«...siempre conmigo, a la par»
(Antonio Machado)
Con el viento de otoño, ha vuelto el tema inquietante. Desde muy lejos, abarquillado y errabundo, macerado de humedades dolientes, el tema ha llegado, como una hoja amarilla, al alféizar de la meditación de cada día. La tierra curó su histerismo seco —hubo lluvias líricas en los crepúsculos de tornaluz—; el sol se puso enamorado, intimo de oro en los atardeceres sin pulso... ¿De dónde vino el tema? Acodado en su alféizar, el pensamiento se sentía taladrado de eternidades: repercutía un martilleo de trascendencias en las oquedades profundas. Por un momento, la Naturaleza, quieta, parecía un libro de caracteres sin clave...
Siempre, el otoño arrastra el tema. Llega como una ráfaga de suspiros lívidos. Es la hora del ciprés, imantado de estrellas. Cuando la lira limpia sus cuerdas —ebrias de música loca— en las piscinas del «De Profundis». Cuando la carne —nardo antiguo, lirio frustrado— se arruga, enjuta de humildades, al sentirse cardo y tierra, en la apacible vecindad tremenda de las tumbas.
Pero el tema de la muerte —águila de eternidad sobre el tiempo— no podrá ser abatido jamás por el hombre. Ni esquivado. Camina como la Luna, en la poesía de Machado, «siempre conmigo, a la par»... La muerte, ¿es una luna blanca, planeta apagado y desierto, enigma de cera en la noche infinita? La Luna, ¿es una geología de carne extinta, «muerte pequeña» de la Tierra? Los poetas han visto en la «cara de muerta» de la Luna, una imagen del paisaje lunar de la muerte...
La muerte, luna. Esta es la inminencia evidente, esta es la inmediata proximidad del tema inquietante. En los últimos arrabales de la vida está la muerte, como en los últimos confines de la Tierra está su doble céreo, su cara muerta. Pero... ¿y más allá?
El pensamiento de los siglos —la Filosofía— acodado en su alféizar se ha angustiado, alguna vez, de desesperanza. El sol, la luz, estaban «al otro lado», iluminando el hemisferio radiante de la «acción», de la actividad de los hombres, y ella, la Filosofía, se encaraba mientras, en sus horas cóncavas, con la noche sin fronteras, sugestionada de muerte. Entonces... ¿todo en la muerte era luna? ¿Luna vacía y fantasmal, muda por las rutas sin meta? Después del relámpago de fuego, después de la fúlgida trepidación vital, ¿la muerte mineralizaba al amor, y de la frondosidad de las ansias y de la flora de los deseos y del clamor epifánico de las sonrisas se hacía un inerte, silencioso paisaje de eternidad astral? Entonces, ¿no había suspendido sobre los siderales espacios un jardín florecido de ángeles y de bienaventuranzas?
Empero, el pensamiento de los siglos —la Filosofía— obsesionado del tema, ha vuelto muchas veces la espalda a... «la Luna». Un final, la muerte. Y, ¿por qué no un principio? Más lejos, detrás del satélite opaco, las estrellas del Señor guiñan, múltiples y angélicas, su semáforo de esperanza. Titilan, ciertas de luz, en el arcano oscuro. Transmiten, en la noche, señales férvidas y misteriosas. Como si ironizaran sobre la Luna. Como si ironizaran sobre la muerte.
El otoño arrastra el tema inquietante... La muerte, «siempre conmigo, a la par»... Más allá, una seguridad tremente de estrellas... He aquí, «más acá», en la cámara íntima de nuestra vida, donde oscila la Fe, la votiva luminosidad oferente de las plegarias inflamadas. (Por Todos los Santos, una maripositas de luz, ludidas de aceites purificantes, chisporrotean de claror en los hogares antiguos; contestan al semáforo de las estrellas distantes, con un mensaje de fe en la inmortalidad que salta sobre los abismos... hipnotizados de «luna».)
En el alféizar, crujiente de hojas secas, entre el musgo oscuro, también pueden florecer las margaritas.
(Revista VBEDA, Año 2, Núm. 23, noviembre de 1951)
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