Reciente la Navidad, los Reyes
Magos a la vuelta de la esquina, el tiempo —ese tiempo en círculo, eterno, del
calendario, siempre sujetando la índole fugitiva y fungible del tiempo
histórico— se pone a la medida de los niños. No; no hay muchas cosas en este
mundo a la medida del niño. Cuando nosotros, cuando uno cualquiera, nos
acercamos a un chiquillo, de esos que ahora están aprendiendo con su media
lengua a rezar, comprobamos en seguida que nada de nosotros sirve, tal como es,
a su «estatura», a su modo. Ni nuestras palabras. Porque nuestras palabras han
de salir de su diapasón normal, entonces;
tienen que hacerse más altas o más susurrantes: tienen que remendar la
voz del gigante —ese ser que el niño conoce sin haberlo visto nunca— o copiar
la leve inflexión de voz de la mismísima Caperucita. Tenemos que hacer eso
nosotros, los padres, si es que queremos impresionarles o divertirles de alguna
manera. Nuestra voz natural no es apta para menores... Por supuesto, que en
todo pasa igual. Cualquier acto normal nuestro les fastidia. Les molesta que
escribamos una carta, que leamos un periódico o que fumemos un cigarrillo. No
nos «ven» cuando somos nosotros; sólo sienten nuestra presencia cuando nuestra
actitud se desmesura, de manera más o menos histriónica; cuando en nosotros,
además de ver al «papá», ven también, un poco, al gato, al perro, al lobo o al
conejito.
Porque el niño es el ser menos
sencillo que existe. No vayamos a confundir inocencia con sencillez. Quizá
implican conceptos opuestos si entendemos por cosa sencilla lo contrario que
cosa confusa. El niño es el ser menos sencillo que existe, porque todo en su
alma incipiente, se complica de imaginación, de ensueño y de portento; porque
no discrimina lo real de lo irreal y confunde los «planos» de lo sustancial y
de lo adherente. ¿No estamos observando a cada momento que cuando del niño
afloran las ideas claras —para nuestro intento, claridad y sencillez son
palabras sinónimas— es cuando empiezan a destruirse en su subconciencia la
flora y la fauna de la fantasía? Si la sencillez implica una operación mental
simplificadora —reducción de todas las vivencias o de todas las razones a un
común denominador— es, desde luego, un mérito del adulto, del hombre. La
inocencia, en cambio, es la encantadora, gratísima confusión de la realidad con
el sueño, de la imaginación con la idea; bien que la ignorancia sea la
confusión en mayoría de edad, esto es, la confusión sin encanto.
Pero esto es divagar por caminos
que nos apartarían del nuestro. El nuestro, hoy, es el que conduce a Belén.
Decíamos que de Navidad a Reyes el tiempo está a la medida de los niños.
¿Entonces, la Navidad es
confusión? Claro que sí; en apariencia, encantadora confusión —pastores, Reyes
Magos, borriquitos, zambombas, ángeles, lavanderas y Niño Jesús— que,
naturalmente, va a anclarse, va a simplificarse más adelante, humanamente
hablando, cuando toda ella se reduzca a Idea, a Verdad fundamental, y brote de
sus manantiales la prístina sencillez divina del Evangelio. Pero que, al
momento de producirse y por la manera de producirse, no puede por menos de
resultar enmarañada. Dios se hizo Niño. No digáis que esto pudo parecer cosa
sencilla de entender a los hombres vulgares, corrientes, de aquellos días. La
mayor complicación teológica que hubieran podido imaginar los rabinos y los
doctores de la ley era, precisamente, ésta: Dios Niño, Dios en un pesebre, Dios
humilde. ¿Dios humilde? No digáis que pudo tener para los judíos aspecto de
cosa clara... Como que sólo los magos y pastores abarcaron su comprensión.
(«Cuida de ser mago, sino eres pastor», escribía «Xenius». Pastores y magos han
tenido siempre alma de niño.) Fue preciso que aquel Infante creciera y hablara,
que aquel Niño se hiciese hombre para que la confusión maravillosa de la
Navidad se ajustase en coordenadas precisas; para que de aquello, a primera
vista tan complejo, saliese, ya meridiana, la Idea clarísima y actualísima de
la Redención. Porque la Redención es el corolario de la Navidad, como en otro
orden, el hombre es la secuela del niño. Y la impiedad se parece a la
ignorancia en que, en una y en otra, la confusión ya sin encanto, ya sin
inocencia, corrompida y agusanada ya, persiste.
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No digamos más. Ahí está ese
chiquillo inclinando su cabecita para mejor ver al Niño Jesús. ¿Qué le dice? Él
imagina ya, nebulosamente, que el Niño es algo más «complicado» que el
muñequito de su hermana. Él no sabe todavía en que consiste la Divinidad, pero
su instinto ventea ya la Divinidad en el candor rosado del Hijo de la Virgen. Y
comprende, sin poder razonarlo aún, que sus piececitos fríos traen a la Tierra
un mensaje de Amor. Él no conoce bien quién es Dios. Está aprendiendo a rezar.
Él no puede entender todavía al Crucificado. Pero entiende ya al Niño Jesús.
Rezarle a esa estupenda «complicación» teológica que se llama Niño Jesús, le
parece naturalísimo cuando, cada noche, su madre le arregla el embozo de la
cuna. ¿No se haría Dios Niño —confusión y escándalo para los gentiles y los
judíos— para que los niños aprendiesen antes a rezar? ¿No prepararía Dios en su
Eternidad, la escenografía maravillosamente confusa del Nacimiento —pastores,
Reyes Magos, borreguitos, zambombas, ángeles y lavanderas— para poder ganarse
al niño con el juego de lo prodigioso, antes de ganar luego al hombre con su Verdad?
Terminemos ya. No nos extendemos
más. El Rey Mago y un niño —otro niño— han encontrado sus miradas. La de
Melchor acaricia al pequeño con su sonrisa y el pequeño responde al mago con el
gesto de su estupor. ¡Qué magnífico alarde barroco la indumentaria del Soberano
de Oriente...! Corona, oro, brocados, púrpura, todo se conjuga para el interés
del infante.
¡Diréis pedagogos que un Rey Mago
no es un «centro de interés»! ¿Tendrá
el chiquillo, desde este momento de la visita de Melchor, una trompeta y un
caballo, una pelota y un automóvil? Tardará el chiquillo mucho tiempo en saber
que la pelota, el caballo, la trompeta y el automóvil, obedecen, en su
mecanismo, nada menos que a una idea preconcebida de los hombres. Él, mejor,
tiene en su mente una mágica sensación de los juguetes que le han traído los
Reyes... Dentro de cinco días, dentro de una semana, los juguetes gemirán
mutilados o rotos por los rincones del cuarto de estar, pero en el fondo de su
alma habrá quedado la primera impresión maravillosa de las cosas. Porque serían
sólo cosas —simples cosas, sencillas cosas— los juguetes... Regalados por ese
ser fantástico que viste de púrpura y viene coronado de oro, los juguetes se
han complicado de una deliciosa procedencia...
Desde Navidad hasta Reyes, las
fiesta del calendario están a la medida de los niños. Dios lo ha querido. Dios es
así. Quiso el Verbo encarnar en el Hombre. Y quiso hacerse Niño para encantar a
los niños, acompasando la Eternidad al «tiempo infantil». Belén es un capítulo
fundamental de la Teología con el que, todos
los años, de Navidad a Reyes, se ponen a jugar los niños. Tienen permiso
del Niño Jesús...
(ABC, 1 de enero de 1959)
1 comentario:
¡¡Fantástico y enternecedor para padres y maestro - como yo -¡¡Qué bien acogen los niños y con qué naturalidad, el Nacimiento de Jesús, San José, La Virgen, los pastores, ...Los Reyes Magos.
Jamás he visto a un niño dudar cuando de le habla de quién ha hecho el mundo, el universo. ¡Jamás,en más de cuarenta años¡
Quizás porque los niños son humildes, sencillos, pequeños...como El Niño Dios.
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