Contempladas desde las afueras, desde el campo, a la vera de cualquier ribazo, las torres señeras, adustas, dominan con un gesto aristocrático el abigarramiento de la ciudad. Y uno imagina en las torres un alma comprensiva, un alma indulgente, capaz de absolverlo todo, de perdonarlo todo. Ved, por ejemplo, cómo la campanita argentina de aquel convento —voz alada de torre— se cierne, lírica, sobre la ciudad, como si redimiera, con su pureza, los pecados de tanto ruido sordo, de tanto rumor inarmónico...
Juan Pasquau, en Dios hizo el campo..., de Polvo Iluminado, Gráficas Bellón, 1948
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