Cada hombre es una persona; he aquí una
verdad —con apariencias de perogrullada— que olvidamos con frecuencia. Porque
cada persona es —se sabe hasta la vulgaridad— un mundo. Un mundo distinto y
aparte que, como tal, informado de vivencias exclusivas probablemente, adolece
de un trazado peculiar, de un plano vital diferente. Sucede en el trabajo de la
introspección que podemos creer que hemos dado con nosotros mismos, que nos
hemos encontrado, cuando llegamos a éste o el otro rincón, a cierta esquina del
alma que, a lo mejor, para otros, representa algo así como el centro geográfico
de sus vidas pero que, para uno, está situado más acá o más allá. Así, nos
confundimos, erramos. Y, creyendo constatar nuestra carácter específico en lo
que, probablemente, puede ser en nosotros, accidente o circunstancia solamente,
desistimos de penetrar más hondo, más adentro de la propia intimidad. Y
sospechamos entonces que, más adentro, sólo podemos hallar barrios miserables,
oscuros: deleznables suburbios de nuestra personalidad. ¿No preferimos
circular, más bien, por las anchas vías del genérico afán común, tapiando
nuestra mismidad, entregándonos al tráfico —más social que personal— de la
convivencia, del sentir uniforme? Eliminamos de esta manera lo más valioso de
nosotros mismos; hurtamos lo más sincero, a nuestro autoconocimiento.
Juan Pasquau, en Biografía de Úbeda, 1958.
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