Aún se espera de la palabra. Recientemente, en España, los periódicos se prepararon eco a excelentes discursos de hombres públicos antes de que los discursos sonaran. Esto nos lleva al tema de la oratoria. Todos alguna vez lo hemos dicho: está en desuso. Las charlas, las conferencias, las homilías, los coloquios, sustituyen la elocuencia de las disertaciones, de los sermones, de los panegíricos. ¿Hemos salido ganando? Los coloquios son distraídos, pero vienen después de la conferencia que empieza por tener un nombre probablemente inadecuado. Además compromete poco. El conferenciante, a veces, es un orador de saldo. La «lectura» de una conferencia la ofrece cualquiera. Podía ser acusado de grandilocuente el clásico discurso. O de veborreico (así muchos sermones del género «florido»). O de oscuridad conceptuosa. Sin embargo tenía una frescura y en el momento de pronunciarse era vehículo de genuina comunicación sin interposiciones. Mucho menos natural, la conferencia se trae con frecuencia conservada en la salazón de las cuartillas; aunque la magnifique el micrófono, el público —laxa la atención— siente una lejana llamada de Morfeo, ya que las condiciones acústicas suelen ser mejores que las del lector conferenciante. Pero la palabra no está para sedante, sino para estimular. Ni los oradores atenienses, ni los predicadores —un Savonarola, un Granada, un Bossuet—, ni los parlamentarios —Maura, Sagasta, Rivero— pasarían sin aumentar, inclusive, el número de pulsaciones de los componentes del auditorio. Eso a pesar de los huecos, porque en todo discurso hay lagunas. Ramón Gómez de la Serna, en una de sus greguería, dice: «Se perdía como un niño entre los huecos de un discurso...».
De todo esto se ocupó Pedro de Lorenzo en Elogio de la Retórica. El libro es reciente; pero, además, la sintomática actualización de la oratoria política lo constituye en uno de los más importantes del momento. Urgente para muchos. Historia, teoría, experiencia crítica se aúnan en Elogio de la Retórica, donde hay un capítulo que recuerda las «Cautelas» de los preceptores del XVI. Avisos para oradores en activos o en reactivación. Recomienda Pedro de Lorenzo con precisiones gracianescas que abotonan su sugerente y matizadísima prosa: «No amontonar» (preferible el discurso de un solo argumento), «no montar caballo blanco» (no caer en afectaciones), «no alzar vallas» (ausencia de rebuscamiento), «la vanidad en la escalera», «no enronquecer», «no dramatizar»...
De otra parte se está introduciendo, con los medios audiovisuales, un nuevo imperio de la palabra sobre la letra, distinto a aquel de los discursos elocuentes. Se vuelve —el autor de Elogio de la Retórica lo señala— a una literatura hablada para oyentes. Y entonces, piensa uno, es hora de conseguir que la nueva oratoria se procure calidades, disminuya huecos, perfile ideas, consiga en fin un estilo. Otro peligro que registra el libro: los discursos corren el riesgo de tecnificarse cuando se convierten en obra de equipo que, luego, el orador se limita a recitar. Cuando se pierde la comunicación directa y personal; sí, además de los «intermediarios» —cuartilla, micrófono—, cierta planificación hace que la palabra no exulte, sino que resulte, ¿qué va a ser de su fontanal frescura? Es curioso que el arte joven, obseso de expresionismos —«Se pinta no sobre el lienzo sino sobre el propio espíritu» ha escrito Camón Aznar—, esquiva todo lo que no sea «rasgo vivo». Mientras tanto, ¡qué inauténtica la palabra, que también aspira a ser nueva y joven, pero que se vierte en frases de molde! Los telespectadores tienen que soportar hoy mucha parlería hecha a troquel o mal acuñada. ¿No es perentoria, entonces, una escuela de buen decir a todos los niveles?
Cuidar la palabra. Limpiarla antes de darla. Los mismos anti-teóricos como don Pío Baroja no abominaban del bien hablar o del bien decir. Es que, sencillamente, hacen labor de poda. Pero la poda, en un Baroja, es ya un alto estilo. En la admirable biografía, hace poco reeditada, de Pérez Ferrero sobre el novelista vasco hay capítulos muy significativos a este respecto, como el titulado «La Academia».
Claro que lo más arduo de la cultura audiovisual va a ser adaptar sin hiatos palabra e imagen. Ofrecía menos dificultades ajustar verbo y concepto. En Elogio de la Retórica, burilado por un estilista de la palabra y la letra, se otean perspectivas dilatadas. Y en toda perspectiva hay indicios de soluciones...
Aún se espera de los discursos, de la oratoria. Será otra retórica. El bronce será distinto, pero no puede ser un bronce roto. Funcionalismo, sí. Pero evitando a todo trance hacer de la chatarra palabra.
(ABC, 28 de junio de 1972)
1 comentario:
Quien habla en público asume una responsabilidad: la de cuidar qué se dice y cómo se dice. La vulgarización del lenguaje trae consigo una vulgarización de las ideas. Hay una disciplina del bien decir que no se aprende ya en la escuela.
Ahora pensemos en los charlatanes de la televisión, tan "resultones", tan desabridos, tan "espontáneos". Una legión de profesores de Lengua no puede contra ese ejército malsano.
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