Desde fuera, y a veces también desde dentro, se acusa al Cristianismo y especialmente al Catolicismo, de conservador. Por supuesto, ser «conservador» en nuestro tiempo es cosa nefanda... La gente acusa de conservador al cristianismo basándose nada más en puras anécdotas: en el «Cadillac» del señor Fulano que comulga cada semana y en el altar barroco de San Antonio que hay en la iglesia del pueblo a mano izquierda conforme se entra. Otros hombres más ilustres, existen, también, que llaman conservador al Cristianismo porque además de un alma tiene un cuerpo visible con cabeza, tronco y extremidades. Desearían descabezarlo o encojarlo o dejarle manco, para que fuese más «evangélico», dicen ellos; para que no pudiese moverse, pensamos nosotros.
Con razón decía Chesterton que los hombres pierden la fe por motivos más bien fútiles. Hoy mucha gente la pierde embriagada por los argumentos manoseados del último filósofo presentados, eso sí, de forma «aggiornada» y brillante. Sin embargo, yo creo que la mayoría de los desertores —desertores de la fe cristiana— lo son precisamente por conservadores. Son conservadores sin conciencia de que lo son, como aquel buen burgués de la comedia de Moliere que escribía en prosa «sin saberlo». Veamos.
Sin saberlo, son conservadores todos esos amantes del «progreso» más o menos que quieren mantener intacta su condición de hombres «libres», es decir, hombres que no renuncian a su privilegio de pensar por su cuenta, de disfrutar por su cuenta, de teorizar y teologizar por su cuenta y por su cuenta dogmatizar. ¿Hay algo más antiguo, más conservador que esto? La verdadera máxima revolucionaria, es decir, anticonservadora, es aquella de «Niégate a ti mismo». Está en el Evangelio. El auténtico golpe de mano contra el inmovilismo del hombre —acostumbrado a la inercia, a la costumbre del pecado, a la estabilización de sus vicios, de sus defectos, de su amor propio— se encontró siempre en la lucha titánica del asceta que vence al vaho oscuro que le mana de la carne; en el dinamismo colosal del místico que trastorna violentamente la sedimentada tradición de su geogenia espiritual hasta lograr el volcanismo de sus ímpetus fervorosos. Pero hoy nos acordamos poco de esos revolucionarios que fueron los ascetas y los místicos. Hoy creemos que la revolución cristiana consiste en desacralizar la religión —pronto habrá cristianos sin Dios como hubo en los tiempos de la república española monárquicos sin rey—; en buscar entronques inéditos al Evangelio y en acelerar el expediente para la autorización de «la píldora». ¿Qué revolución puede ser esa? ¿Cómo vamos a creer en unos revolucionarios que quieren conservar a toda costa los «fueros» antiquísimos del egoísmo personal comprometido en la defensa exclusiva de los valores humanos frente a los derechos de Dios sobre el hombre ?
Claro que, en muchas ocasiones, estos conservadores con capa revolucionaria se escudan en tremendas verdades parciales. Por ejemplo, cuando hablan de justicia social cristiana, esa justicia que aún no ha llegado. Pero eso es harina de otro costal. Lo que interesa de momento es no confundir. La manera más segura de aplazar el implantamiento de la justicia social es contribuir consciente o inconscientemente, a que se pierda entre los hombres el amor y el temor al Dios personal que juzga, premia y castiga. Porque Dios vive y habla desde su silencio. Lo de la «muerte de Dios» es también demasiado antiguo, demasiado «conservador».
(ASÍ, Núm. 3, 1968)
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