El futuro nos invade y su formato y dimensiones nos ponen en ascuas. Antes, el porvenir estaba por venir —se veía llegar poco a poco, con lentitud de tartana—, y ahora se echa encima antes de tiempo. No hay sala de espera para el futuro que ya entra en vías con adelanto, y esto marea. Marea hasta el punto de que uno no sabe si es que una cosa acaba o empieza. Paradoja: falta tiempo al tiempo. Y, ¿cuál es el tren que sale y cuál el que termina? «El arte no tiene futuro», decía hace poco Salvador Dalí. Pero los irracionalistas, los del arte «kitsch», ¿no nos informan de que es ahora cuando alborea? Confusión de planos. Baudelaire, en Paraísos artificiales, al contar los efectos del «haxix» dice que «quedan trastocadas las proporciones entre el tiempo y el ser»; la alucinación producida por la droga arruga la lineal tersura de las horas: las amontona hasta dar la impresión de que el antes y el después se desplazan, se transforman y cambian de tamaño. Surge la sospecha: ¿hay momentos históricos de embriaguez colectiva con parecidos síntomas? El hecho de que ahora todos hablemos demasiado de «futurismo» y de «regresismo», denota no sé qué obsesión neurótica con respecto al tiempo. Será que hemos perdido el control. El hombre, claro está, siempre se supo inserto en el tiempo, pero dejaba a los días hacer su labor, empeñado él mientras, por su cuenta, en el propio quehacer. Se sabía el hombre cosa distinta —y hasta en cierto modo opuesta— al tiempo. Pero ahora, desde que se nos dijo que el tiempo es nuestra trama y que no hay otra, sufrimos el agonismo de querer ser sus dueños sin dejar de ser esclavos. Con datos, estadísticas, cálculos, quisiéramos indicar al tiempo su camino y su velocidad. Y prefabricar su faz. Se nos ha dicho ya en programas de toda especie cómo va a suceder todo en el año 2000. Y, sin embargo, este conocimiento anticipado es proclive a toda incertidumbre, a pesar de la procura incesante de seguridades. No es raro, entonces, que provoque una reacción nostálgica. Incluso en una misma persona pueden funcionar, así, las dos tendencias —progresismo y regresismo—, según la hora y el estado de ánimo. Momentos hay en que el futuro nos aturde con sus abortos. E instantes en que la «corteza del uso», que diría Bahehod, bloquea el rollizo porvenir que la costumbre esclerotizada obstaculiza. Sí; histéricos todos ante el tiempo, sin metafísica a qué asirnos, la cronolatría denunciada por Maritain sube de punto. La cronolatría es un desenfoque óptico que borra perfiles ontológicos y deja flotar a las verdades a la deriva: el tiempo «decide» sobre el «ser». ¿No vamos a temer, pues, que el relativismo esté drogando al pensamiento? La droga —volvamos a las palabras de Baudelaire— «trastoca las proporciones entre el tiempo y el ser». Este achicar el pasado —progresismo—, este agrandarlo —tradicionalismo—, este conceder todo crédito al porvenir —futurismo—, este confundir a la Historia con una cartilla de ahorros —conservadurismo—, son actitudes distintas y simultáneas de nuestra época. Es que nos falta la serenidad. Y, luego, el activismo es la evasión al alcance de todos. «Me caería de cabeza en mí mismo», dramatiza un personaje de una novela de Cortazar. Frase expresiva. Cuantos rehuyen la interiorización es que temen caerse dentro de su propio pozo, y por eso confían su ser a la circunstancia y al tiempo, nada en el tiempo. Pero ello, ¿no implica un nadar sin agua? El tiempo de que disponemos cada uno es bastante reducido y, probablemente, ésta es la causa del juego. Jugar la carta del mañana o la del ayer; optar por una mimesis —que diría Toynbee— o por una adivinación... Puros juegos para pasar el tiempo, cuando lo racional sería apostar por nosotros mismos, por nuestra personalización, sin mirar demasiado hacia delante o hacia atrás. (Quevedo, en sus días, no del todo diferentes de los nuestros, se angustiaba en sus esquinas, obseso de las encrucijadas del tiempo. «Soy un fui, y un será y en es cansado», escribía en un verso que no tiene par, a mi juicio, en toda nuestra literatura. En efecto, éste es el vértigo de la droga... Pero Quevedo pertenecía a un siglo creyente y encontraban al fin sus angustias reposo glorioso: «Polvo serán, mas polvo enamorado».)
En las pasadas pascuas —he leído no sé dónde— era frecuente en París el regalo de un reloj que preguntaba la hora. Se abre la puertecita de un estuche, aparece una esfera sin agujas y sin señales horarias y un «cucú» parlante salta gritando: ¿Qué hora es? No sé si el juguete tenía intención irónica o simplemente burlesca. ¿Es que ya ni los relojes saben la hora que es? O, ¿se trata de una amable invitación para que hagamos una hora para nuestro ser y no nuestro ser para la hora?
Pienso que olvidamos la fuente entre este aparato hidráulico que trae, a tiempo y actualizada —«aggiornada»— el agua a casa. La civilización —la «explisión cultural» va a coincidir con la «explosión demográfica»— impele hacia futuros ignotos sin que falten los pétalos añorantes de un ayer que suspira más que expira. Pero lo que nos haría falta —lo que nos sería urgente— es meditar que hay una fuente de donde brota el agua. Lo que empezamos a ignorar es que el agua trae un camino que empieza muy lejos del grifo de la cocina o del lavabo: que nuestros múltiples conocimientos y nuestras particulares verdades no son sino diversificaciones, en acometidas distintas, del prístino caudal. Más allá o más acá del tiempo condicionante, ¿Él está en crisis? Pero Él, fuente «posibilitante» e «impelente», Él en el seno del mundo, «constituyendo teologalmente al hombre», según expresión de Zubiri, entraña la única y última esperanza para quienes prefieren seguir teniendo alma.
Aunque, «¿quién quiete tener alma en el Trianón?», se lamentaba Alfredo de Vigny, aludiendo a la frivolidad de la Corte de Luis XIV. (Mal planteamiento el de la frivolidad. Invariablemente, antes o después, le sigue invariablemente la tragedia...)
(ABC, 19 de mayo de 1971)
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