Lo verdaderamente difícil para el Cristianismo, ahora, es que el mundo, sobre el que se ve obligado a operar, apenas ofrece una manera de ser cabalmente perfilada. Nuestro tiempo no tiene un carácter definido. La unificación técnica que nos ha acercado a todos los hombres por las ramas, nos está escamoteando las raíces, de tal forma que cada uno empieza a ser para sí mismo, en cierto modo, un desconocido. La vida, ya, adolece de los mismos condicionamientos en todas partes y, como escribe Sartre, somos «producto de nuestro producto», porque, por ejemplo, el maquinismo fabrica también modos, costumbres, hábitos, formas de vida. Todos los hombres hoy nos parecemos sorprendentemente cuando trabajamos y cuando nos divertimos. Pero el trabajo y la diversión son actividades corticales —aunque para la mayoría sean actividades únicas— y no hacen la personalidad. Ésta germina y actúa más hondo, en el lugar donde chocan y entrechocan la personal ideología y la personal pasión, el temperamento y el pensamiento. Hombres de auténtica personalidad son quienes mantienen, celada o no, esta hondura subyacente a la actuación puramente profesional o puramente convencional. De ese fondo, a la postre, sale lo decisivo del individuo: la virtud o el pecado, el escepticismo o la fe, el fervor o la pereza. Es decir, en ese fondo fragua cada uno su «concepción del mundo», que es lo que cuenta a la hora de saber quién es quién.
Y a esto me remito: Si en otros tiempos, tener una visión sistematizada de las cosas, y un norte de pensamiento, y una ideología, era cosa corriente; y, además, las diferencias individuales inevitables tenían la contrapartida de una coincidencia marcada en ciertos aspectos (todo el mundo, según la época, tenía fe en Dios y respetaba al Rey, o todo el mundo participaba de la corriente romántica, o todo el mundo sentía en liberal, lo cual constituía una coincidencia utilísima para conocer el carácter del cuerpo social); si en otros tiempos, repetimos, el momento histórico imponía más o menos sus «categorías», ahora, en cambio, apenas se dispone de un diagnóstico aproximado para el tratamiento correspondiente. Porque, ¿cuál es de verdad la ideología y cuál el carácter dominante de lo que llamamos «actualidad»? ¿Existe una nota específica, definitoria, de nuestra época?
Mas bien, vivimos de contradicciones. Nuestra Civilización, sorprendente y brillante, es un tanto amorfa y anárquica. Constituye un producto ecléctico, influenciado de mil tendencias de las que todos, en mayor o menor proporción, participamos. «Bastaría con que se tomara realmente en serio una cualquiera de las ideas que influyen en nuestra vida, de tal modo que no subsistiera nada absolutamente de la contraria, para que nuestra Civilización dejara de ser nuestra Civilización», opina Musil. En efecto, todos somos hoy, en dosis distintas, muchas cosas a la par. Todos tenemos una parte de cristianos que no impide el arraigo de costumbres paganizantes. Todos somos entusiastas del progreso y amantes del tiempo ido. Todos, crédulos de una parte e incrédulos de otra. Nos admira la técnica y, en nuestros «ratos de ocio», renegamos de ella. ¿Somos positivistas? Si, pero... ¿Somos escépticos? Si, pero... ¿Somos espiritualistas? Sí. Sí, de todo un poco al mismo tiempo. Pero con pero: es decir, con reparos. Ansias de «justicia social» hay como nunca; sin embargo, compaginamos este anhelo con una filosofía del egoísmo a todas luces manifiesta puesto que el ascetismo y la renuncia —que serían los trámites previos para aquella justicia— no tienen apenas prensa. Es que no tomamos realmente en serio nada, como sugiere Musil. Ni nuestro Cristianismo, ni nuestro paganismo, ni nuestro idealismo, ni nuestro positivismo, ni nuestro espiritualismo. Conviven en cada alma, y por tanto en la resultante social, mil tendencias que se equilibran haciéndose un guerra floja, sin consecuencias. Precisamente, lo que falta en nuestra hora —tan amenazada de guerras armadas entre los pueblos— es una auténtica guerra interior dentro de cada hombre. Cada hombre empieza a ser un caos pequeñito e inocuo. Todo está aguado en las conciencias; todo está mezclado, emulsionado. Así es que de aquella «noosfera» que presagiaba Teilhard de Chardin, ahora por lo pronto, no palpamos otra cosa que polvo cósmico de ideas disgregadas, limo discernible procedente de rocas distintas. Nuestra Civilización —producto de productos— no cuaja en ningún bloque compacto, sistemático. Lo hemos «agitado» todo «antes de usarlo» (la religión y el existencialismo, la democracia y la fuerza, el lirismo y el gamberrismo), y cualquier análisis es desconcertante. Nuestra civilización, equilibrada y sin verdadero carácter dominante, devendrá en otra distinta cuando al fin, una corriente, de las muchas que le influyen, se perfile como triunfante... ¿Amanecerá un espiritualismo arrollador? ¿Se consumará el totalitarismo de la técnica? ¿Prevalecerá una fe trascendente o, definitivamente, un pragmatismo denso y sin poros asentará su reinado sobre la Tierra?
Son las preguntas que hoy se hace cualquier hombre inquieto.
(Diario JAEN, 7 de noviembre de 1967)
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