Lo dijo la señora Montessori, citada por todos los pedagogos: «el niño es una planta». E importa no estorbar su desarrollo, su crecimiento. El Maestro es como un jardinero: riega, limpia, poda, abona, recorta.
Pero vamos, señores, a no exagerar. El afán de considerar al niño al modo naturista puede hacernos olvidar que el niño tiene instintos, deseos y hasta malas intenciones a veces, que conviene eliminar. El pecado original es un dogma de nuestra fe. Tratar al chiquillo a baquetazos —palmeta y tente tieso— es una barbaridad. Pero es otra barbaridad dedicarse a contemplar como el niño —estupenda planta— crece en todas las direcciones sin que osemos intervenir directamente (en ocasiones explícita y terminantemente, como un cirujano inclusive) cuando en la organización o en el biologismo del niño surge una purulencia, un absceso, una infección moral. Esa pedagogía que, farisaicamente, se escandaliza cuando todavía se habla de premios y castigos, cuando se propugna una disciplina, cuando se dictaminan unas normas, adolece de bastante bobería, si no es que adolece de otra cosa peor. El Maestro no es un dictador, ni mucho menos un tirano. Pero el Maestro es la autoridad en la Escuela. Y no puede caminar siempre en pos del niño, de los intereses del niño que, con bastante frecuencia, son los caprichos del niño...
La pedagogía moderna trata, con loable afán, de establecer en la escuela una disciplina interna, de responsabilidad de los educandos: una disciplina, por decirlo así, endoesquelética que sustituya a la dermatoesquelética u ortopédica de antaño. La disciplina —se dice— es una función. Y una función que surge sobre la marcha, por necesidad interna reclamada, demandada por el quehacer escolar.
—¿Los niños hacen en la escuela lo que quieren? —preguntaban una vez a Claparede, propugnador de esta disciplina funcional.
Y Claparede, contestó:
—No; es que quieren lo que hacen.
Es verdaderamente ideal que podamos llegar a una escuela en que el Maestro se limite a orientar y a despertar intereses; una escuela de niños responsables convencidos de que hacen lo que quieren porque quieren lo que hacen. Pero reconozcamos que, en no pocas ocasiones, esto representa una utopía. Y que a la disciplina interna, auto responsable, funcional, hay que unir, con frecuencia, la disciplina hecha de normas constantes y sonantes, claras, precisas, razonables, a las que el niño ha de someterse. Porque para eso le mandan a la escuela. Y porque, desde luego, el niño no es perfecto por naturaleza y no siempre es capaz, por sí mismo, de responsabilizarse enteramente de sus actos. Libertad en la escuela, sí, pero con condiciones, con muchas condiciones. (Si el niño en la escuela está ya tan «formado» que es idóneo para gobernarse por sí mismo, es que está ya educado. Pero si está ya educado, ¿para qué lo llevamos a la escuela?...)
¡Ay! La experiencia nos muestra una sociedad de hombres adultos completamente irresponsables. Se dice que esto acaece porque desde la escuela no han aprendido a ser responsables. Magnífico. Enseñemos en la escuela la responsabilidad con su correlativo de libertad. Pero, ¡cuidado! El niño no es, nada más, una planta que crece y crece, a la que no hay que estorbar. El niño —lo sabemos los cristianos— lleva en germen la potencia para el bien y la potencia para el mal. Por eso, si el Maestro es un jardinero, no ha de ser como esos jardineros que se limitan a regar. Ha de ser como los que, llegado el caso, se afanan también en desarraigar.
(SAFA, Núm. 37, 1966)
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