Claro está: opinar es uno de los primerísimos derechos del hombre. Pero no creamos que estamos estrenando hoy la libre opinión. Es curioso que ahora se pone mucho énfasis en lo de libre, al hablar de opinión. Sobra, porque si se trata de una auténtica opinión ya, de por si —o «per se», para ser más exactos— es libre. Aquí debe empezar el cuidado, el cuidado consigo mismo. En muchas ocasiones la opinión se nos dirige, se nos orienta o manipula desde afuera. Y la libertad igual. Antes y ya. Luego, ayer, y en este momento. Coyunturas históricas hay en las que se nos quiere convencer de que somos libres y que fuimos esclavos. O de que somos esclavos y seremos libres. No es que dentro de nosotros, en un instante dado, advirtamos crecer la libertad. Eso sería lo auténtico, pero ¿es eso? No. Es que nos ponen unos carrilitos, una vía, para que por ella avance nuestra libertad. Cuidado, atención: ¿Es de verdad nuestra, la libertad para la que nos dan preparados los raíles? He ahí la cuestión.
Todo puede discutirse. Que no es lo mismo que decir: Todo hay que discutirlo. A la convocatoria para discutirlo todo, acude con gusto cualquiera. En Memorias inmemoriales dice Azorín que en los casinos siempre se discutía sobre un asunto absurdo o se discutían cuestiones de las que los pluriparlantes no estaban enterados. Es fácil caer en la tentación de creer que la «libre opinión» nos otorga franquía para discutir absurdidades o temas que ignoramos. ¡Cuántas veces se comienza a «ejercer» la libertad de tal manera!
Pero, por lo general, la gente comienza a creerse libre derribando más que construyendo o levantando. Por ejemplo, hay una literatura demoledora —en todos los tiempos— que resulta brillantísima. De ordinario lo brillante es fácil o facilón. En cambio la obra difícil —la obra bien hecha, cualquiera que sea— tiene mejor interior que fachada. Es preciso, pues, que la libertad se encare como una conquista que debe lograrse a pulso, con el personal esfuerzo. Cada uno es albañil de su libertad: debe erigirla ladrillo a ladrillo, piedra a piedra. ¿Por qué usted, amigo, se muestra tan brillante en la sátira del prójimo —del hombre próximo, del tiempo próximo— y tan flojo, tan laxo, cuando de hacer se trata y no, precisamente, de deshacer?
Estamos, en el ruedo ibérico, ensayando la libertad política. Porque la libertad es una lidia. Pero, naturalmente, con toro, ya que no se trata de un toreo de salón. La libertad es una facultad maravillosa del hombre, pero —ello es obvio— con dificultad enfrente, con trabajo azaroso delante, morlaco que hay que domeñar. Constituirse libre entraña una fenomenal lucha para alcanzar un objetivo. ¿Cómo el lidiador se adueñará de sí mismo —que tal cosa es la libertad— venciendo al «bicho», al obstáculo que se le opone? No, por supuesto, obedeciendo los deseos de los espectadores, de las gentes del tendido que le gritan, sanos y salvos, en su asiento de grada, lo que tiene que hacer, sino haciendo lo que debe. «Una corrida de toros —discurría Pérez de Ayala— me hace el efecto como si todos entendiesen mucho de toros, menos los que están toreando». Cuidado pues, porque algo de eso pudiera ocurrir en el ruedo ibérico durante la lidia política, ahora que alguien intenta la «faena». Sea lo que fuere, no sería correcto confundir la democracia con el griterío plural, confuso, contradictorio e indiscriminado de los tendidos…
(IDEAL, agosto de 1977)
Todo puede discutirse. Que no es lo mismo que decir: Todo hay que discutirlo. A la convocatoria para discutirlo todo, acude con gusto cualquiera. En Memorias inmemoriales dice Azorín que en los casinos siempre se discutía sobre un asunto absurdo o se discutían cuestiones de las que los pluriparlantes no estaban enterados. Es fácil caer en la tentación de creer que la «libre opinión» nos otorga franquía para discutir absurdidades o temas que ignoramos. ¡Cuántas veces se comienza a «ejercer» la libertad de tal manera!
Pero, por lo general, la gente comienza a creerse libre derribando más que construyendo o levantando. Por ejemplo, hay una literatura demoledora —en todos los tiempos— que resulta brillantísima. De ordinario lo brillante es fácil o facilón. En cambio la obra difícil —la obra bien hecha, cualquiera que sea— tiene mejor interior que fachada. Es preciso, pues, que la libertad se encare como una conquista que debe lograrse a pulso, con el personal esfuerzo. Cada uno es albañil de su libertad: debe erigirla ladrillo a ladrillo, piedra a piedra. ¿Por qué usted, amigo, se muestra tan brillante en la sátira del prójimo —del hombre próximo, del tiempo próximo— y tan flojo, tan laxo, cuando de hacer se trata y no, precisamente, de deshacer?
Estamos, en el ruedo ibérico, ensayando la libertad política. Porque la libertad es una lidia. Pero, naturalmente, con toro, ya que no se trata de un toreo de salón. La libertad es una facultad maravillosa del hombre, pero —ello es obvio— con dificultad enfrente, con trabajo azaroso delante, morlaco que hay que domeñar. Constituirse libre entraña una fenomenal lucha para alcanzar un objetivo. ¿Cómo el lidiador se adueñará de sí mismo —que tal cosa es la libertad— venciendo al «bicho», al obstáculo que se le opone? No, por supuesto, obedeciendo los deseos de los espectadores, de las gentes del tendido que le gritan, sanos y salvos, en su asiento de grada, lo que tiene que hacer, sino haciendo lo que debe. «Una corrida de toros —discurría Pérez de Ayala— me hace el efecto como si todos entendiesen mucho de toros, menos los que están toreando». Cuidado pues, porque algo de eso pudiera ocurrir en el ruedo ibérico durante la lidia política, ahora que alguien intenta la «faena». Sea lo que fuere, no sería correcto confundir la democracia con el griterío plural, confuso, contradictorio e indiscriminado de los tendidos…
Y ya que apelamos al símil taurino, no está de más una frase de Eugenio Montes. «Torear —dice— es pasar de la pintura a la escultura». Si la política —pienso yo— es como una lidia, si consiste en lograr una limpia figura de la libertad frente a la embestida baja de lo oscuro, si su objeto es componer el tipo de lo racional y de lo justo contra lo elementalmente instintivo…, entonces, hay que superar el zigzagueo de la simple pincelada —coqueteos del color, tornasoles de palabras y más palabras— para lograr el volumen tangible, coherente, contante y constante, de perfiles ideológicos más dignos de perpetuarse en bronce que de degradarse en acuarelas. Quizás lo primero que requiere una constitución política para ser tal, es la mano de un cincelador que la haga resistente, en lo posible, al embate de los vientos. Ello reclama una genuina «autoría». Sin modelos prestados, sin optimismos copiados, sin pesimismos de lance…
(IDEAL, agosto de 1977)
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