El número de diputados que se asigna a cada provincia, como cupo fijo, es cuestión ante las elecciones. Es natural que las demarcaciones con capitales millonarias o que pasan de los cien mil habitantes tengan más representación en las Cámaras. En los comicios de hace cuarenta o más años el caso no podía ser el mismo porque las diferencias por distrito eran mucho menores. Con ritmo muy acelerado la España rural mengua mientras que las ciudades de «grande y mediano calado» alzan su velamen potente. En 1900, solamente uno de cada diez españoles vivía en ciudades de más de cien mil; en 1930, uno de cada seis; en 1950, uno de cada cuatro. ¿Y ahora?
Si el hecho parece factor importante para la reglamentación electoral, más lo es desde el punto de vista puramente humano. Porque esta basculación de la preponderancia rural a la urbana apareja un cambio de talante en la psicología media del español, si puede decirse así. Canovas y Sagasta operaban en una democracia, como ahora lo intentan Suárez, Fraga o Pío Cabanillas. Pero el sujeto de aquella democracia —el pueblo— pensaba desde otros supuestos sociales, culturales, económicos, ideológicos. No es este el pueblo de 1977 que vive y viste, se divierte, se alimenta y sabe de otra forma. Uno no se atreve a opinar que en vista de ello la democracia tendrá ya que operar de forma no sólo distinta, sino nueva. Allá las sapiencias de los políticos. Sin embargo es indudable que organizar y peinar a este país, en que aproximadamente la mitad de sus moradores viven en ciudades que crecen y crecen, requiere un pulso y un tacto. Siempre se temió lo de las «dos Españas». Constituyen realidad trágica en más de una ocasión; aunque otras veces —y creo que muy recientemente ha sucedido así— se fomentan expresan antagonismos por gentes que tienen ese oficio, refrescando heridas que quizá nada más aparecían como cicatrices. Es posible que ambas Españas inaugurasen una versión actual, menos drama, pero en la que jugarían, como factores más influyentes que antaño, los caracteres dominantes —agrario o industrial— de las varias provincias o regiones.
No sin sentir gran perplejidad podría clasificarse como menos significativa o representativa a una zona de cultura más bien agrícola. Sobre todo cuando se tienen vacilaciones acerca de lo que es auténtico avance histórico e inclusive de lo que es «desarrollo». Opto por creer en la calidad del progreso. ¿Llegará pensando así, alguien a la conclusión de que es destacadamente puntuable el criterio de un hombre de campo con ancestral sabiduría —de estirpe cristiana y de estirpe estoica—, capaz de arraigarse en comportamientos espirituales con sintomática frecuencia? El individuo de la masa de la gran ciudad por su enmarque ambiental apenas puede eludir con holgura el empuje uniformista y se deja inducir por mimetismos que dificultan el encuentro personal de cada uno consigo. ¿Es disparatada, entonces, aquella conclusión? Nada más a medias. Bastantes años de docencia me hacen dudar acerca de en qué consisten, en última instancia, la verdadera educación y la genuina mejora del hombre.
Pero un roussonianismo de nuevo cuño ni llega a ser nostalgia. No se justificaría. El mundo va por donde va y su paso irreversible sigue. Lo que parece indudable es que nuestro momento se debate en afanes que vistos por detrás son desengañados; y en fatigas con rostro ilusionado, y en tristezas que juegan a la felicidad. «Yo soy a la vez desierto, viajero y camello», decía de sí mismo en su vejez Gustave Flaubert. Los perfeccionamientos técnicos y los cientifismos a ultranza pretendidamente infalibles avanzan a gran velocidad con su carga de arena por la arena. Y entonces, como en otra ocasión y con distinto motivo pedía Ortega y Gasset, se hará conveniente —o preciso— corregir a las grandes capitales con las pequeñas de provincia, a las de provincia con los pueblos y a los pueblos con el campo.
No vamos a regresar. No es remedio volvernos del todo a los pueblos. Pero si se les escucha y se aprende de sus fondos y usos alguna que otra lección, la gravosa asignatura que va siendo la Civilización puede revertir de peso en ayuda. No se puede ser al par, ciertamente, viajero, desierto y camello. En la pequeña ciudad, en el pueblo o en el campo, la gente suele saber elegir. Y advierte con claridad que elegir de una parte es, de otra, renunciar. Esto aligera la acción y el pensamiento. Los Horacios avisados añoran la descansada vida. Sería muy triste si se demostrase que del campo, del pueblo o de la «pequeña, vieja ciudad» ha huido también el descanso.
(ABC, 28 de abril de 1977)
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