La fe cristiana nos enseña que, entre toda la creación, solo el hombre posee alma inmortal. Nos dice la fe, además, que en el último día se efectuara la resurrección de los cuerpos. Es inútil que sometamos a un análisis, enteramente racional, esta enseñanza dogmática. La garantía de su certeza es de orden sobrenatural. Somos inmortales por «gracia», por «privilegio». Si la ciencia hizo del hombre un eslabón de la cadena de la evolución —a veces un énfasis en el dictamen que, por reacción, promueve serias dudas respecto a sus afirmaciones—, es obvio que tal hipótesis solo al hombre natural se refiere. Pero este hombre natural, por expreso designio divino, fue elevado a un orden superior y, desde entonces, el hombre natural no es el hombre completo. Hay como una inestabilidad en el hombre que renuncia a su herencia divina —asegurada en la Redención de Cristo— y se contenta, nada más, con su índole exclusivamente natural. Está claro que entre el hombre y los animales media un abismo. Pero si, de otra parte, el hombre no se reconoce «imagen de Dios», su sensación y su sentimiento de soledad en medio de todos los seres, es dramática. Esta soledad, este aislamiento del hombre que muere como los animales, pero que teme a la muerte, que tiene pánico a la muerte, es de verdad extraña. Si hay en nosotros ese terror hacia la muerte, es porque ella, realmente, es algo que repugna a nuestra condición; algo que, diríamos no nos corresponde. Pero, ¿repugna a nuestra naturaleza natural, valga la redundancia? No, puesto que vemos que, en toda la Creación, nada hay tan natural como la muerte. Entonces es que —valga ahora la impropiedad— hay en nosotros un instinto sobrenatural que nos dice que somos inmortales. Está claro, pues, que si de un lado tenemos la evidencia de la muerte y de otro el instinto contra la muerte, nuestra situación es angustiosa. Y contradictoria. Porque es insostenible mantener al par estas dos proposiciones: «Somos nada más que naturaleza» y «Nada nos es tan difícil de aceptar como la muerte». ¿Cómo? ¿Cómo si somos nada más seres naturales, la muerte puede resultarnos rara y como ajena a nosotros mismos?
La inestabilidad, el aislamiento, la angustia del hombre que sabe que morirá, pero que no se resigna a morir, solo tiene remedio con la creencia en la Resurrección. La nota diferencial del hombre y los animales es la inmortalidad. Pero la inmortalidad no es sino consecuencia de la elevación del hombre —por Gracia, repetimos— a otro orden. Y se dirá: ¿Por qué, entonces, el cristiano teme también a la muerte? Pues, precisamente, porque su fe es sobrenatural, no natural. La parte exclusivamente humana, nuestra, continúa perpleja ante la muerte y la fe, si no existe otra gracia especial, sobreabundante, no anula la naturaleza ni el miedo natural. Todo ello es consecuencia de la bipolaridad del hombre: ser, a la par, de este mundo y del otro: criatura desterrada en la Tierra o, como dice más exactamente Unamuno, criatura que en la Tierra sufre el «descielo». Ahora bien, es indudable, que cuando sube el barómetro de la fe —ahora el barómetro está muy bajo— baja el termómetro del miedo; miedo a la muerte.
¡Aleluya, porque la Resurrección de Cristo —prueba de su Divinidad, señal de que su Redención es cierta— nos asegura nuestra filiación divina! ¡Aleluya, porque no somos, simplemente, un eslabón más en la cadena, porque la Resurrección nos enlaza, nos engancha a la Eternidad! ¡Aleluya, porque el tiempo que es ahora nuestro dueño será un día nuestro espectáculo! ¡Aleluya, porque el mundo que hoy nuestra palenque y nuestra escena, constituirá un día —fuera nosotros de él y él fuera de nosotros— el objeto de nuestro exacto conocimiento! Ahora no conocemos el mundo porque estamos dentro de él, inmersos en él. Sólo lo conoceremos con Cristo cuando con Cristo hayamos resucitado. ¡Aleluya, porque «resucitó según dijo»! Aleluya, porque ya podemos cantar: «Oh, muerte, ¿dónde está tu victoria?».
(Ilustración: óleo de MANUEL GARCÍA VILLACAÑAS)
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