Con frecuencia al decir «hombre de la calle» parece como que aludimos a un tipo neutro de persona, es decir, a un hombre diluido, que ha perdido precisamente la persona. El «hombre de la calle» se concibe, o se interpreta, como el hombre cualquiera y sin perfil, anónimo y de aficiones, gustos o ideas no definitorias. A fin de cuentas se habla de él como si careciese de peso, como si nada más fuese «masa». Establece la física la diferencia, en apariencia sutil, entre peso y masa. ¿Homologamos —como se dice ahora— las manifestaciones de la física y las de la sociología? ¿Hay hombres de peso y hombres que sólo son masa?
Realmente no hay hombres de la calle, sino hombres en la calle. No existen individuos a los que esa socialización primera que en la historia representa la calle haya modulado y modelado, imprimiéndoles carácter. No; es más bien que todos, diariamente, salimos a la calle. Y al salir a la calle entramos en esa comunidad elemental de convivencia que es la vía pública. Así, en cierta manera, la salida de nosotros mismos entraña algo como una renuncia, una desposesión accidental del yo. El «yo» estorba un tanto al servicio comunitario de la calle y, por eso, usar de la calle, tanto en función de peatón como en función de conductor o conducido, puede servir de escuela e inducirnos a una lección contra el egoísmo. Salir a la calle es, pues, entrar en un orden con normativa propia. pero, entonces, al producirse este «cambio», el hombre se advierte limado y recortado, con una intimidad que tiene que recluirse en la pura intimidad, valga la redundancia. Es el precio que se paga por el valor del servicio. (¡Ah!, del juego de precios, valores y servicios, de sus equilibrios y desequilibrios, dependen los conflictos y los arreglos de los conflictos. Cuestan a veces las cosas más de lo que valen. Y viceversa. Y en la comunidad social, el «yo», cuando se pone a sí mismo como peso, desequilibra todas las justicias, todas las balanzas.)
Pero si el hombre en la calle ha de guardarse en el bolsillo la mitad de su persona, en servicio precisamente de todos los demás hombres que en la calle están, sería ingenuo confundir esta inhibición con una carencia. No debe pensarse que cualquier hombre que encontramos en la vía pública es un hombre... cualquiera. No hay hombres cualquiera. En su hondón, cada individuo esconde un mundo, todo un mundo. En la calle conviven el mundo del mendigo y el del ricachón; el del gamberro y el del caballero que todavía se lleva la mano al ala del sombrero cuando saluda a una señora; el del contestatario y el del burgués; el de la mujer y el del hombre —que siempre serán mundos distintos por mucho que digamos lo contrario—; el del anciano que camina despacioso en lentas renuncias, en lentas aspiraciones, y el del joven que, en potentes inspiraciones, da la impresión de que camina sorbiéndose el ambiente y sus cosas. Cada hombre marcha por la calle llevando a cuestas —o en volandas— su mundo. El ideal consistiría en que lográsemos, en lo posible, hacer mundos concéntricos de estos círculos que obedecen a claves tan distintas.
Mundo, mundo, mundo... Estoy repitiendo mucho la palabra en este artículo. Y es que es así. Muchos mundos para este solo y único mundo que es la Tierra. Y la calle es, o debe ser, como el palenque de una disciplina, de un esfuerzo auténticamente «liberal» —el liberalismo, recordaba Marañón, no es una ideología, sino una conducta— para centrar órbitas, corregir gravitaciones, coordinar pesos y regular movimientos. Un proyecto, en fin, de hacer de los mundos un universo.
Pienso que, por eso, los desórdenes callejeros, cuyo espectro es siempre muy ancho —abarcan una gama extensa, que va desde el tiroteo ante una joyería o un banco, hasta la actitud grosera de esas parejas amorosas que deciden mostrar en público una pasión posiblemente mayor a la que verdaderamente sienten—; pienso, repito, que los desórdenes callejeros son el fermento primero de toda descomposición, de cualquier inversión de valores. Traigo a la imaginación en este momento el espectáculo que todas nuestras ciudades ofrecen, diariamente, pasadas las once de la noche. En cada puerta, la bolsita de la basura; cinco, diez, quince bolsitas de la basura en cada casa. Bolsitas que, como es natural, cada madrugada se llevan los camiones de servicio público. Santo remedio. Pero, por desgracia, no hay quien recoja de la calle, de la vía pública, todas las otras basuras que arrojamos cada día a ella, cuando no sabemos, en aras de la convivencia y del elemental civismo, guardar, reprimir o quemar esos brotes de malhumor, de egoísmo, de envidia, de lujuria, de ambición que lentamente (porque no hay basurero para esos desperdicios) van formando no sé que atmósfera nauseabunda, moralmente nauseabunda, que no puede ser disimulada por el brillo de una excelente urbanización.
Todos, en mayor o menos parte, somos hombres en la calle. Es una responsabilidad. En este tiempo de signo eminentemente social, con mucho más motivo. Todos tenemos nuestro saquito moral de basura. ¡Por Dios!, no lo pongamos en la calle. No habrá basurero que lo recoja. Tenemos que quemarlo nosotros mismos. Claro que sí: la calle nos invita a una represión. A mí no me causa lágrima lo de escribir que, en muchas ocasiones, hay que reprimir y hay que reprimirse. La Civilización, al fin y al cabo, es, en buena parte, efecto de una represión. Y el mismo Freud —tan rebasado, tan desbordado, tan «superado» por sus epígonos— tiene una página en la que, a pesar de todo, reconoce que la represión es precisa. La renuncia (de cualquier especie) fue siempre una virtud. Como ha cambiado el «signo de los tiempos», resulta ahora que quien se somete a una disciplina, no pasa jamás de ser un «reprimido». No lo elevamos nunca de categoría. Aunque sea nada menos que un asceta, en el sentir del hombre vulgar no es nada más que un reprimido. Creo obligado reaccionar contra este tópico, contra este «topicazo».
(ABC, 6 de septiembre de 1975)
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