«Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a su salvo de todas las que yo he visto», dice Sancho en el capítulo XIX del Quijote, después de que el Caballero de la Triste Figura —que así lo bautiza su escudero en este mismo capítulo del libro— manifiesta la sospecha de quedar descomulgado «por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada». Una veintena de encamisados con hachas encendidas —sus labios musitan apagadas preces— acaban de aparecer dando guardia a una litera mortuoria. La acometividad del hidalgo no podía por menos de excitarse ante tan macabro espectáculo. «Rocinante», una vez siquiera en su vida, se siente orgulloso del éxito de su jinete: «No parescía —dice Cervantes— sino que en aquel instante le habían nacido alas». Porque —caso insólito— los quebrantos no son en esta ocasión sino para la parte contraria. «Todos los encamisados eran gente medrosa y sin armas, y así, con facilidad en un momento dejaron la refriega y comenzaron a correr por aquel campo».
Ningún pasaje del Quijote ha dejado de tener sus exégesis y sus comentarios, más o menos exhaustivos. A éste tampoco le han faltado. Un origen remoto de la «aventura del cuerpo muerto» es —según don Martín Fernández de Navarrete en su Vida de Cervantes (1819)— el hecho real del traslado sigiloso de los restos de San Juan de la Cruz, desde Úbeda a Segovia, en 1593. a tal suceso, precisamente, queremos referirnos en este artículo.
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Afortunadamente, con los restos mortales de San Juan de la Cruz no sucede como con los de otros españoles egregios de nuestros siglos áureos. No tienen un paradero desconocido; descansan en Segovia. Pero... ¿por qué están allí? No por otra cosa sino como efecto de un piadoso latrocinio. Se trata de un hecho consumado frente al cual no fue suficiente la misma autoridad del Papa.
San Juan de la Cruz había muerto en Úbeda el 14 de diciembre de 1591. En esta ciudad, en el convento de carmelitas, recibió sepultura. Honra suprema de los ubetenses era la de sentirse depositarios de las inapreciables reliquias. Pero un día surgió lo inesperado: Úbeda fue desposeída. «Cherchez la femme»... «Il y a une femme dans toutes les affaires», contaba un personaje de Dumas.
Porque fue una mujer, sí, la causante del hecho. Dona Ana de Peñalosa, devota del santo, segoviana, hermana de don Luis del Mercado, oidor del Consejo Real, tenía concertado con el general de la Orden Carmelitana, padre Doria, que el cuerpo del reformador «dondequiera que muriese» fuese trasladado a Segovia. Que doña Ana de Peñalosa, noble y virtuosísima dama —la última carta del santo, fechada en el retiro de La Peñuela, a ella está dirigida—, tuviese este empeño, es naturalísimo. Pero que confiase en conseguirlo por los buenos oficios, es más dudoso. Sabía las dificultades, contaba con la oposición irreducible de la ciudad de Úbeda a su propósito. Así es que todo habría de llevarse a cabo subrepticiamente. Y nueve meses después de la muerte del extático doctor, el alguacil de Corte, don Juan de Medina Ceballos, se persona en Úbeda «con vara alta de justicia» y portador de unas cartas al superior de la Comunidad para proceder a la exhumación del cadáver. Pero el cuerpo del santo está todavía fresco tienen él y sus acompañantes que desistir esta vez del traslado. Es dos años más tarde cuando se lleva a efecto, y por parte, precisamente, del mismo comisionado. «Se hizo una caja para llevarlo y había salido la caja pequeña, y así, para que cupiese, le encogieron las piernas, con que cupo; y así lo llevaron», según relata un manuscrito que se conserva en el convento de Carmelitas ubetense. Fue a medianoche y la «operación» se efectuó furtivamente. Salieron de Úbeda a toda prisa por temor a que la ciudad advirtiese el hecho. El padre Francisco de San Hilarión, que depuso para la beatificación del santo, cuenta que «llevándolo (el cuerpo) por el caminio, cerca de un lugar en un momento alto, vieron a un hombre, el cual había dado voces diciendo “¿Dónde lleváis ese difunto, bellacos? ¡Dejá el cuerpo del fraile que lleváis...”». El lance, como se ve, tiene una semejanza con la «aventura del cuerpo muerto».
Pero como era previsible, Úbeda no se resignó al despojo y entabló pleito con Segovia. El 9 de febrero de 1596, reunido el Cabildo de la ciudad, se acordó la fórmula de petición a Su Santidad, conducente a la devolución del venerado cuerpo. La información fue remitida a Roma, y el Papa Clemente VIII expide el 15 de septiembre de 1596 su Breve Apostólico «Expositum nobis fuit», en el que se reconocen los derechos de Úbeda y manda se restituyan los restos del carmelita al lugar en que les fue concedida la primera sepultura. Por si no bastara la disposición escrita que llamaríamos «oficial», parece que hubo otra muy particular y estrictamente personal del Papa concurrente a hacer enteramente efectiva aquélla. El padre Juan Vicente de Santa Teresita, carmelita descalzo, ha dado a conocer en una monografía muy valiosa y recientemente galardonada, titulada A cada uno lo suyo, la recomendación de Clemente VIII a que aludimos; transcribe al efecto lo referido en el citado manuscrito del convento de Úbeda, en su tomo I, folio 118. Como el Papa recibiese a don Pedro de Molina —eclesiástico de Roma: hermano de don Lope de Molina y Valenzuela, cuyo era el nombre del tesorero de la iglesia de Santa María, de Úbeda, a quien, juntamente con el obispo de la diócesis de Jaén, venía cometido el Breve Pontificio—, le dijo estas palabras: «Cuando vaya vuestro hermano a Segovia por el cuerpo del Beato Juan, diga que va a negocios nuestros, y váyase a posar al Convento, y después de cena diga al Prior del Convento que se vaya a la Iglesia, que le quiere comunicar el negocio a que va, y entonces, estando en la Iglesia, que haga que un notario, que llevara como criado, le notifique nuestras Letras y Breves y mándele, sopena de excomunión, que guarde secreto, y coja el cuerpo con sus criados, y sáquelo de noche de Segovia sin parar, y llévele a Úbeda».
No podía ser más explícito el mandato del Papa. «Es curioso —añade el padre Juan Vicente de Santa Teresita— que descendiera a tal minucia de detalles para la realización del traslado del cuerpo de Fray Juan, pero, por otra parte, es muy explicable esta escrupulosidad, dado que el Pontífice preveía las enormes dificultades, cuando se enterasen para qué iba aquella comisión de ubetenses».
No obstante, Úbeda no consiguió que el cuerpo de San Juan de la Cruz le fuese restituido. Si bien el obispo —don Bernardo de Sandoval y Roxas— prometió exacto cumplimiento del Breve, juzgó conveniente tratar las cosas de una manera amistosa con el superior general del Carmen, obviando posibles disgustos entre Segovia y la Orden. Hubo, en fin, dilaciones y... el hecho consumado se impuso a la larga. Empezó por aplazarse la ejecución taxativa de lo dispuesto en el documento romano y, más tarde, se firmó una especie de armisticio entre las ciudades litigantes. Úbeda se conformó con que le fuesen devueltas sólo una mano y una tibia del reformador, dejando para mejor ocasión la satisfacción de su derecho...
Los restos venerados de San Juan de la Cruz yacen, pues, en Segovia sin permiso del Papa... contra la voluntad de Don Quijote.
(ABC, 15 de noviembre de 1960)
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