«Cuando seas millonario, ¿cenarás dos veces?», pregunta un tipo de Balzac a un ambicioso. Nos figuramos la ambición como un deseo de plenitud. Muchos hombres se creen capaces de asumir más poder, otros de disfrutar de más honra, más honor, y todos, de tener más dinero. Cualquier ambicioso cree que con él se comete una injusticia. Considera que ocupa un puesto en la escala inferior al que le corresponde, y entonces trata de subsanar tal desafuero y emprender la escalada.
Pero hay cosas que la ambición no consigue. No logra, desde luego, cambiar nada sustancial de su persona. «Nadie puede añadir un codo a su estatura», enseña el Evangelio. Ni un palmo a su talento. Ni la salud, ni la inteligencia dependen del afán que se pone en conseguirlas. El dinero, muchas veces, sí. Pero la saturación económica, ¿qué modifica con respecto a nuestros supuestos biológicos? Nada. Si con mucho dinero le fuera dado al perezoso poder dormir veinte horas en lugar de ocho, o le fuese permitido al glotón una capacidad digestiva para cenar dos veces, o al lascivo una doble potencia erótica, entonces, el dinero sería efectivamente ministro de todos los defectos. Pero tampoco con el dinero se compra más virtud. Ni la bondad, ni la sabiduría, ni la paciencia, ni el amor en fin, son mercancías. Así es que, llegado un punto, después de cubrir con cierta holgura las necesidades vitales —y pongamos que para cubrir esta necesidades se necesita mucho—, rebasado ese punto, digo, todo lo demás sobra. En rigor, ni el estado de ánimo, ni la organización fisiológica, ni las satisfacciones ni las penas, son distintas para el pobre y para el millonario. (Claro está que decimos «pobre» y no «miserable», ya que al «miserable» —y esta es la auténtica injusticia— no se le puede considerar estrictamente hombre. Mientras la sociedad tolere la miseria en sus márgenes hay delito y hasta crimen. Pero la miseria —repetimos— no es la pobreza.)
El «yo no envidio al millonario», frase que todo el mundo poco más o menos dice sin demasiado convencimiento, se revela en su auténtica exactitud cuando el que la profiere llega a millonario. Entonces, creo, comprueba que efectivamente no hay nada que envidiar. Comer a diario langosta debe ser tan fastidioso como comer a diario judías. El multimillonario no las tolera cada mediodía y se ve precisado —en secreto o no— a volver a comer a lo pobre. Además muchos placeres lejanos, al perder su virginidad con el disfrute, pierden todo aliciente. Nadie puede negar que un niño en una colonia escolar o un obrero en vacaciones lo pasan por lo menos lo mismo de bien que Onassis en sus cruceros. ¿Decir esto es, simplemente, enhebrar «frases de consolacion»? No, terminantemente no. Nadie pude, por mucho que se lo proponga, ensanchar su volumen para la alegría o reducir su cabida para el dolor. Los puntos de saturación para la alegría y la tristeza —como los puntos de fusión o solidificación de los metales— están marcados de antemano.
Pero si lo que vamos buscando es la felicidad, tampoco es más feliz el listo que el tonto, ni más el sabio que el ignorante. Yo diría que, en el fondo, tampoco siente más satisfacciones el sano que el enfermo. Cada uno se forma a escala sus metas y, en un momento determinado, ¿quién asegura que la alegría que llega al enfermo cuando le baja la fiebre o le desaparece el dolor vale menos que la que experimenta nuestro amigo, el joven eufórico, en su logrado salto de pértiga?
Lo que sucede es que, providencialmente, hay una ilusión de felicidad detrás de cada objetivo. Dura poco la felicidad después de logrado ese objetivo, pero como surgen otras ilusiones nuevas, el equilibrio se restablece. Deducir de esto que hay que renunciar a todo esfuerzo puesto que la felicidad completa no llega nunca, es, sin embargo, tomar el rábano por las hojas. Aspirar a una mejora, en lo que sea, forma parte de nuestros instintos, de nuestra naturaleza. Y si hay un instinto de felicidad es que el hombre está hecho para ella. Si aquí no la encontramos, entonces, ¿dónde está? La religión contesta, y la respuesta de la religión no puede ser desestimada ni aún por los hombres sin fe. Pero esto es otra materia.
(JAÉN, 18 de enero de 1970)
No hay comentarios:
Publicar un comentario