo mundo moderno quisieran ser que creyesen que ya San Juan de la Cruz no nos sirve, entonces entraremos en la sospecha de que se alargan quizá, los estadios que separan el cielo de la tierra...
Aunque las distancias entre Amiens y Melbourne se hayan acortado prodigiosamente.
(ABC, 30 de octubre de 1965)
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