Es una evidencia —no hay que recurrir a
las estadísticas para comprobarlo— que el matrimonio también está en
crisis. Pero aquí, creo, no se puede recurrir a esa especie de comodín con que
se excusan ahora todos los trastornos: «crisis de crecimiento». Aquí, la
cuestión es otra.
El hecho es que muchos cristianos están
olvidando que en el matrimonio, bajo su forma de contrato, subyace un carácter
más decisivo: el de Sacramento. Si valoramos el matrimonio nada más como
contrato, está claro que no se le puede exigir indisolubilidad. Porque todos
los contratos caducan, o se revocan, o son susceptibles de denuncia por una u
ambas partes. Pedir perennidad y vigencia eterna a un contrato es pedir peras
al olmo. Así es que desde el punto de vista puramente contractual, los
partidarios del divorcio llevan razón.
Pero el cristiano en cuanto tal no puede
pensar así. Aunque le vaya mal —muy mal incluso— en el matrimonio, no puede
pensar así. Las nupcias no son para la felicidad permanente. La
felicidad permanente, aparte de una utopía, no es el fin específico de la unión
sacramental. Nos unimos los cónyuges para la felicidad cuando llegue, y
para cuando llegue el dolor. Y no nos ligamos de hecho con las virtudes,
o con los bienes, o con la belleza del cónyuge —que pueden ser cosas
fungibles—, sino con el cónyuge todo entero. Al hacerlo carne de nuestra carne
no quiere el sacramento que nos propongamos exclusivamente la materialidad de
un placer. Es decir, la vida del desposado no se entrega bajo el aspecto
unilateral de la mutua satisfacción. También se entrega para el mutuo dolor,
puesto que el dolor, como decía Séneca, también forma parte de la naturaleza.
El matrimonio es, por igual, fuente de posible alegría y fuente de posible
sufrimiento. Pero alegría y sufrimiento compartidos. De tal forma que si el
cónyuge respectivo tiene un defecto —aunque sea un gran defecto—, se incorpora
al matrimonio, en fondo común, como defecto de los dos. Y hay que soportar,
llegado el caso, las cargas físicas y morales, tanto si de él proceden como si
proceden de ella. Y la enfermedad física o moral del consorte hay que aceptarla
como propia, de la misma manera que como propios se aceptan sus caricias, su
dinero o sus bondades. En el matrimonio se comprometen los sujetos y no
solamente los objetos que se dan o que se tienen, contando entre los
objetos el mismo cariño. De ahí su carácter irreversible. De ahí que no sea el
matrimonio un simple contrato ya que en éste entran en juego objetos, pero no
sujetos, es decir, personas. No puede cesar el matrimonio mientras no cesa la
persona...
Que el matrimonio, pues, desde una
apreciación mundana, entraña un riesgo y supone a veces una heroicidad, es
indudable. Pero su carácter sobrenatural se rige por principios y valores que
se cotizan de tejas arriba. Y éste es el único remedio frente a toda posible
desventura. Dura es la ley, pero es la ley.
Creo, por eso, que la propedéutica del
matrimonio cristiano que encarna el noviazgo no puede ceñirse a la absurda
promesa de amores eternamente frescos. En el matrimonio cuentan muchos valores,
entre los que no es el menor el del sacrificio. Holocausto es la unión
sacramental y no simple intercambio. Objetivo suyo es el Amor más que los
amores. A la vista de esto, el matrimonio exige, más que una preparación de besos
—que por otra parte no necesitan prepararse—, una esencial preparación
cristiana. (Aquella costumbre de que el párroco pregunte la doctrina a los
contrayentes no es una simple fórmula.)
Porque si, ciertamente, el matrimonio se
funda en el sexo y no puede prescindir del sexo, no menos cierto es que está
llamado a rebasar el sexo. La sexualidad es la base del matrimonio, pero no es
todo el matrimonio, de la misma manera que la base de la pirámide no es todavía
la pirámide. Esto difícilmente se acepta en nuestro tiempo hedonista y
desmoralizante. No se acepta que la felicidad posible del matrimonio no es una
felicidad dada de antemano, sino, más bien, una felicidad a alcanzar. Y una
felicidad de la cual el placer es sólo el estímulo, pero no el elemento constituyente.
Si quienes se van a casar se persuadiesen de que el matrimonio no es un
contrato de amores, sino una voluntad de amor, rara vez se produciría la
disparidad. Pero es más: cuando nos convezcamos de que la disparidad posible
entre los cónyuges no es causa suficiente de ruptura, se producirán
automáticamente menos disparidades. Habrá más armonía cuando juzguemos que una
accidental desarmonía no desata lo esencial.
En fin; será defendible el divorcio desde
un punto de vista estrictamente natural. No lo es, en cambio, desde el punto de
vista cristiano. Hay que persuadirse de que el cristiano es diferente. Y
si nos decidimos a ser cristianos, tiene que hacerse con todas las
consecuencias.
(ASÍ, 2 de noviembre de 1969)
1 comentario:
En efecto, el matrimonio cristiano es diferente y algo más que el contrato o matrimonio civil porque ha sido elevado a la dignidad de sacramento. Y, como señala nuestro querido y entrañable Juan Pasquau, conviven la sexualidad, el cariño, la persona entera y al ser los dos una sola carne, es preciso juntar lo bueno y lo defectuoso de los dos....Así nos lo expones de forma clarividente y elegante el gran escritor ubetense.
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