(CUENTO)
A la Sección Adoradora de Úbeda, en sus bodas de oro.
—Dios, Dios, ¿por qué es tan grande Dios? Es demasiado grande. No cabe en ninguna parte. ¿Dónde lo ponemos? ¿En qué lugar de nuestra alma lo colocamos? Si no más pequeño, debía ser más manejable... ¡Dios! Es enorme y antiquísimo. Además, está lleno de polvo como un mueble antiguo. Lo veneramos porque es un respetable legado familiar, pero hemos edificado nuestras vidas sin tenerlo en cuenta. ¿Qué hacemos con Él ahora? No tenemos sitio.
El cura —era un sacerdote con cara de hombre cualquiera— oía sin interés. Ni se impacientaba. Ni mostraba sorpresa ante las palabras de su interlocutor. Daban las ocho en el reloj de la iglesia. Un sol poniente filtraba su angustia entre las vidrieras. Dos viejas bibiseaban ante un altar con una imagen adornada con pésimo gusto. En el fondo del templo, el Sagrario estaba solo. Sólo con su lamparilla alerta. El cura —era un sacerdote con cara de hombre cualquiera— no se impacientaba. De pronto, su interlocutor dejó de hablar y el cura le dijo:
—Siga, por favor.
Tomó alientos el «penitente». (No debía ser un «penitente» a juzgar por sus palabras, pero al menos, hablaba con el cura en el confesionario.) Tomó aliento y prosiguió:
—¡Dios! Parece una monumental fuerza inerte: una fuerza que se hubiera muerte hace mucho tiempo. Da la impresión de haber actuado en la Historia y en los hombres porque se ha reconstruido pieza a pieza su esqueleto, como el esqueleto de los dinosaurios. Ahora, Dios —tan grande— está en el Museo. Magníficas catedrales: magníficos museos del Todopoderoso extinto, del Cristo apagado. Pero tan grande era Dios que ahora tropezamos con su masa, con su cuerpo en todas partes. ¿Qué hacemos con Él? S una colosal reliquia; pero ¿dónde la metemos? Nuestro tiempo no es ancho, nuestras almas son angostas. ¿Dónde metemos el cadáver de Dios que nos legaron los siglos?
—Siga, por favor.
—¡Dios! Es una locura lo que yo pienso de Dios. Es una blasfemia. Es una monstruosidad. Pero es lo que se me ocurre. ¿Me perdonará Dios si sigo...?
El cura tenía la cara de un hombre cualquiera. Era cada vez más débil la luz crepuscular, filtrada a través de los altos ventanales. Empezó a sonar el órgano. Seguía solo el Sagrario. Ante la imagen del altar de la imagen antiestética, seguían relevándose devotos.
El sacerdote, hizo un gesto de cansancio o de hastía. (Decimos que tenía una cara vulgar, la cara de un hombre cualquiera.). Y al desgaire, como deseando terminar pronto, como no dándole importancia a sus palabras, dijo:
—Vd. no tendrá inconveniente en decir estas cosas a Dios mismo, ¿verdad? ¡Cuánta literatura de Dios tiene Vd. metida en la cabeza! Pero Dios es tan sencillo que nunca se lleva las manos a la cabeza. ¿Quiere ir al Sagrario y repetir allí todo eso? Vaya y dígale al Señor: Señor, no cabes en este mundo. eres demasiado grande: eres antediluviano. ¿Se atreverá a decirlo, precisamente, en el Sagrario?
—Si tuviese fe...
—¿Y quién le impide tener fe? La fe es como una hucha. ¿Quién le impide a nadie tener una hucha? Al principio la fe está vacía. Es como un continente sin contenido: luego se van depositando en ella verdades y buenas obras. Y así se gana la Eternidad. Todo es muy sencillo. Ande, vaya al Sagrario: allí está Dios; dígale: Dios, no cabes. Dígaselo muchas veces. Dios se reirá piadoso de su ampulosa angustia, de sus palabras que quieren ser blasfemias. Dios se reirá de su pedantería. Entonces Vd. se notará pequeñito, se advertirá ridículo, yo se lo aseguro, ante la risa de Dios. Y entonces, cuando ya Vd. esté humilde, Dios aprovechará y meterá su semilla en su vida. Ande vaya al Sagrario; dígale a Dios que no cabe en el mundo, que no tiene sitio... Estese ante el Sagrario un cuarto de hora luego. ¿Quiere hacer la prueba? ¿Quiere hacer la prueba? Cuando se levante para volver a la calle, ya su hucha —la de su fe— no estará enteramente vacía. Ya Dios habrá arrojado en ella la primera moneda.
Era un cura con cara de hombre cualquiera. Estaba ya anochecido. La lámpara proyectaba sombras y más sombras. Un hombre, ante el Sagrario. En la Sacristía, el cura tosía su tos de tabaco fuerte...
MIGUEL H. URIBE
(VBEDA, Año 8, Núm. 89, mayo de 1957)
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