¿Primero vivir y, luego, filosofar? No sé; no sé si el vivir puede remar sus anhelos cuando no hay brújula. ¿Hacia dónde? La acción, explica, desarrolla la vida; es un escolio. Pero cuando el pensamiento no postula los teoremas, no se ve que es lo que puede explicar la vida. Ni aún hay vislumbres de qué es lo que puede justificarla...
El Pensamiento, es primero. «Más vale un pensamiento del hombre que todo el mundo», dice San Juan de la Cruz. Después, Blas Pascal, habría de escribir: «El espacio me comprende y me absorbe; pero, por el pensamiento, yo comprendo al universo»... Con la premisa del Pensamiento, indispensable, el hombre puede caminar. Y hacer en el camino...
Después de filosofar, pues, vivir. Después del pensamiento, la acción. Pero ¿qué acción?
El teorema cristiano de la existencia estimula la acción hacia Dios, está exigiendo la demostración de una vida creadora, fértil, vibrante... El Pensamiento que Dios puso en nosotros ha de volver a Él transfigurado, florecido de obras, fructificado de virtud...
He aquí el proceso de la posible génesis poética en el hombre. Primero —dijimos— el hombre, piensa; después hace y crea: poetiza, ama. Con su naturaleza caída, estiliza un modo, forja esa obra de arte que puede ser su existencia, obtiene la demostración azul de un teorema...
Por eso, la mejor poesía de Juan de Yepes es, probablemente, su vida. La vida de los santos y de muchos grandes hombres es eso: hacer un jardín del camino. Buscar musicalidad, acento y ritmo al hecho, primariamente caótico, del «estar en el mundo»... Jerarquizar en pentagramas de Sabiduría las notas discordes que pujan en la entraña oscura. Cada aspiración del santo se nos aparece así, como la búsqueda de un consonante... de Dios.
Pero el Pensamiento que ha servido de arado hondo, que ha dispuesto el alma para la germinación maravillosa, puede, luego, aflorar al a palabra, encarnarse en el verbo. En San Juan de la Cruz se cumple, perfectamente, este revertimiento. Después de hacer Poesía su vida, hizo poesías de sus palabras... Se trata, claro, en la poesía de San Juan, de la poesía más poesía, puesto que llega, por así decirlo, de vuelta... con la «experiencia» de su vida florecida.
Poesía —en este último sentido— es el arte de ruborizar al pensamiento haciéndole afluir a la faz el ardimento oculto. El poeta lanza una metáfora y... la lengua ríe, musical, como una doncella encandilada de piropos. Poesía es el arte de trabajar «al fuego» las ideas y las palabras, adelgazándolas, sutilizándolas, haciéndolas dúctiles y maleables. Están las cosas concretas, rotundas, definidas... Llega el poeta —huso y rueca— y ataca, audazmente, la madeja uniforme, laminando los conceptos hasta sorprender los hilos extraños.
Vemos en San Juan de la Cruz al poeta que ha devuelto a Dios, irisado de fulgores amorosos, el Pensamiento después de aclarar con el Pensamiento su vida. «Más vale un pensamiento del hombre que todo el mundo», decía. Y añadía: «Por eso sólo Dios es digno de él». Para dirigir a Él, pues, el pensamiento vertido en palabras, lo trabaja, lo pule de los mejores adornos poéticos. Transmuta en oro todo, como un alquimista, como un Midas del lenguaje. Sutiliza los conceptos hasta hacerlos aptos para el menester místico. Huso y rueca maravillosos los del Doctor Extático para hilar, hasta lo transparente, la maraña inextricable. ¿Cómo la fina aspiración, tremente de divinidad, pudo enhebrar en sus agujas invisibles la borra gris, terrera? La «Noche Oscura» es un fulgor de metáforas, como luciérnagas, en la tenebrosidad expectante de Auroras. El «Cántico Espiritual» —«¡Oh qué bellas margaritas!»— es un tejido de lirismos, brillante de ansías, balbuciente de congojas, candente de esperanzas, en que el enamorado a lo divino ha afilado la punta de todas las imágenes y ha cambiado el color de todos los pensamientos y ha torcido el significado de los vocablos y ha sublimado el valor de todas las metáforas... para hacerlas dignas de Dios. Porque «cualquier pensamiento del hombre que no se tenga en Dios, se lo hurtamos».
Leyendo las poesías del santo nos acomete la impresión de asistir a un Tabor de las palabras.
(Revista VBEDA, Año 2, Núm. 24, diciembre de 1951)
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