Hace unas cuantas noches quise salir a ver a la Luna. Todo el mundo lo habrá observado: la Luna llena se presenta vergonzosa, casi ruborizada, en el horizonte. Le da apuro, quizá, aparentar ser tan grande, cuando las estrellas, con muchísimo más tamaño, quedan reducidas a puntos —desazonados puntos luminosos— en la noche. Despotismo de cercanías... De sobra sabe ella que Sirio o Aldebarán son unos monstruos de astros. Y, sin embargo, ¿qué culpa tiene la pobra de estar sólo a trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros?
—Yo, la verdad —parece excusarse con una modestia que a lo mejor resulta falsa—, ni siquiera tengo luz: me la prestan; pero que le vamos a hacer, soy muy lucida y aquí me tienen ustedes.
No obstante, el día a que me refiero, el rubor de la Luna tenía, seguramente, un origen menos... convencional. Porque, precisamente, era la noche siguiente a la del impacto. Nadie negará que en esta ocasión, era la suya una comparecencia en público muy delicada. Hacía unas horas nada más le habían arrebatado, por así decirlo, su virginidad y... ella tenía que volver como si nada, con sus cráteres de siempre, con su encajada sonrisa boba de siempre, con su cara de siempre. Situación violenta, insólita. Casi escabrosa...
Pues sí: uno es algo lunático. Así es que no me fue enteramente difícil husmear, malévolamente —lo reconozco—, en sus impresiones. Sabido es que nuestro satélite, cuando alcanza el plenilunio, suele enviar acá un fluido misterioso. Fluido que —por supuesto— sólo nosotros, los lunáticos, receptivos donde los haya, sabemos «interpretar». Y me puse a traducir, señores. Yo sé que la Luna, poco más o menos, quería decirme con muestras de singular enfado, estas palabras:
—Sois un poco cínicos, hombre. De verdad...
—¿Cínicos? No sé, no sé... —balbucí yo hecho un taco.
—Es inútil que te hagas de nuevas —funcionaba a maravilla la telegrafía espacial—. De sobra sabes que anoche...
Quise echar tierra a la cuestión, quitar importancia a la cosa, ignorarla. Comencé a tontear:
—Anoche, como todas las noches —le dije— oficiaste de sacerdotisa de todos los sueños de los mortales. Estabas bella sobre las colinas. Rielabas en el mar con ese señorío que tú tienes para rielar en el mar. A través de las frondas, tu luz de plata se filtraba en los parques románticos. «En medio del mercado cayó la luna», cantaban en corro las chiquillas en las plazas de los pueblos. Y en los bancos solitarios, las parejas se olvidaban de las palabras para que los ojos lo dijesen todo. Espléndida normalidad... No sé qué otra cosa pudo ocurrir anoche. Anoche... ¡cómo siempre!
—Bueno, bueno; no sirve, insisto, que te hagas el despistado. ¿Y la cápsula?
—¿Qué cápsula? —murmuré, mientras encendía un cigarro.
Pasó una nube, se ocultó la Luna unos instantes y aproveché para organizar mi discurso, mi «explicación», que, por lo visto, se hacía inaplazable. Cuando enfrente volví a tenerla descarada, adopté un tono persuasivo. Creo que me entendió:
—Mira, mira —traté de hacerla comprender—; ya sé por dónde vas, ya sé. Pero ¿por qué eres tan niña, vamos a ver? No hay razones para que te alarmes por tan poquita cosa. Al fin y al cabo... ¡cuánto tiempo hace que veníamos hablando de esto! Un proyectil que te ha alcanzado. ¡Vaya, hombre! Y eso... ¿qué puede significar? Una broma, mujer, una broma. No es sino que la Ciencia y la Técnica disponen ya de un tirachinas de largo alcance. Un juego inocente si bien se mira, ¿sabes? Aquel «enfant terrible» que fue Julio Verne, empezó a escribir del artefacto ese. Pues bien: ya está inventado.
—¡Valiente tirachinas! —se alborotó el astro con un aire de damisela ofendida, que yo no le había observado jamás—. De forma que... ¿tú ves natural eso? Yo, la musa de los poetas; yo, la reina de la noche; yo, la confidente egregia; yo, la consoladora; yo, la Egeria del amor; ¡yo, la Luna!, sirviendo de blanco a...
—Tienes que tener paciencia, amiga, mucha paciencia. Porque ya que te has puesto así te advierto que ahora empezarán los norteamericanos. Has de saber que los norteamericanos construyen ya en Cabo Cañaveral, o donde sea, su tirachinas. ¿Acaso ignoras que los niños de todos los colegios del mundo, cuando salen de la escuela, se proponen un juego que, poco más o menos, consiste en que uno de los mayorcitos grita «Tonto el que no le dé». Tonto el que le no le dé —el que no atine— al árbol, al perro o al poste de telégrafo. Pues bien, Luna, algo de eso ocurre: «Tonto el que no le de a la Luna», ha gritado alguien a la salida de la O.N.U., que si eres razonable no puedes por menos que reconocer como una buena escuela de pago. Y ya los tienes a todos, tirachinas en ristre. ¡Bah!: una ventolera. Pronto pasará. Te aseguro que cuando recibas dos pares de guijos en la frente, los arrapiezos de sabios esos te van a dejar tranquila y se van a ir... con los proyectiles a otra parte.
Noto que estuve muy elocuente en que traducida la contestación de la Luna leí:
—Hombre; eso ya es otra cosa. Porque supongo que tirarán también a Venus, ¿no?
—Justo —respondí—. Esa es la idea.
—Lo que me voy a divertir entonces —enrojeció de júbilo la Pálida—. Venus... ¡esa presumida!
—¿Presumida?
—¡Irresistible! Desde que algún pedante la bautizó con lo de lucero del alba, no hay quien la aguante. Pero todo el Universo sabe que a mí no me tose... «ni el lucero del alba». ¿Qué se ha creído? Pues me alegro de la noticia, ¡vaya! ¡Duro con ella!... ¡Corriendo! ¡Disparando a Venus! A esa, sí, ¡que la machaquen!
Y así la Luna se quedó tan conforme.
(ABC, 3 de octubre de 1959)
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