No es ningún descubrimiento decir que a los niños —a los niños pequeños también— les gustan los libros. No digo que a los niños les encante siempre estudiar, pero les agrada tomar un libro en sus manos, hojearlo, ver los grabados, y hasta leerlo. En este sentido la pedagogía moderna, aliada con los primores tipográficos, ha conseguido maravillas.
El primer paso está dado. Hoy no se enfada un chiquillo si los Reyes le dejan libros. Eso sucedía hace treinta o cuarenta años. Ahora no. Hace treinta o cuarenta años los libros podían gustarle a este o al otro niño «repipi». En nuestros días se ha conseguido que los niños normales, en su sistema de valoraciones, estimen por igual al libro que al balón.
La primera deducción que sacamos es que los libros dedicados a la infancia se ajustan mejor que hace unos lustros a la sicología infantil, si bien queda mucho camino por andar en este aspecto. Se consiguió, desde luego, que el primer contacto con la letra impresa fuese agradable. Así, el aprendizaje de la lectura, lejos de constituir un tormento, se hizo tarea hasta cierto punto amena. Y cuando, una vez seguros en la posesión y afianzamiento del «instrumental», se aventuran los escolares a bogar —imaginación en ristre— a lo largo y a lo ancho de las páginas de un libro, la fatiga, o lo que es peor, el aburrimiento, no producen apenas naufragios. Es más: el libro de texto —el tantas veces odiado libro de texto— se escribe y se confecciona ahora teniendo en cuenta el fin para que es creado. Se toma en consideración al alumno a la hora de hacer un libro didáctico, cosa no frecuente antaño.
Y como el libro ha empezado a comprender al niño, se advierte cómo, en justa correspondencia, el niño ahora comienza a ser más amable con el libro. Lo trata mejor. Lo cuida con cierto esmero, lo considera como un objeto personal valioso. La eterna enemistad entre el estudiante y el libro, hecha patente en aquellas manchas, aquellos rayajos, aquel talante desencuadernado, aquellas apostillas irónicas en las páginas en blanco, los añadidos de bigote, sombrero o gafas en los fotograbados puede decirse que ya no se usan. El niño, el muchacho, podrá no estudiar, pero en cualquier caso respeta el libro. Decíamos que el primer paso está dado, ganada la primera batalla.
Ahora bien, el libro que fue hasta hace unos años el instrumento exclusivo de la Cultura; que «monopolizó», por así decirlo, como único vehículo aprovechable la circulación de los conocimientos, se encuentra ahora con que no está solo. Medios de cultura audiovisual existen —tele, cine, radio, al alcance de cualquiera— que, a primera vista, compiten con el libro en la transmisión de los conocimientos, con la ventaja de la comodidad y de la amenidad. Por eso muchos se alarman. «Mis hijos no miran un libro desde que tenemos la televisión en casa...»
¿Van pues a pasar los libros en un futuro más o menos próximo a la situación de «reserva»?¿Van a hacerse inservibles ahora que empiezan a ser respetados por los niños? Suponer que la cultura audiovisual va a anular a los libros, es pensar sin perspectiva. El libro es insustituible. El cine o la tele son eficaces pedagógicamente hablando, pero sus servicios no pasan de «servicios auxiliares». Tienen sin embargo una calidad y un atractivo y una sugestión tales, que obligan al libro a superarse. De ahí que el buen cine o los buenos programas televisados van a hacer que se escriban en adelante mejores libros. La misión rectora de la letra impresa, ante el empuje de la cultura subalterna, va a hacerse más consciente y decisiva. Los temperamentos verdaderamente ávidos de información, de ciencia, de sabiduría, estimulados por la tele o el cine, no se contentarán con la imagen; instarán a la idea. No se conformarán con el reportaje, apelarán al trabajo.
Mi impresión es que los medios audiovisuales van a quitar público al cine o a los toros; pero nunca al teatro o al libro. A pesar de que, de primera impresión, parezca lo contrario. Van a ser las películas históricas quienes encariñen a los chiquillos con los libros de Historia. Y por fin, muchos van a leer el «Quijote» después de un programa de televisión dedicado a Cervantes...
A la corta o a la larga —si no se tropieza con un encauzamiento indebido o con una inversión de valores que, ¡ay!, también sería posible— las entidades subalternas de la Cultura nos van a conducir siempre, indefectiblemente, a la presencia del libro.
La amistad del hombre y del libro puede ser fomentada desde la infancia. Ahora hay más ocasiones que nunca para que así sea.
(JAÉN, 1 de mayo de 1964)
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