«Y cuando os derramáis sobre nosotros, no os abajáis, mas nos levantáis;
ni os derramáis, nos recogéis.» (San Agustín, Confesiones, Lib. I, Cap. 3, N. 3)
Es estremecedor que Dios esté aquí. Pero yos hemos acostumbrado. Es tremendo que el Señor nos pueda decir un día, refiriéndose al Sacramento de la Eucaristía: Os habituasteis a Mí, y sin embargo, no llegasteis a gustar de Mí. Porque la Comunión pudo ser, para el cristiano, un lujo caro, dificilísimo de lograr y, no obstante, Cristo la puso al alcance de cualquier espiritual fortuna. Pudo ser un premio y el Señor la permitió en un Viático. No sé si el parangón podrá resultar irreverente, pero yo suelo pensar que la Redención es como una Obra de la que cada día se hacen nuevas ediciones: así, gracias a la Eucaristía, como los libros baratos y popularísimos, puede llegar a todas partes, el fruto de la Redención permanece eternamente actual y vivo. En la Misa, el Sacrificio se reimprime y el Misterio se divulga. Es eso: en el Sacramento, bajo las especies, está, por así decirlo, Cristo está en rústica. Sustancial y verdaderamente está allí; pero mal encuadernado. Es la radical humildad, el Amor infinito de Dios quien hace el Milagro de que su Esplendor y su Magnificencia externa se inhiban en la Eucaristía. Quizás porque visibles en su Esplendor y Magnificencia, Dios se haría irresistible, Cristo no podría ser comulgado por el hombre caído.
La primera lección eucarística, pues, representa, creo, un anatema contra la vanidad del hombre. El hombre es ese ser que no soporta una edición barata de sí mismo. El hombre es una inflación. Creo que fue Unamuno quien escribió: «Si cualquier hombre se comprara en lo que verdaderamente vale y luego se vendiera con arreglo a lo que él cree y dice valer, se haría un bonito negocio».
Pero he aquí el «peligro», que dirán los prudentes. Cristo divulgado, hecho accesible para todos en el Santísimo Sacramento, corre el riesgo de ser despreciado y pisoteado. O, al menos, como decíamos al principio, de que nos acostumbremos a Él, introduciéndolo cada año, cada mes, cada semana o cada día en nuestra alma como un Huésped de mucha confianza al que termina por recibirse sin ninguna muestra de delicadeza.
Y, sin embargo, a pesar de este riesgo, ahí está; no teme ni los sacrilegios, ni las profanaciones, ni las indelicadezas, ni las desatenciones de los hombres. ¿Qué interés le mueve? Transitamos junto a las iglesias vacías. Las iglesias vacías contienen a Cristo. Contienen a Cristo y las puertas permanecen abiertas. Las puertas permanecen abiertas y pasamos de largo... No obstante, Cristo —el Cristo minimizado, bajo las Especies del Pan y Vino— allí permanece. ¿Por qué?
¿Por qué Cristo sigue aguardando paciente? Somos legión los cristianos que nos cobijamos bajo su bandera. Somos legión; pero, ¡qué ironía!, Él —tan alto— se ha achicado tanto, que ya el Sagrario queda por debajo de nuestros hombros. ¿Verdad, hombres, que eso de Sagrario os suena a Primera Comunión? Sabemos, empero, es de fe, que la Eucaristía no es como un altar de Mayo propenso a la piedad confitada. ¿Por qué, entonces, el Sagrario sigue pareciéndonos algo así como un refocilatorio monjil o como un beatuno lugar de remanso ñoño? ¿Será un sortilegio de la misma palabra, «sagrario»? Cambiemos en ese caso, si preciso fuere, la palabra...
El Señor, movido a la Caridad, no se impaciente en su espera. ¿Es estremecedor que no se canse? ¡Cuánto desaire! Arbitrando seguimos a cada hora y a cada minuto, recursos nuevos para los males que nos afligen y el Dador de todo Bien, sigue en las iglesias vacías. Con sus manos generosas, divinas manos llenas, en las iglesias vacías. Derramándose —cuenco de salud— para recogernos, exclama, bellamente, San Agustín.
Pero ya nos hemos acostumbrado a Él. ¡Ay!, si un día Él nos dice: Os habituasteis a Mí, sin llegar a gustar de Mí.
(VBEDA, Año 8, Núm. 89, mayo de 1957)
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