Cuenta don Senén que está en plena forma, que no se cansa nada al subir las escaleras. Realmente, lo que le sucede a don Senén es que vive su sazonado otoño con sol. Está en la madurez, es decir, ya no es joven. Si lo fuese, no anotaría casi como un triunfo el hecho de la escalera. Está en la madurez, es decir, todavía no es viejo. Si fuese viejo, más o menos, se cansaría.
Uno quisiera escribir hoy a quienes no se cansan de subir las escaleras. Realmente, si vamos a analizar, este mundo se estructura bajo las especies del sube y baja. La vida es un cruzarse con los demás en éste o en el otro peldaño. Y un ser empujado por los otros, que vienen detrás. O un querer impedir el paso ágil —que de todo hay— estorbando al prójimo, simulado a lo mejor una cojera venerable que no existe. Es estrecha la escalera, pero es de todos. (Y, ¿cuándo hay derecho a exigir la derecha?) La escalera es propicia a mil casuismos. Luego, es frecuente chocar en ella con la mirada del caballero que desciende; generalmente es una mirada derrotada, quizá compasiva. El acaba de apretar en vano el timbre que nosotros nos disponemos a pulsar. Lo peor es cuando alguien se equivoca de puerta. ¡Hay tantas! Se espera anheloso la llamada y abre una persona que responde: «No es aquí, no es aquí». Hay que descender, entonces, o hay que seguir subiendo, porque son otros López los López que se buscan.
El señor que se pone a advertir que no se cansa al subir las escaleras tiene, naturalmente, plena conciencia de lo que dice. Y dice:
—Todavía es hora.
Porque existe un momento, una ocasión, para cada hombre. ¿Encontramos esa oportunidad al comenzar la subida? No hallar una ancha puerta abierta en el principal derecha debiera servir de estímulo, porque una dicha tan a poco costo lograda es más bien como para desconfiar de ella. Más ganada estaría una felicidad con más escaleras: la del quinto izquierdo, pongo por caso. Es por eso que el joven, lleno de ambición, exclama: «¡A mi las escaleras!».
Ahora bien; el hombre maduro no grita: «¡A mi las escaleras!». Nada más afirma que no le cansan. De otra parte, su optimismo moderado —«todavía es hora»— se mantiene equidistante del alborotado «¡ya es hora!» de los jubilosos y del triste «ya no es tiempo» de los pesimistas.
A otro nivel, la historia, ¿qué es y qué representa sino un afán continuo de ascenso, una promoción que adopta aires triunfalistas en ocasiones, posturas pacientes a veces, a veces gestos desilusionados? La interpretación varia. Pienso, por ejemplo, en los innumerables hombres que presumen que, al fin, el auténtico mundo y la vida genuina están inaugurándose con la «nueva Era». Se entusiasman con los cosmonautas, con la cibernética o con el frigorífico y la televisión simplemente. Y piafan de deseos, ávidos de renovados triunfos, devoradores de obstáculos. ¡Ha llegado el instante de la escalada!
Millares de regresos, sin embargo, se cruzan con los ímpetus exultantes en el descanso de la escalera. «Ya nos fastidia tanto peldaño inútil de la historia», parecen querer decir los desengañados. «Esta era no es el atrio de la felicidad, ningún tiempo histórico fue vestíbulo de la dicha. Ha historia ha pulsado sin respuesta todos los timbres». Porque cada desencanto mira su reloj y teme que «ya es tarde», que siempre fue tarde...
Pero cuando la fatiga no ha llegado, aunque se sabe que el cansancio es posible, surge la serena opinión, sin desaliento y sin euforia: «Todavía. Es tiempo todavía. Aún la historia tiene sus pulmones en buen estado. Quizá en el último piso, quizá en el ático, alguien va a franquear su puerta, alguien va a decirle a la historia: Sí, aquí es».
(ABC, 9 de diciembre de 1967)
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