La primavera está ahí, para todos. Pero unos hombres saben verla mejor: están dotados de yo no sé qué sentido especial para aprehenderla. Luego —este es el caso— aciertan a llevarla con un garbo, con un aire de sutil galanía... Como si les viniera a la medida, como si una presencia oculta germinase en ellos al mismo ritmo, y con idéntico talante, que el de las «cosas» primaverales. Y la primavera no «es» del todo hasta que un hombre —o una mujer— salen a su encuentro. Sí; de todas formas es cierto que hay personas que «funcionan» mejor cuando abril y mayo llegan...
Personas y... pueblos. Esto es sabido. Porque si ciudades existen que sintonizan su melodía con la doliente del otoño; si otras, de tuétano reseco, adolecen de la fisonomía desolada e implorante de los árboles que ha azotado el cierzo, están, en cambio, los pueblos de los que «no se sabe nada» hasta que la primavera aparece. Se inhiben, diríase que desaparecen, no nos alcanza ninguna noticia de ellos, desde que el calendario dobla la esquina de Todos los Santos, hasta que las campanas de Resurrección proclaman la entronización de abril.
Eso, probablemente, sucede con Andújar, primera ciudad, pasada Sierra Morena, que siente la inclinación andalucista. Ella, sin ir más lejos, «decide» la vocación del Guadalquivir. Por tierras de Jaén, el río mozo discurre un poco despistado. Pero Andújar lo educa: lo enhebra en los ojos de su puente romano y, luego, ¡hala!, lo lanza derechito hacia Córdoba y Sevilla; proclama su mayoría de edad, abre su grandeza. Antes, Guadalquivir vacilaba y Andújar le indica: Por aquí.
Andalucía empieza en Andújar. Guadalquivir en Andújar conoce su destino. Iliturgi, en la primavera germina. Atravesáis Despeñaperros y vienen los bravíos campos de gesta: Las Navas de Tolosa y, en seguida, Bailén. Dos pespuntes decisivos para la arrogante clámide histórica que cubre las carnes maceradas de la geografía ibera. Bien; pero esto es Castilla todavía. Castilla trascendente, épica y quieta. Cuando llegáis a Andújar es cuando comenzáis a sentir que Castilla limita al Sur con la gracia. ¿Con qué gracia? Con esta que asoma —leve, fragante, modesta y un poco irónica— en la ciudad de San Eufrasio.
En esta primavera de 1960, Andújar corona a su Virgen de la Cabeza. La Virgen de la Cabeza, recientemente proclamada Patrona de la diócesis de Jaén,, Celadora del Santo Reino entre los riscos de Sierra Nevada, tiene su santuario en el «Cerro». El «Cerro» se eleva oferente, como una patena de tierra heroica, bajo el cielo absoluto. En el «Cerro», un día, un capitán murió diciendo «no»; un no, dentro del cual latía la semilla del «sí» total de la Patria...
Se sube al Cerro —romería perfumada de plegarias talladas en sonrisas— el último domingo de abril. Andújar entera es la «organizadora». De todos los lugares de Andalucía llegan las Cofradías de Nuestra Señora de la Cabeza, porque la devoción a la Virgen serrana tiene sus «células» entusiastas en todos los puntos de la región bética. Andújar, vértice, «limpia, fija y da esplendor» a un fervor mariano que confluye de distintas y opuestas direcciones. En la plaza de España, la romería se pone en marcha. ¿Es que vamos a decir ahora cómo es una romería andaluza? Pero aquí, además, es abril confabulado con Andújar, conspirando un estallido de colores, súplicas y elegancias. ¡En qué consistirá la elegancia! Dicen que en la difícil naturalidad... Andújar tiene una antigüedad histórica sobre cuyo sustrato —Iliturgi— levanta cada día afanes de modernidad. De modernidad, no de modernismos. Andújar tiene su luz que quema, dentro; y su blancura que ilumina y acaricia, fuera. Es un gozo viejo que sale cada mañana a saludar al sol. Así, sus ventanas se abren a los amaneceres en una epifánica exultación de macetas florecidas. Requerís a la alegría y responde Andújar.
La elegancia, como es sabia, puede adaptar la verdad a todos los colores. Y a todas la músicas. Andújar —por ejemplo— «adapta» la plegaria. Canta a su Virgen, con ritmo de pasodoble inclusive. ¿Alguien se sorprende? Andújar ha compuesto una original letanía: cuando los romeros suben al Cerro van diciendo, a ratos, a la Señora, una canción en la que se llama a la Virgen «aceituna» y «chocolatín del cielo...»
Morenita y pequeñita
lo mismo que una aceituna...
Sí; uno lo ha visto. Van en procesión los devotos marcando, en ocasiones, con un balanceo de los cirios, el ritmo del pasodoble.
Pero si todo esto fuese folklore, no merecería la pena. Ni folklore ni tipismo de pastiche. La romería de la Cabeza es otra cosa. Cuando se la ve, se entiende un poco a Andalucía. Esa Andalucía demasiado obsequiada —empalagada— por el tópico. Y no pocas veces, atacada —zaherida— por el contratópico.
(ABC, 21 de abril de 1960)
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