El mérito de la Poesía consiste
en trenzar la gravidez de una idea —la idea siempre cae atraída por su centro—
con la aérea luminosidad impalpable de una gracia flotante. Cuando la gracia,
que es belleza, distrae a la idea, que es pensamiento; cuando se enreda en un
rayo de sol la fibra de un querer o de un decir —aunque el decir tenga, de
origen, la gravedad de un discurso—; cuando se encuentran en sus trayectorias
las dos verdades, la del corazón y la de la mente, la Poesía surge clara y
limpia, como un relámpago vivaz. O, mejor, como un chorro, como una fuente. Importa,
entonces, que el poeta se apresure a recogerla. Importa menos, la clase de
recipiente con que se apreste a cosecharla. Una airosa ánfora de corte clásico,
o un adusto cuévano de factura modesta, ¿qué más da? Lo fundamental es la
limpidez del agua. Lo fundamental es la pureza poética. Da igual el endecasílabo
trabajado a cincel y sometido luego al torno del soneto —pongamos por caso—,
que el despeinado encanto espontáneo del verso libre con la rima sincopada de
emoción y el ritmo vigoroso latiendo por dentro.
Juan Pasquau, en Desde la barrera, Revista Vbeda, noviembre de 1956.
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