Iba a decir que el globo es un poco vanidoso y no, no debo decirlo. Al contrario, el vanidoso es el hilo. El hilo que lo sujeta impidiéndole la libertad. Por cierto que la libertad, llena de vientos contrarios, puede representar un peligro altísimo. ¿Sabe alguien qué viento va a soplarle al globo? Y es lo que diría, cauto, el hilo; es lo que pregunta su tirantez: ¿está el globo preparado para la libertad?
Me imagino a Adán en el Paraíso. No estaba del todo preparado para la libertad y la serpiente le jugó la mala partida. Ciertamente, lo misterioso del hombre ahí se cifra: es libre para conducir, pero apenas sabe. Hemos obtenido el carnet sin examen previo. La libertad, en efecto, es una especie de automovilismo. O más bien el automovilismo es una especie de libertad. La etimología es clarísima. Automóvil es lo que por sí mismo se mueve. Pues bien; la libertad tiene sus cambios de rasante, sus curvas, sus pasos a nivel. Si todo esto se ignora, viene el accidente.
La Historia Universal, ¿es la narración cronológica y ordenada de los accidentes de carretera, de las catástrofes de carretera y de los crímenes de carretera ocasionados, directa o indirectamente, por la libertad? Se explica que si uno es un simplista abogue por la solución radical. Pero es imposible acabar con los automóviles, están ya ahí irreversiblemente. ¿Cómo, pues, va a ocurrírsele a una persona normal acabar con la libertad?
Donoso Cortés escribe que «libertad es la facultad de entender y querer». Sólo Dios tiene libertad completa, porque sólo Él entiende y quiere perfectamente. Entonces, el hombre, que no dispone del «billete», sino de una «participación» de la divina inteligencia, está expuesto al malentendido y, por tanto, a la malquerencia. Su libertad no lo es sin riesgo de error. El hecho de que pueda el hombre elegir entre el bien y el mal es ya una degradación de la libertad. En Dios, la opción es siempre positiva. Por eso no «elige» jamás el mal. El mal —piensa San Agustín— no es sino ausencia, una falta. Él se contradiría eligiendo la nada. Nosotros, que tenemos la libertad averiada —en el pecado está la clave teológica y la clave filosófica—, nos jugamos en la carta de la libertad nuestro destino. Gran problema. De un lado, nuestra dignidad la exige —es un bien esencial la libertad—; de otro, nos aventuramos a constituirnos en víctimas de nuestra propia excelencia. Pero el drama —drama de tremenda belleza— de la existencia concebida al modo cristiano ahí radica. (Luego, ¿qué mayor auxilio, qué mejor «Deus ex machina» para suplir el déficit que la Redención?)
Sí, claro que sí; sujetar la libertad del hombre con una cuerda, como hace con los globos el hombre de la feria, es un disparate. Pero si preparados del todo para la libertad —una libertad sin riesgo de error— no estaremos nunca, porque entonces ya seríamos como Dios, ¿acaso no es factible aquí una educación? Seamos justos: la Historia Universal es también la narración cronológica y ordenada de los esfuerzos hacia la depuración y mejoramiento de la libertad.
Como cada jornada que amanece hay más libertad rodante por esos caminos del Señor, yo imagino un futuro bajo el patronazgo de las señales de circulación. Alguien dirá que entonces ¿qué va a quedar del hombre libre? Pero en la dialéctica de la libertad entra la prohibición. Y entra sin remedio. Dios, después de haber al hombre libre, después de haberle facultado para automoverse, promulgó en el Sinaí las Tablas de la Ley. Los Diez Mandamientos: he ahí unos indicadores sin los cuales la belleza de la carretera —de la libertad— se convertiría en una trampa.
(ABC, 11 de noviembre de 1967)
No hay comentarios:
Publicar un comentario