Este es el tiempo del «des». Quiero explicarme. Quiero decir que desmitificar, desacralizar, desinstitucionalizar, son verbos de moda. El «des» —prefijo—, de por sí, implica lo negativo. Con el «des» se negaba.
Pues bien; ahora, con el «des», se afirma la personalidad. Abundan moralistas que predican por ahí cómo la desobediencia precisamente atornilla los resortes de la floración individual. En cuanto a las compañías, batallones, tercios y legiones de desinstitucionalizadores, amenazan con la ocupación y conquista total de nuestras estructuras.
Otro ejemplo: la educación. Ya se piensa en caracterizados sectores, que hay que desinstitucionalizar la Enseñanza. Y por supuesto, también la Educación. Ya se dice que la escuela, y los centros docentes en general, deben perder, precisamente, su carácter de centros, es decir, su misión fundamental y cardinal en la difusión de la cultura, pasando a convertirse, por decirlo así, en meras estaciones de servicio —modestas estaciones de servicio— en la ruta de la educación permanente. De tal forma que, convertidos los docentes en «consejeros de aprendizaje» al servicio de los ingenieros de la información —programadores, «sacerdotes de laboratorio»—al cumplir una misión que, poco más o menos, va a venir dictada por la técnica, por el ordenador electrónico, por la máquina de educar..., todo en didáctica y pedagogía va a convertirse en una división de trabajo tan organizada que —pedagogía y didáctica— perderán su forma y estilo de funciones orgánicas. Porque no es igual, sino quizás todo lo contrario, organización y organismo. Nada tan organizado como un fichero; pero nada menos vivo que un fichero. Los organismos —un elefante, un hombre, una hormiga— se acercan al orden de la naturaleza en tanto en cuanto se alejan en su anatomía, en su fisiología y en su higiene, de cualquier ordenación que de lejos o de cerca se parezca al orden alfabético.
Desinstitucionalizando la enseñanza, vamos a llegar quizás a lo del «teleprofesor» que, con el auxilio del disco, de la película y demás adminículos, va a convertir al maestro en un fósil. Pero ¿acaso no se haya del «maestro tradicional»? ¿Qué es el maestro tradicional?
Puede que sea el hombre que confía en su gesto persuasivo, en su sonrisa, en su mímica, en su atención, en sus conocimientos y en su amor a los alumnos, como base de la función docente. Todavía hay «maestros tradicionales» por ahí que, nada más con la tiza, la pizarra y su palabra, se ganan la atención, el interés e incluso el entusiasmo de los alumnos hacia la lección que interpretan. Pero es dudoso que, tal como se están poniendo las cosas, estos maestros tengan porvenir.
La «función significativa de la persona humana» comienza a perder importancia hacia las nuevas «vedettizaciones pedagógicas» del disco, de la diapositiva, de la película. (Y claro está que sí. Un disco o una diapositiva siempre serán instrumentos eficacísimos en la enseñanza. Lo que pasa es que hay «maestros tradicionales» que, además, siguen esperando resultados de sí mismos; es decir, continúan esperando que los logros alcanzados por sus calidades humanas, alcancen una valuación y una evaluación discreta, equiparable al menos a la conseguida por la maquinación y por la máquina.)
A mí, que me registren. Yo continúo pensando que la escuela y los centros docentes todos, siguen siendo eso: centros. Centros sin los cuales no es concebible ni el trazado ni la situación de cualquier radio, de cualquier proyecto, de cualquier propósito cultural. Centros de arranque, de referencia, de engarce. Centros para la difusión y para la confluencia.
Desinstitucionalizar la enseñanza, sería aflojarle sus tornillos, sería desmedularla. Desinstitucionalizar la enseñanza o la educación, privándola de sus puntos focales, desdibujaría, borraría toda la perspectiva humana.
Las escuelas y los maestros tienen que adaptarse a la panorámica actual (y esto ¿quién lo duda o discute?). Pero las escuelas tienen que seguir siendo escuelas y los maestros tienen que seguir siendo maestros, sin abdicar un ápice de su cometido esencial y humano. Porque tan profusa organización, como la que se nos viene encima como una avalancha, requiere como contrapunto, el «organismo» alerta y vivo.
El fichero y la estadística, seguidos de la informática, nos van a ahogar, si renunciamos a alzar el cuello —y encima del cuello la frente— por encima del oleaje.
(JAÉN, 24 de marzo de 1973)
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